Concepción Zorrilla de San Martín y Antonio Larreta. China y Taco. Los dos nacieron un 14. Los dos asomaron al mundo el mismo año, 1922, China en marzo, Taco en diciembre. Los dos siempre decían que uno era más joven que el otro. Los dos corrieron una maratón vital y teatral en conjunto durante décadas. Los dos estrenaron como autores su primera obra en la Comedia, en el mismo espectáculo. Los dos tuvieron una vida larga y llena de aventuras. Los dos tuvieron que irse de Uruguay en tiempos complicados. Con amenazas, o casi. China eligió Argentina como su segunda patria. Taco eligió España. O los dos países los eligieron a ellos. Y los adoptaron. Y los convirtieron en hijos dilectos.
China entró por la pantalla del cine para después brillar desde todas las trincheras. Taco se metió de lleno en las dos pantallas: la grande y la chica, mientras el teatro quedaba, en parte, como una deuda que después buscaría saldar, sobre todo en su retorno al país. China se afincó en ese otro Uruguay del centro de Buenos Aires y empezó a convertirse en la estrella que fue. Y volvió cada tanto para darnos el placer de verla en un escenario o para sostener la hermandad con sus orígenes.
Pero hoy tenemos que hablar de China, que se fue por primera vez en 1971, cuando tuvo la oportunidad de meterse en Un guapo del 900, la película de Lautaro Murúa sobre la obra de Samuel Eichelbaum. Después llegó la televisión: los teleteatros, los unitarios. Pero el teatro era la piedra angular de su vida. La que la bajaba a tierra, la que la conectaba con su público cómplice. Como en El tobogán, aquella pieza de Langsner que retrataba un Uruguay que se caía a pedazos. Y los argentinos supieron recibirla como se merecía.
Hay mucha historia conocida, es cierto. Pero, así como los cuentos que relataba en soledad en la escena, China aparecía siempre renovada, ornamentada al punto de parecer, en cada ocasión, narrada por primera vez. Su viaje a Inglaterra en la posguerra, sus tiempos en Nueva York, en París. Su gira con Taco y el Teatro Ciudad de Montevideo por España. Aunque tal vez fue en su apartamento de la calle Uruguay donde China construyó su universo de varias décadas, en soledad conquistada o en compañía de un perro faldero que la acompañaba religiosamente a las entrevistas.
El otro día, conversando con una periodista argentina, le dije que suponía que el lunes pasado toda la prensa de la otra orilla iba a escribir sendas notas sobre el centenario –pienso que esta palabra espantaría a la misma China– de su nacimiento. Ella me respondió: «Acá la gente tiene muy mala memoria. Seguro que a la única que conocen es a la China Suárez». Y la verdad es que, salvo algún caso aislado, su centenario pasó bastante inadvertido. Por estos parajes, hubo recuerdos, gente que la conoció, alguna reflexión somera sobre su trayectoria, anécdotas repetidas hasta el cansancio, mucha cosa bajada de Internet. Y la eterna injusticia de asociarla una y otra vez a esa Elvira de Esperando la carroza, de Alejandro Doria. Obviamente, su personaje estridente y de rubicundo barrio tenía una contundencia que se nutría de un elenco complementario de primera. Pero esa película, en su momento defenestrada y hoy transformada en objeto de culto por gran parte del universo rioplatense, y no solo de este rinconcito del mundo, dejó en un segundo o tercer plano todo lo otro, todo ese abanico que China desplegó con un histrionismo de los que casi no existen. Porque, por sobre todas las cosas, ella era un bicho de teatro. Ese era su espacio natural. Alejada de los chismes baratos, de las revistas del corazón, de los programas de intimidades. Su vida privada, más allá de su familia, siempre estuvo teñida de misterio. Ese misterio que sabía esconder con una sonrisa, con una réplica a lo Noel Coward o a lo Neil Simon, con novios que han transitado entre la especulación y la realidad. Su mundo privado era como el del rey hospitalario de la parábola de Rodó. Ahí solamente entraba ella. Y toda la generosidad se daba hacia afuera, desde su arte o desde el anonimato.
