—Tanto en La tienta, de 2007, donde abordabas el discurso testimonial en diálogo con la escritura de la intimidad y a través de un lirismo extremo, como ahora, en la prosa expansiva de Broella, acudís a tradiciones reconocidas en distintos espacios culturales. En lenguaje taurino, la tienta es una lidia en la que se somete a los animales a pruebas muy duras. Broella es el nombre de una antigua ceremonia que involucra a la gente de mar. En ambos textos, la subjetividad y la escritura dialogan con prácticas rituales. ¿Qué camino te conduce hasta ahí?
—A las ceremonias llego por dos caminos: la experiencia –mía o de otros– y los libros. En mi experiencia hubo un tipo de ceremonias muy gozosas y muy intensas, con elementos bucólicos y naturistas. Soy montevideana, pero una parte de mi familia, incluido mi abuelo, vivía en el campo y era religiosa. Allí, en mi niñez y adolescencia participé en esas formas festivas de comunión con la naturaleza y con lo trascendente. Había una separación neta entre los días laborales y ese atardecer del viernes en que el trabajo terminaba para todos, humanos y animales. Me parecía que los caballos también sabían que era viernes y cuando los desensillábamos salían a los saltos de puro felices. Después íbamos a la habitación cuya puerta daba a la puesta de sol. Una oración sencilla y un canto. Había otras pequeñas ceremonias en la mesa, al agradecer los alimentos, la presencia y la salud de cada uno. Se celebraba si en medio de la seca empezaba a llover. Si la cosecha había sido buena. Si había nacido un ternero o un potrillo.
—Una perspectiva simbólica tiene el rango de ritual cuando invoca y reitera algo que no se quiere olvidar. ¿Cuál fue el aporte de los libros?
—A lo largo de los años, volví sobre esas cosas con distintas preguntas. Preguntas que también se formularon esos autores que son mi cofradía, a los que vuelvo una y otra vez: Homero, J. G. Frazer, Víctor Turner, Nicole Loraux, el Popol Vuh, Hélène Cixous, Pascal Quignard, Daniel Vidart. Se trata del deslumbramiento ante las transiciones de la vida. Una fiesta para recibir los primeros frutos de una cosecha: el cierre de la escasez y el comienzo de la abundancia. Y de la necesidad o deseo de darle cierre a ese continuo. Toda ceremonia es una ceremonia de cierre. Aun las ceremonias de pasaje. La primavera cierra el invierno como la pubertad cierra la infancia. Solo se trata de abrir los ojos y los sentidos, de darse el tiempo para la contemplación de toda esta maravilla. De lo único que no tenemos experiencia es de la muerte, por eso ha ocupado siempre un lugar privilegiado en la mente humana. ¿Qué otra cosa que la preocupación por el pasaje del mundo real a otros estados, al ignorado mundo del más allá, es la Odisea? ¿O las historias de la navegación de los moleneses por el otro mundo (Joseph Cuillandre) o la Divina comedia?
—Las referencias a la muerte y las ceremonias de pasaje y aun de cierre han sido pródigas en todas las civilizaciones y culturas. La literatura es una de las formas discursivas preferidas para representarlas, ¿te preocupan más las transiciones que la misma idea de la muerte?
—Hay una creencia generalizada en una transición, en un pasaje. No se pasa de vivo a muerto así nomás. Pensemos en la idea de purgatorio, en las almas en pena, en la Santa Compaña, en la necesidad de cumplir y acabar con las cosas que el difunto dejó pendientes. En mi interés por las ceremonias y rituales hay también un echar en falta ese plus de comunidad silenciosa que implican. El ruido actual, la comunicación compulsiva –«cada vez más rápido, cada vez más global»– ocultan y a veces destruyen esa intensidad festiva que surge del demorarse en contemplar los pasajes, las transiciones, lo que tenemos en común algunos humanos con otros humanos sin necesidad de lenguaje; y lo que tenemos en común con todo lo vivo. Las cosas, los objetos inanimados están ahí, indiferentes, para recordarnos la duración, el tiempo. Esos son los múltiples caminos que me llevaron a dialogar con algunas prácticas rituales.
