Cambia, todo cambia: las concepciones del inglés John M Keynes que daban a la intervención del Estado un papel protagónico en la economía socavaron el laissez faire, laissez passer de Gournay, Adam Smith y David Ricardo –caballeros, el mundo anda por sí solo– y sustituyeron el liberalismo clásico impuesto a las colonias por las cañoneras de los imperios europeos. A su tiempo, la Escuela de Chicago pulverizó la concepción de política fiscal keynesiana (particularmente oportuna en la Gran Depresión, tras la crisis de 1929) sacrificada en el altar mayor del libre mercado; y los chicago boys se encargaron de imponer el neoliberalismo privatizador a punta de bayonetas, especialmente en América Latina. Globalizado en corporaciones sin patria, enmascarado en las sociedades anónimas y oculto en la maraña financiera mundial, el libre mercado parecía imbatible… hasta que apareció el coronavirus.
Todo quedó trastocado, incluso las creencias inamovibles e incuestionables heredadas desde la cuna: el último vástago (político, claro) del sector neoliberador y privatizador mayoritario del Partido Nacional se volvió keynesiano, aunque usted no lo crea. “No somos ortodoxos. Recuerdo, acá, que la ministra de Economía cita a uno de sus autores preferidos, que es Keynes; a muchos les llama la atención, pero yo lo aprendí a valorar un poco escuchando a Azucena. El mundo ha demostrado que ser ortodoxos no es buena cosa. Sin perder los principios y sin perder la libertad como faro principal, vamos a usar todas las herramientas para prender la llave del país de vuelta.”
Aunque ciertos conversos (como los judíos en la España de los reyes católicos) llevan a cuestas el estigma de la duda, la confesión del presidente, Luis Lacalle, fue saludada fervorosamente: la emergencia del coronavirus trasciende posturas y preconceptos; su flexibilidad ideológica se ubicó en el podio junto a la solidaridad como un bien intangible del gobierno. Qué lejos quedan las críticas al asistencialismo; qué bien que viene dar un paso atrás cuando el gobierno se apronta a echar mano del dinero –“todo lo que se necesite, que ahí va a estar”–, según dijo la ministra, para la cruzada contra el virus.
Una mirada más atenta dibuja ciertas fronteras al inesperado keynesianismo gubernamental y revela que, como dijo el presidente, aprendió a valorarlo, pero sólo un poco. La intervención estatal parecía inevitable ante el desolador panorama que cierra las fronteras y los mercados, barre con los empleos y multiplica la pobreza y la indigencia. Aunque la ayuda estatal, vale la pena aclararlo, nunca fue totalmente desechada por los gobiernos liberales –al menos cuando se producían crisis empresariales, particularmente, financieras–, en la actual coyuntura el protagonismo oficial se abre en abanico con un sentido, en principio, igualitario. Se articula un Fondo Coronavirus, que se propone distribuir gratuitamente canastas de alimentos, otorgar subsidios a los indigentes y extender préstamos blandos a los más necesitados. Se echará mano de los dineros de las empresas estatales y, eventualmente, se acudirá a los préstamos internacionales. Se impuso, por ley, una curiosa forma de contribución solidaria, que rebaja de forma provisoria los salarios más abultados del funcionariado público y las jubilaciones más altas, y se flexibilizaron y ampliaron los beneficios del seguro de desempleo; también el seguro por enfermedad, que en el caso del personal de la salud –pero sólo para ellos– cubre el cien por ciento. Y, finalmente, se redujeron los encajes bancarios en moneda nacional y unidades indexadas.
Todo eso se hizo o se pretende hacer. Es una manera muy particular de aplicar a Keynes, porque en realidad el economista inglés proponía, como expresión fundamental de la intervención del Estado, un aumento del gasto público por la vía de inversiones estatales en grandes obras para fomentar el empleo, aunque ello implique –vaya pecado– aumentar el déficit fiscal.
Pero igual de significativa es la lista de lo que no se quiso hacer: no se suspendió la aplicación de los aumentos para las tarifas públicas; no se aceptó la propuesta de la central sindical de otorgar una renta mínima transitoria (16.300 pesos) a unos 200 mil hogares que viven una situación crítica; no se aceptó la propuesta de extender la “solidaridad obligatoria” a los salarios más abultados del sector privado; no se aceptó la propuesta de aumentar los impuestos a la renta y a la riqueza; no se aceptó la propuesta de eliminar las exenciones impositivas, que, en su conjunto, trepan a más de 400 millones de dólares anuales. Ni siquiera se consideró la propuesta lanzada por Gonzalo Ramírez, un columnista del diario El País, de imponer un empréstito forzoso al capital exportador y financiero. Proviniendo de El País, la idea aporta una vía de escape: por más forzoso que sea, el empréstito será devuelto, de modo que la contribución no sería muy dolorosa.
La reticencia del gobierno a involucrar a la riqueza y al gran capital en la “solidaridad compulsiva” revela las limitaciones del keynesianismo versión Lacalle y el sentido de la justicia social que pregona la ministra Arbeleche. No deja de ser sintomático que dicha reticencia tuvo su contraparte en la reducción de los encajes bancarios, es decir, la posibilidad de los bancos de recuperar parte de los depósitos obligatorios en el Bcu como garantía. Se ha estimado que la medida implica una inyección de más de 200 millones de dólares, que supuestamente los bancos privados destinarán a “estimular el crédito y la liquidez en el mercado financiero para contribuir a minimizar los impactos de la crisis sanitaria”. Pero alguien podrá preguntarse: con una reducción tan drástica de la actividad económica y del consumo en particular, ¿a quién le prestarán dinero los bancos, a no ser a aquellos que ya tienen dinero? La medida, que fue “sugerida” por la Asociación de Bancos Privados del Uruguay, permitió, en momentos de crisis, que las instituciones privadas rescataran parte del capital bloqueado.
Pero lo más interesante es que la negativa a tocar al gran capital recibió el explícito apoyo de la dirección del Frente Amplio. La delegación que se entrevistó con el presidente Lacalle el martes 31 de marzo dejó claro el apoyo a todas las medidas, reivindicó una especie de “oposición galante”, llena de buenas maneras, y, explícitamente, en boca del presidente, Javier Miranda, descartó la idea de aplicar impuestos al gran capital y a la riqueza. La actuación de Miranda en la entrevista con el gobierno recibió críticas de otros dirigentes del FA; algunos lo criticaron porque no coinciden con las buenas maneras y otros, porque no fueron incluidos en la delegación.