El sistema del arte uruguayo está en crisis desde hace décadas. El medio “produce” buenos artistas, comprometidos con su hacer, talentosos en muchos casos. Pero aquellos que no pueden trascender con gran éxito las fronteras encuentran serias dificultades para colocar su obra en el mercado uruguayo, que es escaso y conservador. Se terminaron los tiempos de las grandes galerías y los marchands de renombre. Los críticos influyentes brillan por su ausencia. Por otra parte, las casas de subastas copan las ventas y no “cuidan” a los artistas –no es su función–; el coleccionismo, que también es exiguo, cambia hacia formas menos arriesgadas. El Estado, ya sea a través de los concursos o las plazas para la docencia, o ya sea mediante la disposición de las salas para exposiciones, tiende obligadamente hacia un excesivo protagonismo: se le exige respuestas. Pero nada puede hacer con el divorcio entre el del objeto del arte y las necesidades de consumo cultural, que han virado drásticamente.
No siempre fue así, y tal vez mañana tengamos otro sistema. Hay épocas en que los artistas y el público conectan con mayor amplitud, suben los estándares en calidad y en cantidad. A principio de los años setenta del siglo pasado, la crisis social obligó a los artistas a emplear medios económicos de trabajo. Surgió el “dibujazo”, nombre con el que la crítica María Luisa Torrens definió un movimiento no organizado de artistas que se expresaban con el dibujo y que se caracterizaban por la crítica social y la innovación formal. Galeristas y críticos alentaron la movida. En ese contexto, Alejandro Casares Mora (Montevideo, 1942 – Marindia, 2020), tuvo una participación estelar. José Pedro Argul lo destacó en su clásico Las artes plásticas del Uruguay, y el crítico Fernando García Esteban llegó a escribir que “de la promoción renovadora más reciente, entre los artistas más jóvenes, el que primero llega a situarse de modo singular es Alejandro Casares” (Dibujantes y grabadores del Uruguay).
Había comenzado en los sesenta, formándose con José Trinchín –pintor y comerciante de luminarias y de obras de arte–, pero reconocía a Augusto Torres y al grabador Carlos González como sus verdaderos maestros. Del hijo de Joaquín Torres García asimiló una preocupación por la composición y el tono que iría decantando en su pintura en los últimos años. De González, talentoso autodidacta, adquirió cierta picardía y capacidad intuitiva, propia de la gente del campo. Pero, además, Alejandro fue un investigador nato, que se fue forjando en un singular recorrido teórico tomando nociones de aquí y allá, de sus becas en Europa y de sus cursos en México, de sus cargos en el Museo Histórico Nacional y en el ex-Museo Nacional de Artes Plásticas (Museo Nacional de Artes Visuales), hasta alcanzar un conocimiento profundo del arte nacional y de sus propias posibilidades expresivas. Férreo admirador de Cabrerita, fanático de Humberto Causa, De Simone, Figari, Matisse, Oteiza… tenía sus predilecciones a flor de piel y lograba contagiar su entusiasmo.
Al jubilarse se instaló en Marindia y desde allí buscó irradiar con su obra a esa parte de la costa –¿de oro?– que padece la orfandad de las artes visuales. Incursionó en la escultura de gran formato y en la pintura mural con resultados más que destacables, como el bello mural en San Gregorio de Polanco y la escultura “La música de las esferas” en la ruta 11 de Estación Atlántida. Con sus pinturas constructivas de jarras y aves –los pájaros de Marindia– dejó el sello de su estilo. Artista admirado por artistas, no obtuvo en los últimos años el reconocimiento social que su trayectoria y que su brillante comienzo parecían anunciar. Pero eso no impidió que dejara su huella profunda en quienes lo conocieron y amistaron. Su obra lo representa en siete museos del Uruguay y en museos de San Pablo, Rio de Janeiro, Madrid, Rijeka (ex-Yugoslavia) y Estados Unidos.