ESPACIO FEMENINO
—Broella cuenta la historia de Marina, una mujer que nació en Florida en 1900, vivió una infancia feliz en el campo, se casó a los 15 años y tuvo cinco hijos. Cuando decide abandonar al marido, no imagina lo difícil que será sobrevivir con esa prole en la ciudad, sola y semianalfabeta. La narración acompaña las diferentes etapas de aprendizaje de esta mujer audaz y perseverante que construye su identidad con vocación de libertad. No sé si la invención domina tu novela, pero, al leerla, tuve la sensación de que, en parte, la ficción podría inspirarse en tu historia familiar. ¿Hay algo de eso?
—Broella es ficción, pero escribo de lugares, de barrios que conozco, de familias como la mía, de personajes como hombres y mujeres que conozco. Marina se inspira en mi abuela, sí, ¡pero qué puede saber una de su abuela! Marina es ficción. Es mi abuela inventada y es otras abuelas que conocí. Cuando pensé en Marina, en su aspecto, en su manera de hablar, me sentí desafiada por Agota Kristof. Pensé que Marina tendría que hablar como sus personajes –los niños Claus y Lucas–, que pensaban: «Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas, es mejor evitarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo…». Lo intenté, pero no me salió muy bien y finalmente Marina decidió que su voz sería esa especie de tercera persona que funciona casi como primera, porque solo emplea palabras y conceptos manejados por ella misma.
—Entre los personajes masculinos, Ángel, uno de sus hijos, se distingue porque en los capítulos que le conciernen narra en primera persona y cambia la tipografía.
—Con Ángel el desafío fue distinto. Empezó hablando como el personaje de Bora Ćosić, un niño que cuenta las cosas más terribles con el tono de una redacción escolar, pero Ángel resultó ser muy carismático y dispuesto a tragarse a los demás personajes, así que, después de una amorosa lucha, chau Ćosić. Ángel aparecería solo de vez en cuando. Hay también algún personaje construido, reconstruido con mucho amor a partir de recuerdos, de cartas, de relatos de amigos. En suma, en la novela hay contextos reales, hay ficción y hay homenaje.
—Los personajes femeninos centrales suman su grano de arena a la conquista de los derechos de las mujeres. Marina inicia su trayecto dentro de los parámetros sociales del mundo doméstico y patriarcal que, a comienzos del siglo XX, dictaban la vida en el campo uruguayo. Pero pronto comienza a perfilarse como una luchadora. Funciona de manera especular con otros personajes femeninos de la novela, en especial con Celina, pero no exclusivamente. ¿Cómo fue la experiencia de construir tantos personajes femeninos diferentes?
—Esa diversidad de las mujeres de la novela refleja la diversidad objetiva de las mujeres en la vida. Los personajes de Broella se mueven sin guías teóricas y sin comprensión –en sus primeras etapas– de formar parte de un colectivo. Hacen el camino que hicimos casi todas las mujeres de generaciones anteriores: primero la práctica, luego el reconocimiento de algo común en otras, luego la teoría como forma de nombrar la experiencia. Marina se rebela muy temprano contra el maltrato, está sola en el campo, no se pregunta siquiera si a otras les sucede algo similar ni por qué. Pero su acto de libertad la mueve con una vaga noción de autodefensa que incluye a sus hijos.
—Más adelante habrá un gran cambio…
—Su primera noción de algo colectivo que la involucra se da cuando entra en contacto con las mujeres argentinas que buscan a sus hijos. A su nuera le pasa algo similar. Ellas no tienen conceptos para nombrar lo que viven, no piensan en patriarcado ni en emancipación. Sus nietas van más rápido. Empiezan reconociéndose como parte de los potentes colectivos mixtos del 68, con prácticas más independientes, pero todavía sin discriminación entre las distintas rebeldías: políticas, sexuales, culturales. Podía convivir, por ejemplo, una radicalidad política revolucionaria con una sumisión a los papeles más clásicos en materia sexual o de autonomía económica.