Se sabe que ayudó económicamente a un pueblo. Con anécdotas que sus amigos contaron y que no podían creer. Prefería quedarse con lo esencial si alguien la conmovía porque andaba en la mala. Y nunca quiso tener lo que era innecesario tener. Bastaba con ese apartamento de la calle Uruguay. Bastaban sus cosas, sus muebles, su perro. Bastaba nutrirse de la ropa que seguramente le ofrecía Guma, o Gumita, su hermana, una de las mayores vestuaristas de la historia del teatro uruguayo. Lo que ganaba lo derrochaba, con la seguridad de que la vida merecía ser vivida día a día, tal como esa anciana de Elsa y Fred, la película de Marcos Carnevale: obligando a su enamorado a huir de un restaurante sin pagar la cuenta, como una eterna adolescente o aquella niña que jugaba en el taller de esculturas de su padre, José Luis.
Cuando China dejó este escenario, escribí desde estas páginas que yo era en ese entonces director del Liceo N.º 1 de Barros Blancos. Y que puse el anuncio de su partida en el pizarrón del hall. Porque con China se había ido un pedazo de nosotros mismos. Intenté promover que el liceo recibiera su nombre. El intento no prosperó, pero si alguien de por allá lee estas líneas, sería una buena ocasión para reflotar lo que, creo, hubiera sido un orgullo para ella y para todos. Si no me equivoco, hay una sola institución educativa que en Uruguay lleva el nombre de un actor, y es el Liceo Alberto Candeau, de Paso Carrasco. Con el equipo de dirección, armamos en ese momento una ceremonia inolvidable, a la que acudió insigne gente de teatro que lo conoció y mucho: Dahd Sfeir, Jaime Yavitz, Ruben Yáñez, Estela Medina.
Claro. Hay una reglamentación que implica la necesidad de esperar diez años después de un fallecimiento para iniciar el trámite con el fin de ponerle nombre a una institución educativa. Ese requisito me faltaba entonces. Sigue faltando ahora. Pero ha habido excepciones. ¿Por qué no va a serlo China, que en sí misma era una excepción?
LA SENDA DE LA SEDUCCIÓN
Podríamos hacer un recorrido a vuelo de pájaro por esa carrera de 70 años, desde aquella extrema juventud en la que, gracias a la benevolencia de su familia de onda aristocrática, decidió meterse en la dudosa travesía de la actuación. Con algo más de 20, se fue a estudiar al Londres de posguerra. Con menos de 30, fue elegida como actriz estable de la Comedia Nacional por 11 años. Después, transitó con su arte o con sus otras aventuras vitales por el extranjero y fundó en Montevideo la célebre compañía con Taco y con Enrique Guarnero. Y después llegó a Argentina como actriz, como directora, como adaptadora, como traductora. Como una todoterreno que defendía la comedia con uñas y dientes, porque tanto allá como acá –acá más que allá– se la menospreciaba.
La verdad es que la relojería que manejaba China desde el escenario era de una precisión absoluta. Sabía estar en silencio frente a una platea expectante, y solo su presencia provocaba el estallido de la risa. Si le agregaba unos ojos entornados, el efecto aumentaba exponencialmente. Y si se tomaba el tempo adecuado para lanzar un chiste, o una respuesta, o un latiguillo, la fiesta era completa. Un escenario vacío se completaba con China sin que nada más hiciera falta. Conquistaba ese espacio, lo seducía tanto como al público. Ya fuera como una aristócrata de la belle époque –ese aire que poseía tiernamente internalizado– o como una dama inglesa. Ya fuera relatando una y otra vez sus encuentros con un Dustin Hoffman jovencito y muy desconfiado de su éxito futuro en El graduado o susurrando las pequeñas y piadosas mentiras en Londres, cuando lograba una porción extra de chocolate en una posguerra llena de privaciones. Todo lo transformaba como por arte de birlibirloque, sorprendiendo con improvisaciones que, sin embargo, sonaban tan marcadas a fuego que convencían a todos sus devotos.
