Después de 30 años de una paz precaria en la región, desde el 27 de setiembre una nueva guerra de agresión fue lanzada por Azerbaiyán y Turquía contra la República de Artsaj-Nagorno Karabaj. Ciudades, instalaciones civiles, hospitales, escuelas y hasta maternidades continúan hoy mismo siendo atacados. Esto es percibido como un nuevo intento de genocidio, como el perpetrado en 1915 contra el pueblo armenio.
El 2 de setiembre de 1991, en un todo de acuerdo con la ley soviética vigente en ese momento, los armenios declararon la independencia de la República de Nagorno Karabaj. La respuesta de Azerbaiyán fue una política de agresión que desembocó en una guerra que se prolongó hasta 1994. Un cese al fuego fue firmado ese año entre las tres partes en pugna: las repúblicas de Azerbaiyán, de Armenia y de Artsaj-Nagorno Karabaj.
Salvo en 2016, cuando se produjo una escalada que fue denominada la «guerra de los cuatro días», la situación se mantuvo más o menos estable hasta el pasado 27 de setiembre. En ese período de casi 30 años, la República de Artsaj-Nagorno Karabaj, no reconocida internacionalmente, fue desarrollando ininterrumpidamente su institucionalidad con la conformación de los tres poderes constitutivos de un Estado moderno. Se alternaron cuatro presidentes tras elecciones y referéndums avalados por observadores internacionales, incluidos legisladores uruguayos de todos los partidos políticos, que visitaron en más de una ocasión esa república.
En Uruguay, el tema de los armenios, en sus diversas formas de expresión, tiene desde siempre una aceptación fraterna y solidaria. Existe una empatía real entre la sociedad uruguaya y la colectividad armenia. Ambas, democráticamente porosas, han sabido elaborar en común un estatus de respeto y reconocimiento sin desmedro de las partes, generando una sinergia que refuerza la institucionalidad republicana del país en todos sus aspectos así como el desarrollo en su seno de una colectividad –al igual que muchas otras– que resguarda y fortalece su identidad.
Es decir, los armenios, y quienes se sienten tales por influjo de la consanguinidad y como resultado de los relacionamientos, pueden decir y sostener su identidad y, al mismo tiempo y sin mengua de ello, ejercer sus derechos como ciudadanos uruguayos cumpliendo con sus compromisos y obligaciones como tales.
Son múltiples los ejemplos de esto y se pueden constatar con la presencia integrada de esta colectividad en el seno de la sociedad uruguaya. Al superar lo más común de la referencia deportiva y la gastronómica, se puede hablar de las expresiones artísticas, de la actividad empresarial y de la inserción en la política nacional, reflejando sus contradicciones y manifestaciones de signos no siempre coincidentes, pero sin temor a dejar de ser lo que es: la colectividad armenia.
En estas últimas semanas, numerosos integrantes de dicha colectividad, mayoritariamente gente joven, algunas veces con termo y mate bajo el brazo, han visitado sedes partidarias y recorrido pasillos del Poder Legislativo, para detenerse y dialogar en despachos de distinto color y bandería. La razón de dicho despliegue ha sido informar del ataque que Azerbaiyán inició (primero como un ensayo, en el mes de julio, y luego ya como ofensiva, desde fines de setiembre) contra la República de Artsaj-Nagorno Karabaj, el cual ha causado muerte y destrucción en las indefensas poblaciones armenias ubicadas en distintos puntos de la frontera común.
No es porque sí nomás que Uruguay ostenta, con orgullo de ambas partes, la condición de ser el primer país que a nivel oficial reconoció y condenó en 1965 el genocidio cometido por Turquía en perjuicio del pueblo armenio. Ello tiene su razón y no es en vano, sino resultado de innumerables actos de demostración de esa hermandad.