—El último capítulo muda el escenario, salta en el tiempo e incluye a otras mujeres.
—La mujer anciana del último capítulo, Rozenn, vive en Eusa, una isla que en tiempos no muy lejanos vio diezmada su población masculina –de marinos en un océano que alimentaba y mataba–, al punto de que era conocida como «la isla de las mujeres». Estos personajes conviven con personajes masculinos diversos también, algunos odiosos, otros muy queribles. No brillan tanto sus proezas habituales en la literatura, tal vez porque aquí están mirados desde el punto de vista de las mujeres. Se ve distinta la tierra mirada desde el punto de vista del mar, como dice Quignard.
—Marina ve crecer a sus nietas y nietos. Con dos de las niñas –que nacen en Montevideo en los años cincuenta– teje un lazo poderoso. Pensé en ti y en tu hermana Cecilia. La palabra broella funciona como el signo secreto de una novela cuyo subtítulo es La ceremonia imposible. ¿Necesitaste acudir a la ficción para narrar en clave el destino terrible de Cecilia?, ¿tu propia historia?
—La palabra broella aparece en la primera página del libro, en el epígrafe de Cuillandre.2 Y eso es así no solo para iluminar un poco la palabra desconocida, sino para tomar posición en una vieja polémica respecto a la grafía del término. Para algunos, la ceremonia y la cruz implicada se llaman proella, para otros broella. Y sí, es una especie de signo secreto o hilo de Ariadna del relato. Pero no necesité acudir a la ficción: quise hacerlo. El destino de los desaparecidos no se puede relatar de otra manera que en clave, puesto que no sabemos nada. El camino de la escritura es paralelo y a menudo perpendicular a otro tipo de abordajes de lo que pudo haber pasado con ellos. Búsquedas, denuncias, juicios, querellas, tribunales, documentos, artículos… La literatura explora otras dimensiones de la desaparición. La incertidumbre, la indefinición, la fusión… Creo que el conocimiento de la historia personal de la autora interfiere en la lectura porque da por sentado cosas que no están en el texto. Y no hay más que lo que está en el texto. La autora no sabe más que lo que saben sus personajes.
—Con el doble de páginas que La tienta, Broella propone un amplio espacio donde se juega su verdad literaria. Por más que el realismo sea siempre un efecto de discurso, leer Broella, que persuade como la narración comprensible y fluida de una saga, alienta la preocupación de pensar cómo se puede hablar de ciertas realidades escribiendo ficción. ¿Qué impulsó este cambio?
—Es un cambio mínimo, solo otra manera de explorar los grandes misterios de la vida y de la muerte, otra manera de contar historias. La novela me pareció más amigable y acogedora para contar una saga que tiene desarrollo, pistas que importan, y admite una lectura morosa en la que se va hacia atrás todas las veces que sea necesario, porque en algún lado debe estar esa pista, esa clave para entender. Y esas pistas tienen mucho que ver con la importancia de las ceremonias y con la capacidad fabulística como vínculo entre generaciones. En Broella hay una abuela que cuenta. En esos cuentos hay una heterodoxia religiosa donde aparece Santa Bárbara y la cruz de broella, pero hay también animales que hablan, seres fantásticos como el ankou, una especie de espectro que cabalga en caballo también espectral. Hay personajes nuevos al final de la novela –¡pecado técnico!– y para entenderlos hay que tener en cuenta algunos antecedentes diseminados en capítulos anteriores. La novela alberga muy bien todo esto.
