Gustavo tocaba el tambor piano –el más grave de los tres que se usan actualmente–, que tiene un ritmo con una parte fija y otra improvisada, y pasa de una a otra sin que se pueda definir con precisión en qué instante lo hace. Es lo que se llama repicar: cuando el tambor está improvisando, está repicando. Bueno, tal vez, si uno tuviera que descubrir el candombe a partir de un solo tambor, el piano sería el más indicado: se podría decir que contiene a todos los demás. Los pianos de Ansina repican mucho y están en permanente diálogo entre sí y con los repiques, que alternan sus intervenciones con la clásica madera: esos golpes del palo contra las duelas del tambor, que marcan una clave o distintas variaciones.
Hablé con varios de sus colegas tocadores –Álvaro Salas, Eduardo Malumba Giménez, Fernando Hurón Silva, Carlos Boca Ferreira–, y con Jaime Roos, en varias de cuyas grabaciones participó. También con Diego Azar, uno de los músicos que más han trabajado la interacción de otros instrumentos (bajo, guitarra, tiple) con los tambores.
Malumba nos da una visión emotiva: «Era una persona que admiraba, me acuerdo… No sé qué edad tenía cuando mi viejo llevó a casa un disco y me nombró los tambores: Alfredo Ferreira al repique, Gustavo al chico y él –mi viejo– al piano. Un día, sentados en un bar, charlando, dice: “Vamos a salir en una batea corta, pero vamos al piano tu viejo, vos y yo”. Y así era que cada tanto nos encontrábamos, tocábamos juntos en algún carnaval, con Marabunta, en varias ocasiones más, en homenajes, en el memorial de la placa de Ansina. Siempre teníamos una linda relación. El papá y la mamá eran muy amigos de mi familia. No sé, muchos recuerdos. Son las cosas que me quedan».
Otro que responde visiblemente conmovido es Salas: «Nos criamos juntos en Tacuarembó y San Salvador. Yo vivía arriba y él, abajo. Imaginate que la niñez la cursamos muchos años. Fue un referente muy fuerte acá, en Barrio Sur y Barrio Palermo. Y, si se quiere, en el arte, a lo que estamos refiriéndonos, el arte afro, o el llamado candombe, el tambor, que tiene su firma, como la de todo buen talentoso. Gustavo era un adelantado en la postura de su toque, en el piano. Amalgamaba mucho con el bombo [el bombo era el cuarto tambor del candombe, el más grave, hoy en desuso]. Y después dejó mucha sapiencia, mucho para aprender: que no se usa el mismo toque en la calle que encerrado, y eso es lo que tiene el tambor».
El Boca Ferreira recuerda: «En un tema que yo grabé, que se llama “Gaviolando”, estábamos en los teclados el Hugo [Fattoruso] y yo, y en los tambores, el Hurón (repique), Gabriel Ferreira (chico) y Gustavo (piano). Y le digo a Gustavo: “Mirá, es una especie de milongón”. Y Gustavo me mira y me dice: “Boca, nosotros no hacemos milongón. Si querés, andá allá, a Cuareim”. Ta, la cosa es que al final me puse a tocar, y en una me para y me dice: “Ahí, en esa parte, ¿podés apurarla un poquito? Entonces, es milongón hasta ahí y después le damos un tinte de Ansina”. Ahí estaban en su salsa y los escuchabas conversar y todo eso».
Diego Azar dice: «Yo a Gustavo le debo tanta cosa… Lo que aprendí de él es inimaginable. Marcó mi manera de ver la rítmica desde siempre. Su tambor piano definió mi toque de viola. Me marcó cómo apoyaba las notas. Él tenía una apoyatura especial. No sé cómo explicarlo… Es como un caminar medio rengo».
Roos me envió algunas frases que revelan el respeto enorme que le tenía a Gustavo como músico: «No se me ocurre nada original, nada que te pueda servir; solamente elogios y admiración. Lo conocí bien como músico, pero no realmente como persona. Era un tipo muy tranquilo, sonriente, enorme tambor piano. Con su hermano Edison, el Palo Bombo, comandaba las llamadas de Ansina. Y ellos, junto con el Hurón Silva, son una de las mejores cuerdas que escuché en mi vida».
Dejo para el final fragmentos de una entrevista al Hurón, que es de los que más tocaron con Gustavo.
—¿Se pierde algo cuando muere un tocador?
—Yo creo que sí. Los toques, muchas veces, se copian o se intentan copiar. Pero no es una copia fidedigna de lo que era, porque el toque también va en el sentimiento que le pongas. Y no digo que el que copia no pueda tener sentimientos. Acá, con Gustavo, se pierde un swing, un swing mágico que él tenía. Me acuerdo de oír decir que revolucioné el asunto del repique, por los rulos y todo eso. Pero ¿quién era el que obligaba a eso? Gustavo. Pero sin decírtelo, ¿eh? Sin decírtelo. Porque él te daba la pauta. El tuco lo tenía él. Él me hacía una moña, y definí.
—¿Puede haber humor en el toque del tambor?
—Sí, sí, sí. Gustavo te lo hacía. Y en otros casos yo lo chisteaba a él. Lo traía de atricota [desde la fila siguiente, en la formación] y lo buscaba, hasta que él se daba vuelta y yo le decía: «¿Y? ¿Qué vas a hacer?». Y me reía. Gustavo tenía mucha música. Uno podía estar distraído, acompañando a un cantor, por ejemplo, pero él se encargaba de hacerte sentir cuándo tenías que entrar.
—Y si estás distraído, ¿qué parte de vos escucha esos golpes que te avisan que te toca a vos?
—Ja. Gustavo muchas veces me decía que yo escuchaba con el corazón.
—¿Cuán distinto es tocar acompañando a un cantor?
—Bueno, depende. Antes se acompañaba a un cantante solo con tres tambores y se dejaba lugar a la voz, a los solos de este o aquel. Hoy tocan de a seis y le pasan por arriba a todo el mundo. Y hoy está eso de hacerse ver, porque hay que vivir del arte. Ni Gustavo ni yo vivíamos del arte: los dos trabajábamos en el puerto. Él no tocaba el tambor para vivir. Hay mucha juventud que está mintiendo descaradamente, y yo a veces ya ni me preocupo por aclararles nada.
—¿Por qué se dice por ahí que era de los últimos caciques?
—Gustavo no era un cacique en el sentido de ‘el que manda’. Era un líder natural, en todo caso. Los caciques eran tipos que tenían contactos, que conseguían la guita. De repente, ni tocaban el tambor, pero mandaban. En ese sentido se suele usar la palabra. Gustavo ordenaba, escuchaba y era respetado por todo lo que sabía. Yo no le llamaría cacique a eso. Si tenés seis filas de tambores y vas allá atrás (en general, a los peores los mandan atrás), no escuchás lo que están tocando adelante. No lo escuchás. Pero Gustavo –a mí me pasaba a veces, no lo niego– estaba tocando en primera fila y, de repente, se daba vuelta y le decía a uno que venía por allá atrás: «Estás cruzado». Pero de ahí a ser dictador o de mal carácter, no, para nada.
—Mirá, cuando yo empecé a oír hablar de ustedes, siempre me los pintaban como unos tipos malísimos…
—Sí, he escuchado eso. Pero nada que ver. Ni yo ni Gustavo. En general, somos gente dócil, amable. ¿Vos sabés de alguien a quien yo le haya pegado?
—Capaz que no precisás.
—¡Claro que no! ¡Si yo te miro y ya sabés!