Vienen a la memoria (con algo de oscuridad y tristeza) las implacables y un tanto apodícticas sentencias de esas duplas del Eclesiastés que refieren que hay un tiempo señalado para todo en este mundo, pues todo tiene su momento. Las primeras que recuerdo, y a propósito, son: «Tiempo de nacer/ y tiempo de morir, […] tiempo de esparcir piedras y tiempo de recogerlas […] tiempo de callar/ y tiempo de hablar […]», y si fuera a la Biblia a buscar las que no recuerdo (cosa que no haré), estoy seguro de que todas se adaptarían a este momento y a esta humilde remembranza de un gran escritor. Siempre rehusé aceptar esa eclosión de filosofía fatalista atribuida a Salomón que, no obstante, seduce. Porque en esos versos pareados, además de ser una providencial anticipación del concepto circular de la historia, subyace un sutil sentido de la justicia y la verdad, aquello tan bien expresado luego por los latinos: quidquid latet apparebit,1 que se aviene a la vida y a la obra de Julio Ricci.
Nació el 20 de enero de 1920 en Montevideo, murió en 1995, y no recuerdo ni encuentro una referencia del día y el mes, salvo un mínimo «ib.» en la ubicua Wikipedia, más frío que una puñalada. Recuerdo, sí, la llamada telefónica de su hijo esa noche, que con quebrada voz avisaba del repentino desenlace. Lástima no recordar esa fecha, si fue en verano o en invierno, si era temprano o tarde en la noche, pero sí que fue de noche y que no pudimos seguir durmiendo. Tenía 75 años. Estaba en la plenitud de su potencialidad intelectual y creativa. Un par de años antes había publicado el libro de cuentos Los perseverantes, en el que desplegaba una vez más su incontrastable talento para la narración breve. Queda constancia de ello en dos importantes aportes a la apreciación de su obra. En 1990 la editorial Signos publica El hombre fracturado en la narrativa de Julio Ricci. Siete estudios críticos. Participan José Ángeles (el más incisivo, para mi gusto), Matilde Bianchi, Martha Canfield, Silvia Kohan, Graciela Ricci della Grisa, Venko Kanev y Clark Zlotchew. Dos años antes de su fallecimiento aparece El inmovilismo existencial en la narrativa de Julio Ricci (Graffiti, 1993). Esta nueva selección de estudios de su obra reúne a ocho escritores e investigadores que tempranamente advirtieron las cualidades de su narrativa: Fernando Butazzoni –que además de la entrevista tiene una aguda crítica publicada en Brecha hace ya 35 años–, Ketty Corredera, Carlos Méndez, Isolde Jordan (quien selecciona y coordina) y Estela Castelao; vuelven Martha Canfield y el estadounidense Clark Zlotchew, pero con nuevos trabajos, y se suma el de José Ángeles ya publicado en 1990. La española Francisca Noguerol tiene otro interesantísimo estudio presentado en un congreso en París, «La literatura asqueante rioplatense: el caso de Julio Ricci», centrado fundamentalmente en su último libro de cuentos. Se percibe un común denominador en varios de esos estudios: el carácter existencialista de su estética.
Muchos de sus personajes merecerían un estudio caracterológico y literario en cuanto a la destreza demostrada en su construcción y ambientación. Personajes maníacos, perturbados, esclavizados por complejos éticos y sentimentales, algunos ahogados en un verdadero caos existencial. Y la culpa, las contradicciones entre el bien y el mal, la arrogancia, el desengaño, la melancolía cuasi psicopática, los deseos y anhelos frustrados. Las influencias en estas construcciones –Gogol, Dostoievski, Laxness (otro premio Nobel olvidado), Lagerkvist, Kafka–, siempre reconocidas por el propio Ricci. La galería es riquísima y estimuladora de analizar, sobre todo por el distanciamiento que Ricci supo imponerse respecto de sus personajes.