Generalmente se dice que un país es pequeño considerando su dimensión territorial o su población, que constituyen dos indicadores importantes. Pero también es cierto que esa valoración objetiva suele tener una confirmación de carácter subjetivo de acuerdo a su ubicación geográfica y al marco que lo rodea. Por ejemplo: Uruguay es un país pequeño por sus datos objetivos, pero esa «sensación» de pequeñez se acrecienta al estar «apretado» entre dos colosos como Argentina y Brasil. Además, esta pequeñez objetiva encierra otro factor que a primera vista también puede considerarse como negativa: su relativamente escasa población es variada y diversa. Etnias nativas y pueblos de distintos continentes conforman su matriz racial y cultural convirtiendo en realidad el dicho de «Uruguay es un crisol de razas». De ese crisol surge una sociedad que supera diferencias y que integra a sus componentes en una mezcla que alcanza logros en casi todos los terrenos del quehacer humano, despertando admiración y generando respeto.
Es que Uruguay, con intencionalidad o sin ella, ha hecho aportes individuales y colectivos, y concretado hazañas de todo tipo que le han dado reconocimiento internacional. Dejemos el fútbol, la música, la literatura, las artes plásticas en general y observemos el campo más duro y espinoso de las relaciones sociales y también de la política internacional.
Si nos atenemos en particular al tema de los armenios, en Uruguay esa actitud abierta y de avanzada no quedó en los discursos, sino en resoluciones y leyes del más alto nivel. Recordemos cuando, sin más documentación que su memoria, a los armenios sobrevivientes del genocidio la Sociedad de las Naciones les concedió –con el decisivo voto uruguayo– el pasaporte Nansen para que comenzaran a figurar con una identidad civil, y a eso Uruguay agregó el reconocimiento al derecho de usar nombres armenios, que en otros países no se permitía. Se autorizó, además, a quienes en sus documentos lucían la oprobiosa constatación de súbdito del imperio otomano o turco a poder lucir orgullosos su denominación de armenio.
¿Cómo no va a haber gratitud por parte de los armenios al comprobar que un país pequeño les reconoce tanto en el plano de la identidad algo que, para ellos, significó y significa aún hoy en día una sobrevivencia con dignidad? Y no es sólo el reconocimiento de, por ejemplo, la primera República de Armenia de 1918-1920 (hecho que marca, este año, precisamente, el relacionamiento centenario entre ambos países) cuando este no aparejaba supuestamente beneficio material de alguna especie y no había aún colectividad organizada que planteara o ejerciera presión: estas actitudes de Uruguay se mantienen en el tiempo desde entonces, y el hecho de que la actitud se mantenga a través de distintos gobiernos demuestra que es una verdadera política de Estado.
Al llegar al cincuentenario del genocidio cometido contra los armenios, Uruguay se ubicó a la vanguardia de los demás países con la aprobación de una ley, en 1965, que reconocía, por primera vez a nivel internacional, la existencia de ese crimen de lesa humanidad que hasta ese entonces venía siendo disminuido y desplazado de la atención pública internacional.
Esa decisión, audaz y en solitario del «pequeño Uruguay», abrió rumbos para que otros países se animaran a seguir su camino. Y esto se dice no sólo en Uruguay, sino también en toda Armenia y en los cuatro confines que cubre su diáspora.
Esta es la evidencia más rotunda de que Uruguay no pierde, sino que gana y lo hace siempre, cuando defiende las causas justas, las causas de aquellos con quienes se solidariza no por intereses inmediatos, sino por la defensa de valores y principios. Por eso podemos decir que Uruguay no es un país pequeño, sino un país engrandecido y lo es con razón y derecho justamente porque se ha ubicado en ese sitial con sus posiciones y decisiones.
Y ahora, una vez más si se quiere, en los momentos de necesidad extrema, cuando se tiene por respuesta la indiferencia internacional, nosotros, ciudadanos uruguayos, volvemos la mirada a nuestro gobierno, a nuestro pueblo y a nuestro país, para que nos extiendan una mano reconociendo la existencia real y por derecho de la República de Artsaj para ayudar a detener este segundo genocidio de armenios ya en marcha. Hay momentos en que las palabras están de más y sólo hay lugar para las decisiones. Será justicia.