«Vivo en una barrio muy, muy tranquilo, pacífico, donde árabes y judíos convivimos sin problemas. Pero en los últimos días no he salido de mi casa, he estado muy asustada, me apedrearon el auto», contó a la BBC este martes Katy Burman, maestra en una escuela local de Lod, una «ciudad mixta» de Israel. Burman insistió en que ella, su familia y amigos solo quieren volver a su vida normal –«queremos nuestro vecindario de vuelta»– y cree que las autoridades deben tomar medidas: «Si no solucionamos el problema de raíz –requisamos todas las armas ilegales, educamos a los jóvenes que están llevando a cabo los disturbios–, entonces, algo va a desencadenar esto otra vez».
Con «esto», Burman se refería al masivo levantamiento que protagonizan por estos días los palestinos que residen en ciudades de Israel y en Cisjordania, que ha incluido una histórica huelga general a nivel nacional, y a los conflictos que, como consecuencia de esas protestas, se han sucedido entre vecinos judíos y árabes de las ciudades mixtas de Israel. Esos enfrentamientos han incluido pedreas, disparos, linchamientos y la aparición de grupos judíos paramilitares, entre otros episodios desacostumbrados en los barrios de clase media de las ciudades costeras.
Los palestinos, ya sean ciudadanos israelíes de origen árabe que viven en ciudades como Lod, Haifa o Ramla, o súbditos de la ocupación militar israelí en territorio cisjordano, protestan contra los desplazamientos forzados de población en Jerusalén Este y contra los bombardeos de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) en la Franja de Gaza, así como por la desigualdad de derechos que padecen frente a los ciudadanos judíos. La represión al levantamiento y los ataques a Gaza han dejado, al momento de escribir estas líneas, unos 247 palestinos muertos a manos de Israel, mientras los cohetes disparados desde que comenzó esta crisis por Hamás, el movimiento islámico que controla el interior de la franja, se han cobrado la vida de 13 personas en territorio israelí. Al cierre de esta edición, se ha anunciado una tregua entre Israel y Hamás.
Israel insistió por estos días en que el «principal objetivo» de sus bombardeos en Gaza fue «golpear a Hamás y prevenir su habilidad para lanzar misiles y aterrorizar israelíes», tal como dijo el jueves 13 la capitana Libby Weiss a la radio pública británica. «Lo que buscamos es vivir una vida normal: dejar los refugios antimisiles, ir al trabajo, a la escuela; pienso que se trata de un deseo muy razonable», agregó Weiss.
A lo largo de estas últimas dos semanas, más de una veintena de gobernantes de todo el mundo se han manifestado solidarios con esa causa, desde Joe Biden, presidente del Estado más poderoso del globo, quien ha reiterado un día sí y otro también que Israel «tiene derecho a defenderse», hasta líderes de naciones con un alcance diplomático considerablemente más modesto, como el mandatario uruguayo, Luis Lacalle Pou, quien ha recibido el agradecimiento del primer ministro Biniamin Netaniahu por apoyar el «derecho israelí a la autodefensa frente a los ataques terroristas».
BOMBAS Y VOTOS
En la interna de Israel, sin embargo, Netaniahu ha sido acusado por excorreligionarios y antiguos colaboradores de derecha y centroderecha de haber utilizado el estallido bélico para desplegar otro tipo de autodefensa: la personal. El recrudecimiento de la represión a los palestinos en Jerusalén y el lanzamiento de los primeros cohetes de Hamás, el lunes 10, coincidió con el inicio de lo que, hasta entonces, se creía que sería su última semana como primer ministro, tras 12 años ininterrumpidos de gobierno. Incapaz de formar una coalición estable desde 2019, procesado recientemente por delitos de corrupción, fraude y abuso de poder, que le podrían significar más de diez años de prisión, y con su popularidad en caída libre, Netaniahu había quedado relegado a contemplar cómo su exministro de Finanzas y hoy líder de la oposición, el centroderechista Yair Lapid, así como el resto de sus numerosos adversarios negociaban entre sí la composición de un inminente gobierno «del cambio».
