El gran escritor beat William Burroughs aseguró que el lenguaje es un virus que habita en los humanos como un parásito, colonizando los organismos y replicándose en otros a partir de su adquisición en la infancia. Este patógeno toma el control del pensamiento y de las acciones de una manera tan despótica que es imposible escapar del código que nos habilita tanto la expresión como la interpretación del mundo. Para curarse de la enfermedad se necesita una dosis mutada del propio virus: el lenguaje de la poesía, única expresión que nos detiene en el cuerpo material de la palabra para concientizarla o conjurarla: «Liberar a este virus de la palabra podría ser más peligroso que liberar la energía del átomo».1 Tal vez es debido a esta conjetura que la poesía está en disonancia con el capitalismo.
El mundial poético es un evento que viene llevándose adelante desde 2013. En principio, fue pensado como bienal, pero, a partir de 2016, se transformó en un mundial que se lleva a cabo todos los años. Se trata de un acontecimiento artístico que reúne a músicos y músicas, performers, dramaturgos, cineastas, multimediastas y, por supuesto, poetas en todas sus variantes: sonoros, visuales, textuales, corporales. Las seis ediciones hechas en estos años contaron con la presencia de autores tanto nacionales como extranjeros, lo que fue posible a partir del aporte financiero de entidades estatales y privadas más el esfuerzo de gestión y coordinación que supone poner en escena un acontecimiento de estas dimensiones en un país como el nuestro, que prácticamente carece de políticas culturales de Estado afines a este tipo de propuestas. Así que la producción ha dependido, más bien, de iniciativas personales antes que de programas establecidos de antemano. De este modo, los espectadores de los sucesivos mundiales pudimos disfrutar de presencias importantes para la poesía de las tres Américas, como el chileno Raúl Zurita, la poeta y editora argentina Romina Freschi, la pareja de artistas fluxus Catherine Mehrl y John M. Bennett y el haitiano J. J. Pierre Paul. También fueron importantes las participaciones europeas del ruidista holandés Jaap Blonk y la española Ángela Segovia, además de un largo etcétera.
El mundial ha sabido navegar en los ríos diversos de los espacios del arte: teatros, como el auditorio del Verdi –esta séptima edición se descapitaliza en el Politeama de Canelones–; auditorios, como el del Centro Cultural de España; casas de cultura, como Casamario; museos, como el Zorrilla de San Martín y el Espacio de Arte Contemporáneo, y, por supuesto, los infaltables boliches y antros de los que fue centro mítico el Cheesecake Records, cabina-mostrador de La Ronda de Poetas durante más de diez años, en pleno desembarcadero de la Ciudad Vieja. Marejada impresionante donde cierta cultura corsaria supo hacerse lugar contra viento y marea, hasta que llegamos a este penoso presente en el que los imprescindibles puertos de la poesía, esos que dan vida al cuerpo social a través de la reafirmación colectiva de identidad, reflexión y celebración mediante el arte, son clausurados tras las medidas de la emergencia sanitaria. Pero, mientras que en algunos días festivos de nuestro laico santoral hemos visto los shoppings y los restaurantes abarrotados de gente buscando llenar su eternamente vacía necesidad de consumo, las salas de música, los cines y los teatros permanecen cerrados, lo que nos hace pensar acerca de cuáles son las prioridades que –más allá del turbio relato de la supervivencia económica– el gobierno considera como fundamentales.
