La forma de valorar lo clásico o tradicional, así como lo innovador, depende de cómo imaginemos que se generan los hechos artísticos que llevan esas etiquetas. Propongo aquí una manera distinta de pensar en esos procesos, que puede, eventualmente, aportar elementos para esas valoraciones.
No soy musicólogo ni nada parecido, así que en los ejemplos que ponga puede haber algún error de tipo histórico. Pero aun si eso no ocurre, sería prudente tomar estas reflexiones como un cuento, como una especie de narración mítica fundacional cuya función es ilustrar acerca del posible origen de las cosas.
En una reciente reseña de un disco lleno de bandoneón mencioné al pasar la forma desprolija con que algunos bandoneonistas “de feria” (o podría haber dicho “de boliche”) tocaban su instrumento, agregando que me parecía que, a esta altura, además de ser consecuencia de una limitación técnica, había pasado a ser parte del estilo del bandoneón callejero. Esto es (me explayo ahora): con tiempos no muy definidos, con melodías a las que les faltan notas o que a veces aparecen mucho más atrás, en volumen, que lo que podría considerarse “el acompañamiento”. También podrían incluirse algunas disonancias no buscadas (producto de errar un dedazo) y algunas frenadas y aceleradas inexplicables (correlacionadas con la mayor o menor dificultad de los fragmentos respectivos), así como una absoluta falta de respeto a la duración de los silencios, cosa que un bandoneonista que toca en una orquesta no se puede permitir, y que se puede rastrear hasta en las guitarras de algún tango de Gardel. De hecho, cuando escucho a guitarristas clásicos (a veces excelentes) interpretando versiones de piezas provenientes del ámbito de la música popular, o compuestas inspirándose en ellas, me pasa exactamente lo mismo con algunos rubatos, concretamente “frenadas”, que carecen (para mi gusto, claro) de cualquier justificación estética y, sin embargo, suelen aparecer estratégicamente en pasajes difíciles, como cuando hay un “salto” o desplazamiento extremo de la mano izquierda en el brazo de la guitarra. No me refiero a los silencios del bandoneonista de Tristán Narvaja, sino a pasajes en los que, para mantener la llevada, un guitarrista “popular” preferiría pifiar dos o tres notas.
La idea que quiero transmitir es que tanto la dificultad interpretativa como el desconocimiento de los códigos propios de las distintas formas musicales –o tocar una música con los códigos de otra– son generadores de características que, con el tiempo, pasan a ser propias de las nuevas formas, entendiéndose por “forma” tanto a un estilo (una manera de tocar el tango, por ejemplo) como a un subgénero (por decir un caso, el candombe con guitarra) o, eventualmente, a un género nuevo entero. En los géneros híbridos, que surgen de la mezcla de culturas –consecuencia de migraciones, invasiones culturales o invasiones lisas y llanas–, es bastante fácil imaginar la idea: un invasor intenta tocar algo que aprendió en el país invadido (o a la inversa) y, probablemente, le salga mal, como cuando un grupo de jóvenes de clase media intenta cantar murga o tocar candombe. La murga actual es un caso típico: hoy se aceptan como normales formas de cantar que antes habrían sido tachadas de “no murgueras”, y ello se debe a la cantidad de gente de otros ambientes que se dedicó a cantar murga. En el candombe todavía no; simplemente, a lo que hacen los “de afuera” se le llama “tocar mal” o “hacer inventos raros”, y listo; tal vez el candombe, por cierto instinto de autoconservación, sea más reacio a que lo anden modificando porque sí.
¿Y un caso de algo nuevo? No sé, pienso que tocar la quena como si fuera una flauta europea y acompañándola con un instrumento de cuerdas en que se reconoce claramente un origen guitarrístico o laudístico (por lo tanto, también del viejo mundo), como el charango, que produjo lo que hoy consideramos el típico sonido “andino”. Pero seguramente si lo escuchara un europeo del siglo XV o XVI le parecería desafinado y chillón, y a un habitante precolombino del altiplano le sonaría como música alienígena. O sea, se trata de canciones hechas un poco al estilo europeo, pero tocadas con instrumentos que no eran exactamente los originales (en el caso de la quena, hasta con otra afinación) y por músicos con códigos diversos.
En el origen del ya mencionado candombe hubo limitantes que obligaron a una recreación total de la percusión que tocaban los esclavos –antes de serlo– en sus tierras de origen: una, tocarlo sin los instrumentos originales (que habían quedado del otro lado del Atlántico), y otra, que los ejecutantes provenían, muchas veces, de pueblos distintos, con sus notorias diferencias musicales. A eso agreguemos que el componente religioso, muy pegado al musical, tenía que ser disimulado o disfrazado debido a prohibiciones impuestas. O sea: todos tuvieron que aprender toques ajenos y ponerse de acuerdo en cómo combinarlos y cómo hacer renacer a sus personajes (terrenales o míticos) en formas nuevas que pasaran la censura. Estaban en la situación de tocar algo que, al menos parcialmente, no les era propio, con instrumentos distintos y en un entorno hostil. Saber cómo eso fue desembocando en lo que hoy conocemos como candombe es algo que parece bastante inalcanzable.
Las formas más camperas (milongas, cifras, estilos, etcétera) pueden haber tenido un origen similar. No es probable que alguien se sentara y pensara “voy a inventar algo nuevo y lo llamaré ‘milonga’”. En la evolución de este género (a partir, probablemente, de orígenes múltiples, muchas idas y vueltas y diversas mezcolanzas) seguramente hubo más de un momento en que alguien tocó cosas que eran nuevas para su entorno cultural, y lo hizo como pudo y le salió como le salió. Viniendo mucho más acá en el tiempo, recuerdo oír descripciones de los implicados acerca de cómo tuvieron que cambiar algunos ritmos caribeños para adaptarlos a la forma de bailar más “a tierra” de muchos uruguayos que iban a los bailes de música tropical.
El desconocimiento, las limitaciones técnicas y la necesidad (por ejemplo, de adaptar al formato canción algo que originalmente era bailado) son grandes generadores de novedades. O lo eran, en la época en que la música popular se difundía simplemente escuchando y mirando a quienes la tocaban en vivo, que, además, era la única forma de tocar. El azar y la necesidad, los motores de la evolución, parecen tener mucho que ver con lo musical. Vivimos en un mundo generador de entropía, donde todo se mezcla y se diluye; eso nos obliga a estar alertas en cuanto a la protección de lo tradicional, lo original, lo único. Aunque tampoco podemos pasarnos al otro extremo: la “pureza” que se está defendiendo suele haber sido, en su origen, un cocoliche de las influencias más variadas y lejanas imaginables. Lo tradicional y lo nuevo podrían considerarse cosas equivalentes, pero en distintas fases de aceptación. Pero tal vez lo más importante sea que lo que convirtió en tradicional lo tradicional –y en nuevo lo nuevo– haya sido un proceso colectivo regido por el azar y la necesidad, bastante distinto de los impulsos creativos individuales o, eventualmente, de la actividad de un grupo alineado tras un manifiesto rupturista.