Elsa Andrada traía en su sangre juvenil una personalidad viajera –a los 20 años recorrió el sur de Chile junto con su hermano–, y esa vivacidad interior la llevó a no contentarse con las clases de pintura de Renée Geille Castro de Sayagués Lasso (Montevideo, 1882-1959). Del mismo modo, la inquietud la condujo, en 1943, a la casa del maestro Joaquín Torres García (Montevideo, 1879-1949), en el barrio el Prado, cuya puerta le abrió quien años después fue su esposo y compañero de vida.
Se casó en Montevideo con Augusto Torres (Tarrasa, 1913-Barcelona, 1992), segundo hijo de Torres García y Manolita Piña (Barcelona, 1883-Montevideo, 1994). Entre los críticos hay cierto consenso en que Augusto era tan buen pintor como su padre, en especial en el manejo del color. Sin embargo, pese a su innegable talento, no tenía una actitud avasallante en la creación, sino más bien lo contrario, y de ninguna manera podría decirse que eclipsaba la labor de su esposa. Lo cierto es que Elsa nunca se preocupó demasiado por exponer. Cultivó un perfil de baja visibilidad pública, lo que le permitió desarrollar su actividad con calma y serenidad.
Elsa y Augusto compartieron la vida afectiva y familiar, y la afición por las culturas originarias de América. Tuvieron un hijo, Marcos, que forma parte de la organización de esta muestra y del legado familiar. Juntos desarrollaron un coleccionismo propio de estudiosos y artistas,2 es decir, lo opuesto al coleccionismo carente de criterios estéticos que acumula objetos suntuarios. El arte fue camino y criterio, y a partir de los años sesenta los Torres Andrada vivieron en una casa reformada por el arquitecto Ernesto Leborgne (Montevideo, 1906-1986), quien contó con la sensibilidad de Elsa como guía para diseñar, hasta en los mínimos detalles, los espacios interiores –en especial, la cocina y los baños– y el jardín.
Si bien durante los primeros 20 años en el contexto del Taller Torres García (TTG) no expuso de manera individual ni descolló por sobre sus colegas, tampoco fue opacada por ellos. Recién asimilada al TTG, participó en la ejecución de los murales del Pabellón Martirené, de la Colonia Saint Bois. Pintó El tambo (pintura al aceite sobre muro, 152 por 197 centímetros, 1944), un motivo constructivista simple, casi infantil en su composición, que apela a la imagen de la vaca y la casita con chimenea y techo a dos aguas, y al vocablo leche. Pero este inicio tan modesto es, acaso, anticipatorio de su tendencia posterior a la síntesis más que a una carencia de refinamiento. Su obra se fue decantando lentamente, discurrió sinuosa en el ejercicio paciente de sus habilidades. A fuerza de tanteos y pesquisas, su temperamento se fraguó a fuego lento. Hay artistas que estallan con un despliegue de virtuosismo juvenil y luego se van apagando hasta terminar repitiendo la fórmula de sus primeros éxitos. No es el caso de Andrada, cuya obra progresó en silencio con el paso de los años.
Obtuvo los primeros reconocimientos por su participación en un concurso interno del TTG para un vitraux que se llevó a cabo en un panteón particular en el cementerio de la ciudad de Artigas, obra del arquitecto Cándido Zunín Padilla (Vitral constructivo, 1953). La exposición nos permite cotejar algunos de los proyectos presentados en el concurso (Andrada, Gurvich, Matto) para estudiar las diferentes entonaciones de un mismo motivo religioso en clave constructivista, estilo poco frecuentado por ella. Se sentía más a gusto con los paisajes y las figuras. Algunas pinturas de calles y fachadas de esa época (Paisaje con obra en proceso, citada en el catálogo, página 49) nos recuerdan, por su frescura y su desarrollo tonal, los paisajes citadinos de su amiga Eva Olivetti (Berlín, 1924-Montevideo, 2013).
