Las apelaciones a la edad de algunos criminales de lesa humanidad y al excesivo tiempo transcurrido desde que se cometieron, en la escalera de la impunidad, ahora salen de la institucionalidad del gobierno. La coalición de gobierno de Luis Alberto Lacalle, quiérase o no, está desplegando una sostenida campaña contra el Poder Judicial o, mejor dicho, contra la Justicia. Antes, la iniciativa se centraba, mayoritariamente, en los representantes de Cabildo Abierto, que no desperdiciaban ninguna oportunidad de defender a militares acusados de violar los derechos humanos. Ahora, la postura del ministro de Defensa Nacional, Javier García, que cuestiona el procesamiento de un soldado retirado, le otorga un sesgo oficial al operativo.
Desde José Mujica hasta Javier García, pasando por Guido Manini Ríos, el argumento principal se apoya en dos muletas: el paso del tiempo y la edad de los imputados. En el caso del soldado, García introdujo un tercer elemento: la obediencia debida. Los dos primeros argumentos explotan la sensibilidad del destinatario: “¿Cómo es posible que manden preso a un viejito? ¡Y por sucesos ocurridos hace 50 años!”. Mujica fue el primero en impulsar el plan: corrió a ofrecerle su solidaridad al general Miguel Dalmao, que estaba internado en el Hospital Militar cuando le comunicaron su procesamiento. Y el general Manini Ríos utilizó ambos argumentos cuando se conoció el procesamiento del coronel Lawrie Rodríguez, un notorio terrorista de Estado.
Si cualquiera de los argumentos –generalmente van unidos– se aceptara como absoluto, implicaría que la Justicia no debería pronunciarse en ningún caso vinculado a los crímenes de la dictadura, porque esos crímenes ocurrieron hace tiempo y sus autores han envejecido. Resultado: quedan invalidadas las condenas de militares, policías y civiles por delitos cometidos durante el terrorismo de Estado.
Las críticas del ministro de Defensa y el senador Manini introducen, por tanto, un nuevo elemento en apoyo de la impunidad. Queda claro que no se trata de una cuestión puntual (el coronel estaba enfermo, el general era viejo), sino que se introduce un argumento que adquiere una condición de generalidad, que no hubiera existido si el Estado en su conjunto hubiera actuado en su momento, impulsando las acusaciones, otorgando la información y decretando las condenas. Primero fue la ley de caducidad; después, las triquiñuelas de los abogados defensores: ahora todos son viejos, ahora se acumulan décadas. Es la nueva lógica de los hechos, como lo fue la presión militar al comienzo de la democracia.
Así como la ley de caducidad puso de rodillas a la Justicia (y algunos jueces dieron gracias por ello), ahora esta debe enfrentar esa crítica engañosa y descalificante si está dispuesta a cumplir con su trabajo. Fueron inútiles los ríos de tinta para explicar el alcance del concepto de lesa humanidad –aceptado por el Estado uruguayo en sus convenciones internacionales– y su consecuencia, el carácter de delitos imprescriptibles, es decir, que no caducan, por más viejos que sean los jóvenes criminales que los cometieron. Alemania no se plantea hoy la cuestión de la vejez con sus criminales nazis, y han pasado 70 años. Las diferencias entre aquellos y estos criminales son sólo cuantitativas.
El elemento nuevo, que introdujo el ministro García y amplificó el coronel retirado Raúl Lozano en el Senado –suplente de Irene Moreira por Cabildo Abierto–, se refiere a la obediencia debida. Para Lozano, como para García, el soldado retirado procesado días atrás por la muerte de un prisionero que intentaba escapar sólo “cumplía órdenes”. Vale la pena detenerse en la estructura del relato del senador Lozano: el detenido –dijo– estaba “colaborando” con los militares cuando señaló el lugar de un contacto. El coronel retirado no explicó qué circunstancias impulsaban a los prisioneros a “colaborar”; es decir, no explicó que los prisioneros estaban sometidos a un régimen permanente de torturas y que era muy frecuente –para eludir, aunque fuera temporariamente, el castigo inhumano– aportar contactos falsos. En este caso, el prisionero, que estaba esposado, intentó huir, gritando: “No vuelvo”. El oficial dio la orden y el soldado lanzó una ráfaga mortal.
La “pequeña omisión” del senador Lozano sobre la tortura se suma a otra “omisión”: la obediencia debida –el cumplimiento de las órdenes de superiores– no implica acatar cualquier orden. Una modificación de 2019 del artículo 126 de la ley orgánica de las Fuerzas Armadas establece: “Ningún militar debe cumplir órdenes manifiestamente contrarias a la Constitución de la república y las leyes vigentes, o que impliquen la flagrante violación o ilegítima limitación de derechos humanos fundamentales”.
La apelación a la obediencia debida tiene una particular connotación desde que la ley de urgente consideración (Luc) extiende un manto legal de legítima defensa a policías y militares con un nuevo rango de “autonomía” en la represión. Lo curioso, al menos en materia de delitos de lesa humanidad, es que quienes defienden la universalidad de la obediencia debida mantienen un sugestivo silencio sobre la responsabilidad de quienes dan las órdenes. Hasta ahora ningún comandante ha sido condenado por haber ordenado una desaparición forzada, un asesinato, un tratamiento severo de tortura continuada.
Por donde se escarbe, lo inalterable es la impunidad.