1. Escritora y periodista, Ivonne Trías nació en Montevideo en 1950. Es autora de La tienta (2007), mención de honor en los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura y del Premio Bartolomé Hidalgo de la Cámara Uruguaya del Libro; también publicó Hugo Cores, pasión y rebeldía en la izquierda uruguaya (2007) y Gerardo Gatti, revolucionario (2012), en coautoría con el investigador en historia política y social Universindo Rodríguez, que fue su pareja.
2. Dice el epígrafe del escritor bretón Joseph Cuillandre: «… sobre la leyenda de la muerte, creo haber establecido con certeza que, en Ouessant (Eusa), es broella la palabra que designa la ceremonia de entierro ficticio de los desaparecidos en el mar».
Lecturas de la historia
Si bien la mayor parte de Broella está atravesada por la historia personal y familiar de Marina y deja los temas políticos afuera, los últimos capítulos, dedicados, como otros, a esas nietas tan amadas a quienes conocemos desde que nacieron, incorporarán a la ficción la experiencia social del terrorismo de Estado: los centros clandestinos de detención, la ausencia de los desaparecidos, la búsqueda tenaz de madres y de abuelas.
Sucede, en muchas ocasiones, que la historia personal de un autor o una autora influye en la recepción de su obra, en especial en circunstancias como las que atravesaron Ivonne Trías y su familia. Es probable que el ejercicio de lectura de quienes conocen los sucesos difiera del de aquellos que nada saben. Ambas experiencias resultan igualmente válidas. En 1972, antes del golpe de Estado, Ivonne Trías fue detenida y estuvo recluida como presa política hasta 1985, la mayor parte del tiempo en el Establecimiento Militar de Reclusión N.º 2, conocido como Punta de Rieles. Su hermana Cecilia, de 22 años, su compañero, Washington Cram González, de 27, y el esposo de Ivonne, Carlos Alfredo Rodríguez Mercader, de 26 años, fueron secuestrados y desaparecidos en Buenos Aires en el marco del Plan Cóndor. El hijo de Cecilia y Washington se salvó porque su abuela materna estaba de visita en la capital argentina. A Ivonne la liberaron en 1985, después de pasar 13 años en las cárceles de la dictadura.1
Sobre la experiencia de la cárcel escribió La tienta, un texto surcado por las tensiones que implica la condición de sobreviviente. Allí apela a la estrategia del fragmento antes que a la progresión del relato que cultiva en Broella. Más que testimonio, La tienta es la indagación de una experiencia límite a través de un lirismo intenso que privilegia los mitos, la opacidad del lenguaje y ciertos símbolos del inconsciente colectivo. Una distancia asociada al extrañamiento que es condición de la escritura literaria y se confirma, con diferentes códigos y otras expectativas, en la ficción explícita de Broella, nuevo espacio simbólico de la ausencia.
Dice la autora en La tienta: «Hay que anotar el rastro, las migas de pan, los hilos en el laberinto. Son los caminos para recuperar el alma, el rostro y la sombra». De estos inventarios, recurridos en el intento de preservar la memoria y acompañar el duelo, toma prestado el título la película de Manane Rodríguez, Migas de pan (2016). En sus distintas modalidades, y desde lenguajes específicos que se respaldan y entrelazan cada vez más, el testimonio, la poesía, la ficción literaria y el cine recopilan retazos de experiencias donde la identidad navega los territorios del recuerdo.
Luego de la amnistía de marzo de 1985, integró el primer colectivo de redacción de Cotidiano Mujer. Fue redactora y luego secretaria de redacción de la revista Posdata. A partir de 1997, formó parte de la redacción de Brecha y fue elegida directora del semanario por el período 2003-2007. Formó parte del consejo asesor –junto con Eduardo Galeano, Mario Wschebor, Marcelo Viñar, Lucy Garrido, Ruben Svirsky, Constanza Moreira y José Díaz– hasta 2014. Después integró el equipo coordinador de la revista Noteolvides, de la Asociación de Amigos del Museo de la Memoria.