Ninguno de ustedes discutió por teléfono con Jack Kerouac. Miguel Grinberg sí. En febrero de 1964 viajó desde Buenos Aires hasta México DF para organizar el Primer Encuentro de los Poetas de la Nueva Solidaridad. Cruzó a pie el puente entre Ciudad Juárez y El Paso, y, tras un fructífero recorrido, tocó la puerta del departamento que Allen Ginsberg tenía en el East Village de Manhattan. Allí, mientras conversaban sobre los temas más peregrinos, comenzó a sonar el teléfono. Ginsberg atendió, dijo dos palabras y tapó el auricular: «Quiere hablar con vos». Miguel levantó el tubo y escuchó la avalancha de injurias. «¡¿Estás loco?! ¡Solo a un demente se le ocurre tratar de organizar la poesía! ¡No se puede ni se debe organizar la poesía!», le gritó Kerouac. Miguel intentó explicarse, pero Kerouac solo seguía gritando. Así durante varios minutos. Un poco descorazonado, revisó las siguientes paradas de su itinerario y siguió adelante. Finalmente, una mañana bienaventurada, encontró una postal en su correo. «Sin rencores. Estuve viendo tu foto en la revista: tenés buena pinta, te va a ir fenómeno. Buena suerte. Jack», decía en el reverso.
Hijo de inmigrantes polacos, Miguel creció entre el perfume de la marroquinería de su padre, la fritura de la radio y los partidos de la Sociedad Hebraica Argentina. «Soy uno de esos porteños a quienes 1955 sorprendió saliendo de la adolescencia. Hubo dos hechos de aquel septiembre que basamentaron mi ingreso a la adultez o, dicho mejor, el comienzo de mi resistencia al mundo adulto: la caída de [Juan Domingo] Perón y la muerte de James Dean», decía. Generacionalmente, Miguel recibió dos rayos: el existencialismo, primero, y el rock and roll, casi inmediatamente después. Siguiendo el hilo misterioso de una revista estadounidense, tuvo una epifanía: el Aullido, de Ginsberg. Miró hacia los costados y no había nadie. El libro no tenía traducción, así que decidió tomar el toro por las astas. ¿Cuán difícil podía ser armar una revista?
Acompañado por cófrades como Antonio dal Masetto, Miguel lanzó el primer número de Eco Contemporáneo en 1961. Mientras la revista abría un surco en los bares de la calle Corrientes, comenzó a cartearse con los héroes de la disidencia. Así fue que partió rumbo al norte con una agenda llena de nombres y trabó amistad con tipos como Jonas Mekas. Visitó a Thomas Merton en su monasterio y conversó con Lawrence Ferlinghetti entre las góndolas de City Lights. Se emborrachó con Leroi Jones y en las mesas de los bares escribió decenas y decenas de poemas eléctricos. De pronto, alguien puso una ficha en un jukebox y comenzó a sonar una música extraña. «El contacto sonoro me produjo una intensa taquicardia. Minutos atrás desconocía la existencia de esos chicos de Liverpool, y de pronto se abrían las compuertas del universo y fluían océanos de información trascendental. Lo viví como una señal de bienvenida a un nuevo mundo», recordaba. Cuando regresó de Estados Unidos, se metió en el antro subterráneo de La Cueva y encontró la horma de su zapato. Alquiló el teatro La Fábula y en diciembre de 1966 montó el primer festival del rock argentino: Moris, Tanguito, Bob Vincent, The Seasons, Susana y un oscuro cantautor folk llamado Morgan X (era el propio Miguel). Fue así. Ahora ya saben quién detonó el big bang.
Poco a poco, a través de sus notas impiadosas en La Bella Gente y La Opinión, sus programas radiales e, incluso, su trabajo como productor, agitó y documentó la parábola del rock argentino en tiempo real. Fue el representante rioplatense del Underground Press Syndicate y el responsable –junto con Jorge Pistocchi, codirector del Expreso Imaginario– de uno de los momentos centrales de la contracultura local: los Encuentros en el Parque Centenario. Luego, en el preciso momento en el que quemaban todos los papeles, publicó Cómo vino la mano. No es posible exagerar la importancia de ese libro. En la hegemonía de la dictadura, el tipo se propuso reconstruir el origen y la historia del movimiento sin aflojar ni la punta. Se arremangó los pantalones y se metió en el barro. Las conversaciones con gente como Luis Alberto Spinetta y Moris son brutales, pero Miguel no estaba dispuesto a ahorrarse ningún trago amargo. No sé si eso lo convierte en periodista. No sé si eso lo convierte en crítico. Lo convierte –de esto estoy seguro– en un hombre. Miguel era un self-made man. Pero no en el sentido estadounidense, de construir una fortuna de la nada, sino en el sentido de encontrar la fortuna de ser uno mismo. Era como esos peces que viven en esferas pequeñas y crecen hasta expandir los límites para sentirse a gusto. Bueno, nosotros vivimos en el hueco que nos dejó, pero sabemos que –más tarde o más temprano, como él quería– vamos a tener que inflar el pecho y encontrar nuestro sitio. Ser libres o no ser libres, ese es el beat de la cuestión.
