Por Fran Sevilla
Era más o menos a esta hora. Amanecía en Bagdad. El primer misil Tomahawk reventó el silencio e hizo estremecerse el suelo y las paredes de la habitación del apart-hotel que compartía con José Miguel Azpiroz. En la conexión en directo con Radio Nacional de España, en esos primeros minutos, al ruido ensordecedor de los misiles seguía una extraña calma en la que incluso se escuchaba nítidamente el canto de los pájaros. Después ya no hubo tregua y el fuego se apoderó de la capital iraquí.
Han pasado diez años. No es tiempo suficiente para olvidar. Hay momentos que quedan grabados de forma indeleble. Sobre todo cuando esos momentos van seguidos de un descenso al infierno, a todos los infiernos posibles. Porque eso fue lo que ocurrió en aquellas primeras horas y en los días, semanas y meses que siguieron a aquel 20 de marzo de 2003. Todavía hoy los iraquíes siguen hundidos en aquella profunda sima que abrieron los primeros misiles. Para que no se les olvide, una decena de atentados han ensangrentado, diez años después, las calles de Bagdad.
Horas antes de desatarse la debacle, en la tarde del 19 de marzo, estuvimos con Jon Sistiaga y con José Couso, compartiendo la calma que precedía a la tormenta. Algunos días después José compartió la suerte que les aguardaba a miles de iraquíes. Un tanque estadounidense le arrebató la vida en la terraza del hotel Palestina desde la que filmaba el infierno circundante.
También, desde el otro lado de la difusa línea de separación, Julio Anguita Parrado pagó, con su vida, el mismo tributo por intentar contar al mundo, a través de El Mundo, la locura de aquella invasión injustificable y abyecta.
Diez años después quedan pocas dudas de que la invasión a Irak fue una decisión espuria, basada en mentiras, en manipulaciones, en un desprecio absoluto por la vida de los iraquíes. Son pocos quienes hoy pueden y siguen justificando aquella invasión.
Diez años después Irak es un país destrozado, hundido, sumido en la violencia sectaria, sin esperanza y sin futuro. En el camino han quedado miles de muertos, algunos conocidos, la mayoría anónimos. Y a esa larga lista habrá que ir añadiendo todos los que todavía están por morir. Porque las secuelas de la invasión aún no han concluido.
No emergió un mundo mejor, ni en Irak ni en el resto del mundo, a pesar de acabar con la dictadura de Saddam Hussein y de su posterior ejecución. Emergió un pandemónium que hoy sigue arrebatando vidas. Aunque ya a casi nadie le importe.
(El autor de esta nota es periodista español, corresponsal de guerra de varios medios, cubrió la guerra de Irak. Colaborador habitual de Brecha.)