Al menos hasta la semana pasada, el grado de fractura de la política parlamentaria israelí era tal que, como parte de la intrincada ecuación necesaria para desalojar a Netaniahu, los partidos judíos opositores debían sumar un apoyo insólito e inédito: el de los cuatro diputados del partido árabe-israelí de derecha Ra’am, una formación islamista que comparte linaje ideológico con los Hermanos Musulmanes y con el propio Hamás. Tras las últimas elecciones, este pequeño partido se ha transformado en la gran vedette de las negociaciones, dispuesto a aliarse tanto a Netaniahu como a Lapid. El estrepitoso fracaso del primer ministro en su intento de formar un nuevo gobierno en abril parecía asegurar que Ra’am finalmente daría su apoyo a Lapid y los suyos. De acuerdo a The Times of Israel (13-V-21), el líder de la oposición se aprestaba a anunciar oficialmente, la noche del lunes 10, que tenía los respaldos necesarios para nombrar a un nuevo premier.
Fue entonces, a último momento, que a Netaniahu «lo salvó la campana», en palabras de su exasesor Aviv Bushinsky. En declaraciones al Financial Times, Bushinsky dijo que, antes de los cohetazos de Hamás, al primer ministro «ya no le quedaba ninguna carta por jugar». «Tiene suerte, mucha suerte», agregó (Financial Times, 17-V-21). No es para menos: con las balas policiales en Jerusalén, los enfrentamientos entre árabes y judíos en las ciudades de Israel y los proyectiles de Hamás alumbrando el cielo de Tel Aviv, no solo Ra’am se vio obligado a suspender cualquier negociación política, sino que los mayores aliados de Lapid en la derecha judía corrieron a abrazarse a Netaniahu. Sus líderes anunciaron entonces que cualquier cambio de gobierno quedaba «absolutamente descartado» mientras durara la conflagración. Son tiempos, aclararon, de «unidad nacional».
Molesto con lo sucedido, Lapid deslizó un par de insinuaciones en su cuenta de Facebook. De estar él en el gobierno, dijo, nadie daría vía libre a extremistas judíos para que «encendieran Jerusalén y, en consecuencia, al resto del país» y «nadie se preguntaría por qué los conflictos siempre parecen estallar cuando es más conveniente para el primer ministro». El exministro de Defensa de Netaniahu y líder de ultraderecha Avigdor Lieberman fue incluso más lapidario en su evaluación de los hechos: «El propósito estratégico de esta operación [contra Gaza] es mejorar la imagen pública del primer ministro. Mientras Lapid tenga la posibilidad de formar gobierno, Netaniahu intentará extender la operación» (Newsweek, 19-V-21). Este jueves, fuentes del propio Likud, el partido de Netaniahu, afirmaron al diario israelí Maariv que existe preocupación dentro del oficialismo de que el primer ministro haya extendido en el tiempo la operación contra Gaza por meros cálculos electorales. «No parece tener deseos reales de erradicar a Hamás. Más bien está dejando en ruinas las relaciones entre árabes y judíos dentro de Israel, mientras galopa hacia una nueva elección con el país como rehén», sostuvieron las fuentes del matutino (20-V-21).
De todos modos, Lapid ha salido a dar su apoyo a las FDI y ha condenado la violencia «terrorista» en Jerusalén y las ciudades mixtas, con la que se quiere «amenazar y dañar al Estado de Israel». Al igual que Netaniahu y como lo hicieran Burman o Weiss, Lapid ha llamado a recuperar la normalidad y la convivencia pacífica en la nación.
DESDE EL RÍO HASTA EL MAR
Es una normalidad poco común esa que hoy añoran algunos israelíes. «En toda el área comprendida entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, el régimen israelí implementa leyes, prácticas y violencia estatal diseñadas para cimentar la supremacía de un grupo –los judíos– sobre otro –los palestinos–. Un método clave para conseguir este objetivo es manejar el espacio de forma diferente para cada grupo poblacional», sostiene un largo informe publicado el 12 de enero por la principal organización de derechos humanos dentro de Israel, B’Tselem, titulado Esto es apartheid, que causó un cimbronazo tanto en el país como en el exterior.
El informe detalla cómo «los ciudadanos judíos viven como si toda esta área fuera un único espacio, con la sola excepción de Gaza». Tras la guerra de 1948 en la que nació Israel, se estableció lo que se conoce como Línea Verde, que separa el territorio que el derecho internacional reconoce como propiedad israelí de lo que se conoce como Cisjordania, la que legalmente correspondería a un futuro Estado palestino. Sin embargo, en el ordenamiento legal israelí actual y desde 1967, la Línea Verde «no significa casi nada» para los ciudadanos judíos, añade B’Tselem. «Es irrelevante para sus derechos o su estatus el hecho de que vivan al oeste de ella, dentro del territorio soberano de Israel, o al este, en colonias que aún no han sido anexadas formalmente a Israel», señala.