En algún punto de 2008, comencé a trabajar en un libro sobre la escena de cancionistas que se estaba gestando en ambas márgenes del Río de la Plata. Deliberadamente, me propuse usar el mismo formato que Cómo vino la mano: un ensayo introductorio seguido de una serie de entrevistas documentales. No quería esconder las cartas, sino mostrarlas, así que le pedí a Miguel que escribiera el prólogo. Me citó –como siempre– en el bar La Academia y bromeó sobre la posibilidad de iniciarme acciones legales. Era sereno y jovial; diríase canchero. Traté de explicarle la continuidad que encontraba entre aquella escena y el primer rock argentino, pero estaba siendo redundante. Miguel ya sabía. «Todo sigue vivo de alguna manera, como células de un organismo que se recrea sin cesar en el concierto de la humanidad», me dijo.
Frente a una muerte de esta naturaleza, me advierten –con razón– que no conviene hablar de uno. No voy a desoír el consejo, pero creo que contar algunas cosas de mi vínculo con su obra y con el propio Miguel es una forma de hablar por muchos de mis colegas y medir la onda expansiva de su influjo, una manera de hablar de los lectores y los aficionados a sus programas, que nunca fueron meros consumidores, sino activistas. Mucho antes de que aprendiéramos a usar el lenguaje inclusivo, la retórica de Miguel te involucraba y te lanzaba a la acción. No por casualidad uno de sus libros se tituló Somos la gente que estábamos esperando. Por supuesto, un título así puede ser leído como mierda new age. Sin embargo, mucho antes del ascenso vertiginoso de la autoayuda, Miguel ya había abrazado no solo la disciplina de la meditación, sino también las ideas de Gary Snyder sobre la ecocivilización. Su mirada era tierna pero impiadosa y anárquica. Mutantia, la revista bimestral que fundó a mediados de 1980, fue la forma que encontró para difundir esas ideas, que se volvieron urgentes después del accidente nuclear de Three Mile Island. A lo largo de los años me he encontrado centenares de lectores de Mutantia que fundaron su propia comunidad en el sur, desarrollaron carreras académicas en diversos campos de la ciencia o cambiaron su alimentación para siempre.
En la misma medida que el rock se profesionalizó, Grinberg se volvió más y más amateur. Para encontrarlo, había que ir a la trasnoche de la radio o merodear alguna feria alternativa de publicaciones. Decididos a rescatar su trabajo, nos reunimos con tres amigos (Sebastián Benedetti, Sabrina de Dios y el Cuchi Calderón) y fundamos el seminario Periodismo Alternativo, Rock y Contracultura en la Universidad Nacional de La Plata. Ahí, frente a decenas de pibes que piensan que ser periodista es escribir gacetillas o dar una opinión (un like, un tuit), leímos en voz alta los textos de Miguel. Los pibes se quedaban de cara. Frente a los conciertos de todos aquellos artistas que hoy consideramos clásicos Miguel era inflexible. Para el cierre del primer año, decidimos armar una suerte de master class. Miguel atravesó el tránsito en la hora pico de la autopista y llegó acompañado de Flavia –su compañera– y Pablo Dacal. Contó historias, conversó con los chicos y, para el final, hizo un contrapunto de textos y canciones con Dacal. Eran poemas sobre encontrar tu voz en el ruido de la ciudad, sobre subir la montaña, templar la garganta y aprender tu propia canción. En el final, se puso de pie como un profeta y recibió la ovación de todos esos millennials como el óleo de un bautismo o el arroz de un casamiento. Él se cagaba de risa y nosotros llorábamos.
Un tiempo después, lo invité a la presentación de mi libro Tigres en la lluvia y cayó antes que todos. Se quedó sentado a un costado mientras yo iba y venía con el ajetreo del evento. Estar solo no lo incomodaba en lo más mínimo. No se escudó detrás del teléfono. No se puso a leer el diario. No pidió un café. No buscó desesperadamente un interlocutor. Simplemente estaba allí. Después, en el preciso momento en el que la celebración estaba a punto caramelo, se puso de pie y repartió un poema a cada uno de los asistentes. Yo estaba charlando con no sé quién, así que doblé el papelito y me lo guardé. Finalmente, cuando tuve un respiro, me alejé un poco de la escena y me senté solo con una cerveza. Saqué el poema del bolsillo, desplegué el papel y me puse a leer: era una despedida. Cuando levanté la vista, Miguel ya no estaba.
Tenías razón: todo sigue vivo de alguna manera.