Se acaba de cumplir medio siglo de la salida del disco Mediterráneo, del cantautor catalán Joan Manuel Serrat. Sí, suena un poco formal tratarlo de «cantautor catalán», porque Serrat nos resulta muy familiar, casi alguien con el que nos podríamos cruzar en 18 y Yaguarón un miércoles de tarde y saludarlo con un «¿cómo andás, todo bien?».
Grabado en un estudio de Milán, Italia, el octavo disco de Serrat, que por entonces tenía 28 años, es un long play más bien corto: diez canciones, con una duración total que no llega a 34 minutos, todas íntegramente de su autoría, salvo «Vencidos» (aquella que empieza: «Por la manchega llanura/ se vuelve a ver la figura/ de Don Quijote pasar…»), cuya letra es un poema del primer libro de León Felipe, «Versos y oraciones de caminante», casi sin modificar.
«Mediterráneo», «Aquellas pequeñas cosas», «La mujer que yo quiero», «Pueblo blanco», «Tío Alberto», «Qué va a ser de ti», «Lucía», «Vagabundear», «Barquito de papel» y «Vencidos». Repaso la lista y es increíble encontrar tanta calidad –y éxitos– en un mismo disco. Elijan sin condicionamientos la peor canción, la que menos les guste –por ejemplo, «Tío Alberto»– y escúchenla fuera de contexto: siempre será una buena canción, con una melodía agradable, una interpretación perfecta, una letra inteligente con imágenes bien logradas.
Una curiosidad: los comienzos de «Barquito de papel», «Aquellas pequeñas cosas» y –en menor grado– «Qué va a ser de ti» son demasiado parecidos para figurar en un mismo disco. Sin embargo, allí están.
El disco tiene la peculiaridad de contar con tres arregladores: Juan Carlos Calderón, de formación jazzística y que fuera también arreglador de Luis Eduardo Aute y, especialmente, del valenciano Nino Bravo; Gian Piero Reverberi, italiano, pianista, compositor de música para cine y televisión, y el director de orquesta y arreglador Antoni Ros-Marbà –por suerte no está Ricard Miralles, el pianista insufrible de las escalitas agudas veloces y permanentes–. El resultado es un menjunje de pop melódico con orquestaciones normalmente creativas y complejas, aunque también plagadas de lugares comunes y golpes bajos. El disco abre con una nota mi, larga y agudísima, surgiendo gradualmente desde el silencio, acompañada de una percusión muy liviana. Es un comienzo extraño para un disco de este tipo. Es difícil definir a Serrat musicalmente; él hace sus melodías y las canta, pero lo que suena detrás lo inventan otros. Está, claro, emparentado con algunas vertientes de eso que se llama «melódico internacional» en las que, en las grabaciones, un cantor canta sobre una orquesta de mediano porte, que tiene algunos instrumentos de la orquesta clásica –de todo: cuerdas, caños, maderas, algún arpa eventual, en fin, lo que se precise–, más los de una banda pop y cualquier cosa extra que el arreglador estime pertinente, pero siempre en un esquema arreglos con cierta inspiración clásica y sonido moderno ligeramente bailable.
Tales orquestas suelen tener gran plasticidad, como para adaptarse a géneros particulares –con diverso grado de respeto por el original– sin requerir grandes cambios en su integración. En el caso de este disco, he leído varias notas que hablan de un sonido de jazz y bossa nova; si uno pone muy buena voluntad, encuentra en la guitarra de la canción que da nombre al disco algún aire lejanamente bossanovístico, y jazz se puede encontrar, a esta altura, en cualquier cosa. Pero lo que caracteriza a Serrat y lo separa claramente de «los melódicos» son las letras; ya sean poemas ajenos musicalizados o textos propios más típicamente catalogables como letras de canciones, siempre con un piso muy alto de calidad y, a veces, también con un techo altísimo, como ocurre con varios ejemplos de este disco. Por eso se lo relaciona con exponentes de la canción de autor, como Georges Brassens o Jacques Brel.