Por lo general, cuando por alguna razón surge su nombre, lo más corriente es señalar con pesar (y a veces hasta con justo enojo) que es poco recordado o injustamente olvidado. Entonces también aparecen muchos otros que lo acompañan como fantasmas de un fuego oscuro (apurado y a vuelo de pájaro, me llegan Alejandro Paternain, Matilde Bianchi, Juan Carlos Legido, Mercedes Rein, Ariel Méndez, L. S. Garini, Selva Márquez…; la lista puede extenderse llamativamente). Este fenómeno de la mala memoria y la injusticia (consciente o inconsciente) no es exclusivo de nuestro país. Creo que, en realidad, lo de «injustamente olvidado» no es correcto; primeramente, porque ese vacío de la memoria puede atribuirse sólo a cierto «sector» de la crítica y el periodismo cultural, y, en segundo lugar, porque creo que la causa del «olvido» se debe sobre todo a la ignorancia: no lo han leído. La categoría de olvidado no puede aplicarse a la ignorancia.
Le gustaba venir a conversar a Graffiti. Cuando me descuidaba en invitarlo, él me lo recordaba con su voz grave: «¿No se anima a hacerme un cafecito?». Me gustaba esa franqueza; era indicadora de una cercanía afectiva e intelectual, aunque no tuteara –nunca lo hacía–, diría que de una hermandad que él sentía. Era la punta de su naturaleza: franqueza, afecto. Quienes no lo conocían siempre se llevaban una impresión equivocada del primer contacto: parecía ser un hombre seco, distante, rígido, irónico y a veces severo en los juicios, pero era únicamente expresión de una inteligencia penetrante. Tras esta apariencia se escondía (y protegía) un corazón enorme y lleno de amor por el hombre y su intrínseca imperfección, visible, fuertemente expresado en su narrativa, la construcción de caracteres y las circunstancias que lo envuelven y condicionan. Siempre conversaciones sustanciales, ricas; se aprendía con él. Ricardo Prieto y Alejandro Michelena, entre otros, dejaron de él vívidos retratos. «Era distante y hasta frío pero vehemente y cordial, y al mismo tiempo enigmático», expresó Michelena. Había que hacer un esfuerzo extremo e inútil para no tenerle afecto, aun en la discrepancia. Acercó muchos escritores a Graffiti. Cuando iba a su casa en Pocitos, frente a la plazuela El Viejo Pancho, a buscarle algún texto, o cuando estábamos preparando la edición del último de sus libros, no tenía necesidad de preguntarle si no se animaba a hacer un cafecito: él siempre lo tenía pronto, y si no tenía, mostraba regocijo en hacerlo. Era un animador en los encuentros en el Mincho Bar y en el Sorocabana de la calle Yi, y sobre todo era un aglutinador y estimulador del debate constructivo: no había tertulia insustancial si estaba él en ella. De vasta y profunda formación lingüística y en otras ramas de la teoría literaria y las literaturas, nunca hizo ostentación de ello ni se valió del criterio de autoridad –cuando pudo haberlo hecho– en alguna que otra controversia amigable que en los ámbitos referidos siempre ocurría.
En lo personal, tengo mucho que agradecerle (y seguramente también muchos otros que lo conocieron). Y cerrando con el Eclesiastés, ya que comencé con él, pese a que nos advierte que vivimos en lo efímero, pienso que en el recuerdo todos crecemos y que la mejor manera de recordarlo es volviéndolo a leer.
1. Quidquid latet apparebit: verso del Dies irae, de Tommaso da Celano; en una traducción libre sería: «aquello que está oculto aparecerá» o «todo lo oculto saldrá a la luz».
Algunos de sus libros de ficción
Los maniáticos (Alfa, 1970), El grongo (Géminis, 1976), Ocho modelos de felicidad (Macondo, 1980), Cuentos civilizados (Geminis, 1985), Los mareados (Monte Sexto, 1987), Cuentos de fe y esperanza (Asesur, 1990), Los perseverantes (Graffiti, 1993).