—En noviembre ganó el premio Humboldt a la trayectoria académica, otorgado por la fundación alemana Alexander von Humboldt; ¿qué beneficios supone para su trabajo?
—Dos cosas a destacar es que fui postulado a este reconocimiento por la colega Merike Blofield, directora de estudios latinoamericanos del instituto GIGA [German Institute for Global and Area Studies; en español, Instituto Alemán de Estudios Globales y Regionales], de Hamburgo, y que, si bien recae en mi persona, es fruto de muchos años de trabajo conjunto con investigadores y técnicos de distintas áreas de nuestra Universidad de la República. Respondiendo a tu pregunta, este premio es interesante porque abre la posibilidad de visitas académicas y proyectos de investigación con colegas de la Unión Europea y, sobre todo, Alemania, y lo siento como una validación de mis afanes por integrar distintas disciplinas sociales al pensamiento en torno al desarrollo. Dedico especial atención a una de las esferas menos estudiadas e integradas en los temas del desarrollo, que es la de las dinámicas familiares; la familia y sus transformaciones son una unidad clave de asignación de recursos, coordinación de personas y producción de bienes y servicios.
—¿Qué información aportan tus investigaciones sobre la familia uruguaya?
—Hay un proceso secular, de larga data, de disminución de la nupcialidad, aumento de la divorcialidad, aumento de la unión libre con respecto a formas de nupcialidad tradicionales y formalizadas, aumento de familias monoparentales y predominancia de las monomaternales, es decir, con jefatura de hogar a cargo de una mujer. También familias ensambladas o reconstituidas, en las que uno o ambos integrantes de la pareja comparten hijos concebidos previamente. Sumado a todos estos elementos, la incorporación desigual de la mujer al mercado laboral intensificó el proceso de transformación de la esfera familiar que Uruguay viene experimentando desde la salida de la dictadura y que sigue sin ser reconocido y asistido en forma adecuada por las otras tres esferas, a saber, Estado, mercado y sociedad civil. Esta situación incrementa la vulnerabilidad de, básicamente, dos poblaciones: las mujeres con menor nivel educativo y escasos recursos económicos, y la infancia. Si no logramos redefinir el contrato de género y el intergeneracional, perpetuamos el riesgo para estos sectores, que en los indicadores siguen mostrándonos que tenemos feminizada e infantilizada la pobreza, en un país, además, que empieza a envejecer y a ingresar a una etapa demográfica en la que las tasas de dependencia aumentarán, lideradas por adultos mayores y con cohortes de niñas y niños cada vez más pequeños, que serán la población activa del futuro. Otro componente de este escenario está vinculado a las tasas de fecundidad: cuando la mujer aumenta sus credenciales educativas y gana control sobre su cuerpo y sobre la función reproductiva, pero no accede a mejores oportunidades laborales y de realización de proyectos de vida debido a las cargas que el sistema le impone en materia de cuidados, la fecundidad tiende a disminuir drásticamente. Y cuando el Estado no asume el desafío de lidiar con estas transformaciones de la esfera familiar, desembocamos en la subinversión y el sesgo negativo de las políticas públicas hacia la infancia y las mujeres en edad activa y procreativa.
QUE NO DECAIGA
—Junto con un equipo de especialistas de la Facultad de Ciencias Sociales y de Psicología está asesorando al Grupo Asesor Científico Honorario; ¿cuánto retrasa la pandemia la posibilidad de revertir esa falta de contención estatal de sectores vulnerados?
—Uruguay llega a la pandemia con un stock de resiliencia social y de dispositivos de protección estatal que lo despegan, para bien, en América Latina. Pero esa reserva se agota y hay que pensar en cómo recomponerla, teniendo en cuenta, por otro lado, que, a pesar de indudables avances, Uruguay no escapa a su pauta histórica de problemas estructurales vinculados a la vulnerabilidad de las mujeres, niñas, niños y jóvenes de sectores socioeconómicos medios y bajos. Si uno mira el esfuerzo fiscal que en general y per cápita fue aplicado al seguro de desempleo y por enfermedad, ve que es muy superior al que se destina, per cápita, a la población vulnerable no formalizada. Esta mitigación desigual del daño –más robusta para los sectores laboralmente formalizados que para los de menores ingresos– explica, entre otros factores, que tengamos 100 mil nuevos pobres y que la pobreza se haya expandido e intensificado. Se requieren esfuerzos adicionales del Estado para proteger a esta población.
—La educación está volviendo, progresivamente, a la presencialidad; ¿allí hay margen para atenuar la hemorragia de resiliencia social?
—El principio de que la escuela debe ser lo último en cerrar y lo primero en abrir está inspirado en la cronosensibilidad y en las características no monetizables de los servicios que prestan dos actividades neurálgicas: salud y educación. En la educación ya verificamos que la presencialidad es insustituible –más allá de estrategias que la hibridan con la virtualidad– y en la salud, que si no diagnostico un cáncer de cuello de útero a tiempo, es muy difícil, después, revertir ese tipo de daños. Volviendo a las cuatro esferas, vemos que los Estados, en general, tienden a sobreestimar los costos que un shock exógeno como la pandemia produce en las actividades monetizables y el equilibrio fiscal, y a subestimar los que ocasiona en familias y comunidades. Otra vez, es necesario que el Estado asuma esfuerzos extra para sostener la educación y la salud en su calidad de servicios públicos tan esenciales como la seguridad; a nadie se le ocurre, por ejemplo, cerrar la Policía para reducir la movilidad. Creo que la educación, en Uruguay y el mundo, fue una variable de ajuste de las estrategias para enfrentar al covid y esa es una opción que genera costos muy complicados de mitigar. Y todas las medidas urgentes que estimo que nos ayudarían a enfrentar esta situación pasan por un compromiso fiscal más aguerrido. Hay una serie de herramientas que el gobierno utiliza –asignaciones familiares, Tarjeta Uruguay Social, canastas alimentarias, jornales solidarios, exoneraciones impositivas, postergación de pagos– que son adecuadas pero insuficientes. Sería bueno respaldarlas con un refuerzo fiscal eficiente en términos de cobertura, despliegue territorial y duración. Cabría sumarle, también, el diseño de una estrategia para los próximos dos años, por lo menos, centrada en un pacto fiscal y político que permita aliviar las heridas que dejará la pandemia y recomponer y recuperar áreas como la salud y la educación. No veo, en este momento, un clima político o discursos del aparato estatal que apunten en esa dirección, en un marco, además, en el que Uruguay está requiriendo, hace tiempo, reformas estructurales de su seguridad social, sus empresas públicas, su competitividad, su costo país y demás. Nada de esto tiene que ver ver con una mejor o peor respuesta al covid, sino, a mi criterio, con la política fiscal conservadora que el gobierno decidió adoptar. Otros países, en contraposición, apostaron a aumentar el déficit con tal de apuntalar dispositivos de protección social de los más indefensos ante la pandemia. Creo que aún tenemos margen para una medida de ese estilo si quienes toman las decisiones comprenden que el agravamiento de la vulnerabilidad de mujeres, niñas y niños produce impactos socioeconómicos tan importantes como los que podría acarrearnos un desequilibrio fiscal.