Los textos de Serrat de esta época eran de carácter costumbrista, pero con planteos existenciales, por lo general incorporados sin conflictos. «Pueblo blanco» sirve para ilustrar esto: allí se describen aspectos de la vida de un pequeño poblado, pero todo tiene una lectura extra, que puede relacionarse con la España de la época o con la vida en general: el final, por ejemplo («pero los muertos están en cautiverio/ y no nos dejan salir del cementerio»), permite esas múltiples lecturas. Otra característica es el hallazgo de imágenes asombrosamente bellas: «A tus atardeceres rojos/ se acostumbraron mis ojos/ como el recodo al camino» («Mediterráneo») es de mis favoritas, con esa especie de lógica absurda: el recodo no tiene más remedio que acostumbrarse al camino, porque forma parte de él; sin camino, no hay recodo. Es una forma muy original de decir que, sin el Mediterráneo, Serrat no sería quien es.
En esta última canción puede notarse, especialmente, la influencia de Rafael Alberti y de su libro Marinero en tierra, pleno de imágenes marinas del mismo estilo de las bellísimas que encontró Serrat para su letra. Compárense estrofas de tres versos como la recién citada o «en la ladera de un monte/ más alto que el horizonte,/ quiero tener buena vista» con «¡Ay mi blusa marinera!/ siempre me la inflaba el viento/ al divisar la escollera». Podría extenderme indefinidamente, pero mencionaré la perfección global, más allá de otros momentos logrados, que se encuentra en textos como el de «Aquellas pequeñas cosas», en el que el cierre («nos hacen que/ lloremos cuando/ nadie nos ve») resume el espíritu de toda la canción, o el de «Lucía», una letra en que cada verso aporta información y belleza por partes iguales, develando poco a poco una historia que nos plantea, ella misma, la mejor duda posible: si en verdad existió.
Musicalmente, sin embargo, Serrat sigue más cerca de lo melódico. Como dije más arriba, los arregladores de este tipo de música deben conocer diversos piques ya viejos y reiterados, pero que hay que saber usar; podrían llamarse golpes de efecto, o sea, determinados gestos musicales –una modulación, un redoble de timbales, una melodía a dos voces hecha por dos flautas o unos acordes cantados por un coro– que significan cosas bastante concretas: en una película, si una joven enojada se separa del grupo y se mete en el bosque y se pierde, y de repente suena un intervalo de segunda menor –dos notas muy cercanas, casi la misma, que rechinan un poco al ser tocadas juntas–, allí, aunque usted no tenga idea de lo que es una segunda menor, sabrá que el monstruo anda cerca o intuirá que algo anda mal. Con las canciones pasa lo mismo. El abolerado la mayor con séptima mayor con que comienza «Aquellas pequeñas cosas» sugiere que algunas de esas cosas perdidas tienen que ver con romances viejos; el quinto grado oscilante (un mi con ínfulas de fa) en «Pueblo Blanco» provoca una inestabilidad que da dramatismo a los finales de estrofa, incluso jugándoles una mala pasada a los que creo que son los versos más flojos de la canción: «Y yo pregunto por qué nace la gente/ si nacer o morir es indiferente». ¿Sonarían flojos si la música no nos estuviera gritando que son tremendamente importantes? Probablemente, no. «Lucía» es otra canción cuyo arreglo adolece de algo de rigidez por su dramatismo –después de todo, es una canción de amor–, lo que lleva incluso a Serrat a cantarlo de una forma más distante. Todos son criterios que se aplicaban hace 50 años y que seguramente siguen vigentes en las propagandas cantadas, y volverán a aparecer cuando la muchachita o el muchachito se pierdan, una vez más, en el bosque o entren en aquella casa abandonada.
Una casa vieja, pero habitada, es este disco, que para tantos de nosotros es un tesoro de vivencias propias y ajenas, reales e imaginadas que vienen de tan lejos, una parte importante de nuestra memoria sonora y, sin exagerar demasiado, de nuestras vidas.