Planteadas las características de esta nueva realidad –que parece, más que el fin del mundo, el verdadero comienzo del siglo XXI–, el mundial decidió expandirse en el espacio-tiempo como si tomara un atajo por un agujero de gusano para sortear los obstáculos que impiden el desembarco en los espacios naturales del encuentro artístico. Para su autor, Martín Barea Mattos, el procedimiento emula los mecanismos de un contravirus en una lógica del «contagio» que aspira alcanzar la mayor cantidad de mentes de este recién estrenado siglo XXI. La séptima edición, que comenzó el 13 mayo, se extenderá en los meses de invierno y finalizará en setiembre; paralelamente, los eventos navegarán hacia Canelones y Punta del Este como otros dos polos que empiecen a sumar territorio a esta incansable odisea poética. La gran novedad que se añade a esta edición es su transmisión en vivo o streaming mientras duren las medidas de restricción. Según Barea Mattos, si bien esta nueva modalidad tiene pérdidas evidentes, acarrea ventajas que hay que saber aprovechar para abrir las puertas del futuro. Es cierto que se elimina la presencialidad, ingrediente medular en la palabra compartida de los festivales, pero también es verdad que el mundial podrá ser disfrutado –y así sucedió en la primera fecha, en la que, literalmente, había público mundial– desde cualquier parte. Con respecto a la participación extranjera, la opción fue invitar a poetas de otras nacionalidades residentes en nuestro país y, en las próximas fechas, producir streamings de autores foráneos que hayan pasado por mundiales anteriores. Entonces, lo que parece desventura se convierte en oportunidad: el Séptimo Mundial Poético, lejos de suspenderse, sortea las aguas procelosas de la época para proyectarse hacia nuevas aventuras.
En tiempos de transformaciones en las estructuras de producción y convivencia humana, que se presienten como un cambio de paradigma, hemos preguntado a algunos de los y las participantes acerca del desafío que supone cambiar de una lectura presencial al hecho de estar mediatizados por un dispositivo electrónico en el canal de comunicación con el público. Dado que esta migración se está produciendo a escala mundial y masiva, desde los entornos educativos y laborales hasta las prácticas más comunes de socialización, nos ha parecido interesante indagar en la opinión de quienes trabajan con la palabra escrita y oral desde una perspectiva comunicacional artística. Todos los entrevistados reconocen que hay una transformación en este pasaje y que es necesario adecuar la propuesta. La poeta montevideana María Laura Pintos piensa que despojar hasta el minimalismo la lectura potencia la claridad de la pieza, mientras que para Jairo Rojas Rojas, poeta venezolano residente, hay que ser mucho más contundente y breve a la hora de la puesta verbal, ya que los medios favorecen la distracción. Juan Ángel Italiano, poeta fónico fernandino, opina que en estos nuevos formatos la técnica juega un rol fundamental y no es lo mismo una puesta en voz en un plano fijo que con un juego de cámaras y sonido de calidad; en este mismo sentido, la poeta y actriz Leonor Courtoisie reconoce la importancia de un producto generado como registro que trasciende el aquí y ahora de las lecturas de festivales. Por su parte, la francesa Anne Gauthey, slamer y editora de poesía, piensa adaptar la amplitud, la velocidad de la voz y la mirada para aumentar la eficacia del streaming.
Del otro lado, también hubo reflexión acerca de las implicaciones en la recepción de los textos por el espectador. Muchos plantearon la interrogante sobre qué es lo que el cuerpo trae consigo en la constitución de comunidad con un concepto popular llamado energía, que se transmite como parte de la comunicación. Para Gustavo Wojciechowski, faltan los signos del contacto presencial, que también direccionan el decir, mientras que, para el dominicano residente Rafael Pineda, la transmisión amplifica la recepción en espectadores planetarios y atemporales. María Laura Blanco trabaja hace tiempo en la difusión de su obra por las redes y la maragata Regina Ramos nos dice que «es una cita a ciegas con un poema en la mano, en los labios y ojos que buscan y no reconocen, parecido al acto solitario de escribir. Sabremos que habrá lectores, pero ¿dónde están los lectores?». En la misma línea, el artista multimedia Dani Umpi reconoce que «no hay miradas de reojo de aprobación, rechazo o seducción entre los participantes», índices que son también material de la creación. Así es como zarpa la nave de la poesía para internarse en océanos inconclusos, invitándonos a participar en la imprescindible reflexión y creación colectiva acerca de cuáles son los puertos a los que, sanos y salvos, queremos llegar.
1. William S. Burroughs. La revolución electrónica.