En cambio, los derechos que tienen los habitantes palestinos sí dependen, y mucho, del lugar donde residan. Hay al menos cuatro categorías establecidas por las autoridades israelíes: palestinos que viven en el Israel pre-1967, palestinos que viven en Jerusalén Este, palestinos que viven en Cisjordania y palestinos que viven en Gaza. Cada una de estas categorías comporta para estas personas un estatus político y paquetes de derechos sociales y económicos muy distintos, «pero siempre inferiores a los derechos garantizados a cualquier ciudadano judío», señala el informe.
Por los Acuerdos de Oslo, Israel transfirió, en la década del 90, algunos poderes civiles a la llamada Autoridad Palestina. Esta los ejerce en un conjunto discontinuo de 165 islotes territoriales que sumados representan solo el 39 por ciento de Cisjordania. El restante 61 por ciento está a cargo de una administración militar israelí. Pero incluso dentro de sus islotes, la Autoridad Palestina «está subordinada a Israel y solo puede ejercer sus limitados poderes con el consentimiento israelí», apunta B’Tselem. De Gaza, en tanto, Israel retiró a su personal militar y evacuó a los colonos judíos en 2005, pero mantiene un férreo control sobre ese territorio desde fuera, incluyendo un bloqueo que lleva ya 15 años. Jerusalén Este fue anexada en 1980 a Israel, aunque los palestinos que viven allí no son considerados por la ley como ciudadanos israelíes, como sí lo son los 1,6 millones de palestinos que viven el Israel pre-1967. En los hechos, recuerda el informe de la organización de derechos humanos, es el gobierno de Israel el que tiene la última palabra sobre las vidas de los 6,8 millones de palestinos de estos cuatro territorios, aunque la inmensa mayoría no tenga derecho a votar por él.
Hay cuatro grandes métodos de control y dominación, dice además B’Tselem, que permiten a Israel imponer y reproducir su sistema de apartheid. Dos son implementados en toda el área que va del Mediterráneo al Jordán: control migratorio y robo de tierras. Los otros dos son aplicados, más que nada, en los territorios ocupados de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este: restricciones al movimiento de los palestinos y denegación de sus derechos políticos. El informe recuerda que, «en toda el área, es Israel quien tiene el poder exclusivo sobre los registros de población, el reparto de tierras, el padrón electoral y los permisos para viajar, entrar o salir de cualquier zona».
Cualquier judío en el mundo, por el simple hecho de serlo, así como su familia, pueden inmigrar a Israel en cualquier momento (incluso a las colonias en Cisjordania, consideradas ilegales por el derecho internacional) y recibir de forma casi automática la ciudadanía y los derechos que vienen asociados a ella. En cambio, «los palestinos que viven en el extranjero no pueden inmigrar a ningún sitio comprendido entre el Mediterráneo y el Jordán; ni siquiera si ellos, sus progenitores o sus abuelos nacieron y vivieron allí», con contadas excepciones para algunas uniones matrimoniales con personas ya residentes y una posterior aprobación expresa de las autoridades israelíes. Tampoco es nada fácil para un palestino que ya reside en el área mudarse dentro de ella. Debe contar siempre con autorización israelí, que, por lo general, le es negada en los casos en que la mudanza pueda significarle un «ascenso» dentro de las cuatro categorías reservadas a los palestinos, apunta B’Tselem. También si quieren irse al extranjero, por la razón que sea, los palestinos deben contar con el permiso de Israel.
«Israel practica una política de judaización del territorio, basada en la idea de que la tierra es un recurso destinado casi exclusivamente a beneficiar al público judío. La tierra es usada para desarrollar y expandir comunidades judías ya existentes y construir nuevas, mientras los palestinos son despojados y acorralados en pequeños enclaves sobrepoblados», afirma la ONG, que detalla cómo las leyes imponen severas limitaciones a la adquisición de permisos de construcción incluso a los palestinos que tienen la ciudadanía israelí, quienes ascienden al 20 por ciento de la población del Israel pre-1967.
Existe, además, en Israel una ley que permite a los municipios, bajo el alegato de «incompatibilidad cultural», rechazar solicitudes de ciudadanos palestinos de Israel que quieren mudarse a sus jurisdicciones. «Oficialmente, cualquier ciudadano israelí puede mudarse a cualquier municipio o ciudad del país; en la práctica, solo el 10 por ciento de los palestinos con ciudadanía israelí que se lo proponen consiguen hacerlo. Aun así, frecuentemente se ven relegados a barrios marginales con acceso limitado a servicios […] o son objeto de prácticas discriminatorias en la compraventa de bienes raíces».