Las figuras femeninas de fines de los años sesenta (primera exposición individual) y principios de los setenta (Diálogo silencioso, Mujer con paloma, c. 1972) muestran cierta dureza de trazo en los fuertes contornos negros, recurso que funciona con mejor fortuna en Dama enigmática. Figura y ventana (c. 1972), al combinarse con los agigantados ojos negros. En todo caso, con mayor o menor solvencia, se asiste siempre a una pintura que encuentra hondura en la sencillez y la ausencia de retórica. De estas pinturas, Guido Castillo (Montevideo, 1922-Barcelona, 2010) dijo: «Elsa Andrada pinta cuadros de una cualidad que es hoy difícil de encontrar. Esa rara cualidad consiste en que son cuadros pintados de verdad, o sea, en que su valor intrínseco no descansa en otra cosa que en la pintura pura. Es cierto que, en esta pintora, hay una expresión poética muy particular, que se traduce de una manera a la vez entrañable y distante de enfrentarse con las cosas».3 Otro talante tienen sus estudios escultóricos: cuatro variaciones de estrellas (Estrella, Estructura de estrella, Estrella abstracta, Estrella dinámica, todas de 1980), interesantes por su planteo despojado, que habilita, sin embargo, varias entradas a los espacios adyacentes de las piezas de madera, jugando con los vacíos y los círculos contenidos en estas estructuras.
Encontró su lenguaje definitivo hacia los años ochenta, con su serie de pinturas metafísicas. La influencia de Giorgio de Chirico (Volos, 1888-Roma, 1978) es palmaria. Si bien se sirvió de esta idea plástica para pasarla por el tamiz de la estructura torresgarciana, la referencia visual de obras como Construcción onírica (c. 1983) recae en pinturas como Piazza (Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina, 1913). Sustrajo los elementos más anecdóticos de la pintura del italiano, la cuota teatral del onirismo surrealista, para concentrarse en una paleta de colores apastelados y formas arquitectónicas contundentes. Encantan los cielos turquesas, la pincelada suelta. Trabaja siempre una idea del color entonada. Parece que ha dominado la atmósfera de sus paisajes con un delicado lirismo y una fuerte inmanencia de los objetos, como si se hubiera propuesto pintar el espacio latente entre ellos, lo inasible del paisaje (quizás lo metafísico buscado por De Chirico). Es una pintura del sosiego. Una digresión: curiosa es la comparación con otra gran artista del TTG, Rosa Acle (Rio de Janeiro, 1916-Montevideo, 1990), inmersa en una búsqueda espiritual por la misma época que ella, pero con resultados pictóricos opuestos.
La soledad se cierne sobre las estructuras arquitectónicas con aberturas que carecen de celosías, goznes, que son solo espacios huecos por donde pasa esa rara luz del cielo y el mar. En Perspectiva metafísica, de 1995, una botella oscura en primer plano se enfrenta a un horizonte marino más alto que su delgada boca. Allí aparece también una referencia italiana a la pintura de otro Giorgio, Morandi (Bolonia, 1890-1964), cuya única y genial empresa consistió en buscar la luz con sus pinceles. En todo caso, el ejercicio metafísico de Andrada sirve de excusa para colocar unos verdes malvas y el musgo casi gris de las paredes, para sondear en la profundidad plástica de lo simple. Con Arco (sin fecha), obra depurada y sintética, asistimos a la idea de la soledad como única protagonista. En su frugalidad nos recuerda los planteos de Linda Kohen (Milán, 1924); en su síntesis extrema, los de Francisco Matto (Montevideo, 1911-1995).
Nos debíamos esta exposición de Andrada. Su espíritu inquieto y juvenil siguió viajando dentro y fuera de su pintura. De hecho, vivió en Nueva York y Barcelona, recorrió Europa y estuvo en México, Egipto, India y Nepal. Pero el camino de su plástica tuvo un discurrir lento, como si buscara en el silencio y la soledad de esos espacios arquitectónicos desiertos las respuestas a sus preguntas estéticas. Y, ya se sabe, si se le pregunta al silencio, la respuesta será la propia materia del silencio.
1. Elsa Andrada. Una mirada en lo sutil y eterno, con la curaduría de María Eugenia Méndez Marconi, en el Museo Gurvich.
2. Parte de la colección Torres-Andrada se exhibe actualmente en el Museo de Arte Precolombino e Indígena.
3. Texto para la exposición en la galería Syra de Barcelona, 1977, citado en el catálogo, página 133.