Permítanme recordar una historia de hace casi 40 años, de la que me tocó ser parte y que creo que viene a cuento. En setiembre de 1983 el gobierno dictatorial dispuso un reajuste de las cuotas de los préstamos para vivienda, que era claramente ilegal y abusivo. Las cooperativas de vivienda de ayuda mutua y propiedad colectiva, agrupadas en Fucvam, decidieron entonces no pagar ese aumento, exigiendo la aplicación del valor legal.
La reacción del gobierno de facto ante ese acto de rebeldía fue el envío de cedulones de intimación de pago y la puesta en marcha de trámites de desalojo de algunas cooperativas, pero sobre todo decidió responder quitándoles su arma más poderosa: su unidad, que al ser de propiedad colectiva se basaba, justamente, en que las deudas contraídas eran grupales y no individuales. Por lo tanto, no se podía actuar contra cada familia, sino que había que hacerlo contra cada cooperativa, en su conjunto, y al estar federadas y responder como una sola, contra todas las cooperativas.
El luego llamado «decreto ley» 15.501, de diciembre de 1983, dispuso, con esa finalidad, el pasaje compulsivo de todas las cooperativas de propiedad colectiva (usuarios) a propiedad horizontal individual. Eso le permitía al gobierno enfrentar a cada familia por separado, en vez de a varios miles juntas. El Estado estaba tan interesado en esto que corría con todos los gastos –por cierto cuantiosos– para efectivizar el pasaje de una condición a otra.
Asesorados por abogados solidarios, entre los cuales fue fundamental el papel de Helios Sarthou, los cooperativistas plantearon una doble respuesta, basada en dos improbabilidades, dado el momento que se vivía: por un lado, interponer un recurso de referendo contra la ley según lo previsto por la Constitución, que estaba en desuso pero aún regía, por otro, interponer un recurso de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia (que estaba más que en desuso), argumentando que esa disposición violaba las garantías del contrato, puesto que las cooperativas de usuarios se habían constituido legalmente en la modalidad de propiedad colectiva y como tales habían recibido sus préstamos.
Las firmas que había que juntar (500 mil en aquel momento) se juntaron: 330 mil en el primer día, el 24 de febrero de 1984 –tantas eran las ganas que había entonces en la gente de oponerse a la dictadura– y se presentaron a la Corte Electoral. Pero la dictadura ya venía de retirada y los partidos políticos en la Conapro (Concertación Nacional Programática) habían acordado derogar la ley infausta, por lo cual el referendo se volvió innecesario.
Sin embargo, la promesa de derogación se olvidó, las semanas pasaban y la ley seguía vigente, por lo que Fucvam encaró nuevas medidas de lucha y la relación con el nuevo gobierno, presidido por Julio María Sanguinetti, que se había beneficiado de la proscripción de sus principales rivales en la elección de 1984, se crispó.
Mientras tanto, por el otro camino, el de la inconstitucionalidad, el procedimiento judicial seguía su marcha y un buen día, en 1986, a tres años de presentado el recurso, la Suprema Corte se expidió: la ley, como se preveía, era declarada inconstitucional y se volvía inaplicable. A los pocos días de enterarse de la medida, el presidente de la Asamblea General, Enrique Tarigo, hacía votar la derogación, que se había discutido durante casi dos años, y la «ley» 15.501 desaparecía de la faz del planeta.
Recuerdo todo esto porque me parece que tiene muchos puntos de contacto con lo que hoy pasa con la Ley de Urgente Consideración (LUC): aquí también hay una ley que perjudica a amplios sectores de la población (en el caso presente, muchos más por la enorme cantidad de temas que abarca), pero también hay una ley anticonstitucional, porque contraría lo que la Constitución dice expresamente en el artículo 168, numeral 7, inciso a: «El Poder Ejecutivo no podrá enviar a la Asamblea General más de un proyecto de ley con declaratoria de urgente consideración simultáneamente, ni enviar un nuevo proyecto en tales condiciones mientras estén corriendo los plazos para la consideración legislativa de otro anteriormente enviado». Y este impedimento no se salva juntando un cúmulo de proyectos distintos y atándolos con una moñita; si alguien tuviera dudas, prestigiosos constitucionalistas (José Korzeniak, por ejemplo) así lo han sostenido en forma contundente.
Por lo tanto, los dos caminos de 1983 son hoy también posibles. Se puede elegir uno u otro, pero creo que lo más interesante es emprender ambos, porque se complementan, porque la declaración de inconstitucionalidad no distraería para nada el esfuerzo por juntar las firmas –creo que, al contrario, lo fortalecería, pues fortalecería la razón por la cual se juntan– y porque sería otra fuerte señal para el gobierno de que si está dispuesto a seguir por este camino, nosotros estamos dispuestos a enfrentarlo.
Sé que las organizaciones que están coordinando en la Intersocial para oponerse a los desmadres ocasionados por la LUC han manejado esta alternativa, pero no veo que hoy esté sobre la mesa y me parece importante que lo esté. Conozco dos argumentos que se han manejado contra esta idea, pero creo que los dos son rebatibles: el primero es que la declaración sólo tiene efecto para el caso concreto y el segundo es que resulta difuso quién está afectado directamente y por consiguiente facultado a presentar el recurso contra toda la ley, que es lo que me parece correcto, porque es toda la ley la que es anticonstitucional, por el procedimiento adoptado. Pero pienso que, como pasó en la oportunidad a que hice referencia (y en otras), la declaración de inconstitucionalidad, aunque sea para un caso concreto, hace muy difícil la aplicación de una ley y se termina derogándola o mandándola a un cajón. Respecto a lo segundo, creo que el PIT-CNT, como representante de los trabajadores (los principales afectados, directa o indirectamente, por la LUC) y las organizaciones de derechos humanos, en representación del otro gran sector afectado (la ciudadanía), bien podría asumir personería.
Creo que vale la pena pensarlo.