SOSTENER LA ILUSIÓN
Hay más: justicia militar israelí para los detenidos palestinos, un muro de 700 quilómetros de largo, una red de carreteras exclusivas para judíos, discriminación laboral, limitaciones severas a la libertad de expresión, proscripción de organizaciones políticas, sociales y culturales que no sean del agrado del gobierno israelí, instigación racista de parte de las autoridades. El informe de B’Tselem se extiende registrando un complejo y sofisticado sistema de apartheid. Un sistema que, sin embargo, ya venía siendo documentado desde hace décadas.
Es que esta no es la primera vez que una entidad dedicada a la protección de los derechos humanos acusa a Israel de cometer el crimen de apartheid tal como lo tipifica el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional: en 2009, fue el Consejo de Investigación de Ciencias Humanas de Sudáfrica; a partir de 2010, el relator especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para los territorios palestinos, Richard Falk; dos años después fue el turno del Tribunal Russell sobre Palestina; algo más adelante, del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU; en 2017, haría lo propio la Comisión Económica y Social para Asia Occidental de Naciones Unidas. Unas ocho organizaciones palestinas de derechos humanos habían enviado en 2018 un informe profusamente documentado al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en el que acusaban a Israel de cometer apartheid y apuntaban básicamente a las mismas prácticas que denuncia B’Tselem. Este último mes, en tanto, se ha sumado a la lista la ONG internacional Human Rights Watch con su propio informe en la materia.
Lo nuevo, sin embargo, es que una organización de prestigio internacional, pero de origen israelí, con integrantes y directivos judíos israelíes realice ese diagnóstico y ponga en negro sobre blanco la insidiosa palabrita de origen holandés. Hasta ahora, el consenso entre la izquierda sionista, los medios y los organismos de derechos humanos que se mueven en su órbita era que existían algo así como dos países claramente separados: uno ubicado dentro de las fronteras previas a 1967, una nación con sus problemas, sí, pero modélica y de avanzada (la «única democracia de Oriente Medio», «el vergel en el desierto»); y otro, ajeno y lejano, sometido a una ocupación militar supuestamente transitoria, los «territorios».
Algunos organismos israelíes de derechos humanos habían llegado a decir que sí, que en los «territorios» había apartheid, es verdad, pero que eso no era el Estado de Israel, era otra cosa, adosada a él, pero de algún modo separada. «No es difícil argumentar que las acciones de Israel en Cisjordania equivalen al crimen de apartheid. Después de todo, allí israelíes y palestinos de un mismo territorio están sujetos a dos sistemas legales diferentes. Se los juzga en cortes distintas –una militar, otra civil– por el mismo crimen cometido en la misma calle», afirma el periodista judío-estadounidense Nathan Thrall en su último ensayo en la London Review of Books (21-I-21). Lo que resulta problemático para la izquierda y centroizquierda israelí –así como para sus simpatizantes en muchas partes del mundo– no es tanto criticar esa ocupación como aceptar que es apenas una parte de un régimen no democrático mayor, uno que va del Mediterráneo al Jordán, al decir de B’Tselem. «La ficción de los dos regímenes», sostiene Thrall, «del Israel democrático bueno» y de la «ocupación provisoria mala […] permite a los sionistas liberales promover una solución políticamente correcta de “dos Estados” basada en las fronteras pre-1967, mientras evitan el remedio más justo, que demanda reconocer que el Estado de Israel se extiende por todo el territorio bajo su control». Ese remedio, advierte el periodista, «requeriría no solo poner fin a la ocupación, sino también a la discriminación étnica en toda el área». En su lugar, la izquierda sionista «busca asegurarse de que Israel se mantenga como el Estado de una mayoría judía, un Estado que pueda continuar otorgando a sus ciudadanos judíos tierras y derechos que niega a la minoría autóctona palestina».
Ni que hablar que eso es lo que busca también, aunque con otros métodos, la derecha sionista, que es hoy la que domina –ya sea en la versión de Netaniahu o en la de Lapid– la política israelí y es quien marca la pauta del debate público en el país. Consultada por el periodista de la BBC que la entrevistaba, acerca de si ella alguna vez se había puesto a pensar en cómo sería la vida en Gaza, Burman respondió: «No, no realmente. No es algo que pase por mi cabeza muy a menudo. Tengo suficiente de qué preocuparme aquí. Lo único que me preocupa de Gaza es que Hamás nos está disparando y se esconde en escuelas y hospitales. Pero ¿como maestra? No, para nada».