No cabe duda. Era una estrella. Una estrella a la medida del Río de la Plata. Su estirpe le daba ese tono que sin duda se podía querer imitar, pero nunca llegar a igualar. Una estrella que no podía caminar una cuadra sin que la parara un pueblo. Y sin que ella se detuviera a conversar, a regalar una sonrisa, a lanzar con extrema generosidad su don de gentes.
En un país donde los artistas suelen ser vistos de reojo, donde se valora lo que triunfa en otros lares para luego aceptarlo como propio, China manejó esa condición de estrella bajada del cielo, marchando y brillando con luz propia, sin provocar la lejanía del divismo o las peleas mediáticas. Cada entrevista era un momento de goce. Se brindaba con la candidez de una niña que por primera vez se enfrenta a un parque de diversiones. Sabía dónde meter el pedal del humor hasta el fondo, sin resbalar nunca en esa escatología que detestaba. Pero también sabía ponerse seria, nostálgica, añorar tiempos de juventud y amores sutilmente guardados en la memoria.
TIEMPO DE CURIOSIDAD
Así y todo, era una joven de 90 años. Recuerdo una conferencia de prensa en el patio del taller de su padre. En Brecha se había publicado una nota en la que se cuestionaba la visión del indio que tenía su abuelo, el poeta Juan Zorrilla de San Martín. Cuando llegué, casi como un reproche infantil, me lanzó: «¿Por qué dijeron esas cosas del abuelito? ¿Por qué?». Y casi amagó a dulces y tiernos golpecitos en defensa de ese abuelo que también, como su padre y su madre, la había marcado a fuego, por más que falleciera a sus 9 años, en medio de un funeral apoteótico. Y así era China. Defendía esa familia interminable con uñas y dientes, mientras elegía la soledad como su sola compañía, al decir de Machado.
Le preguntaron varias veces sobre la muerte. Siempre recordaba que la madre, en sus últimos días, le contaba que ya no le tenía miedo, sino que ese miedo se había transformado en curiosidad. Y China agregaba, con una serenidad que no excluía la misma curiosidad de la madre: «No lloro a los muertos. Los espero».
Tenía sus textos preferidos. Esos a los que acudía en las infinitas notas que se pueden revivir en Internet. Aquel en el que aludía a alguien transido por el dolor, que terminaba siendo el relato emocionante de un parto. O el poema de Amado Nervo que era como una síntesis de quien vivió la vida como quiso, con las luces y las sombras que ella, estrella indudable, tenía tanto como nosotros, sus extáticos oyentes. «Amé. Fui amada. El sol iluminó mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!» En una época en la que Nervo era olvidado y muchas veces ninguneado como poeta, ella recordaba en ese poema las hieles y las mieles que sufrió y gozó, las rosas que sembró y cultivó, las noches serenas y las que no lo fueron tanto. Y verla y escucharla decir ese texto era la imagen más acabada de la sophrosyne de alguien en plena concordia con su vida. Ella, como dice Nervo, fue la arquitecta de su propio destino. Quizás esa sea la mejor definición de una mujer que todos recordamos con una sonrisa agradecida. Con un chiste repetido y recreado a conciencia. Con esas máscaras de la tragedia y la comedia, tan iguales, que ella defendía a ultranza.
Y se mantuvo en los escenarios casi hasta el final. Las d’enfrente fue la última experiencia de teatro semimontado que paseó por distintos parajes. Y su despedida fue a la medida del cariño generado, tan extendido como su generosidad. Volvió a su tierra para morir. Para volver a conversar con Gumita, desde dimensiones diferentes, en medio de un té con escones. Para seguir haciendo proyectos utópicos con Taco, que no llegó a enterarse de su partida. Para sentir el olor de ese mundo montevideano de su infancia y su adolescencia. Para demostrar que no tenía que demostrar nada para marcar su esencia uruguaya. Como en aquella maravillosa canción de Rubén Olivera: «Florecían los blancos jazmines su claro misterio a la luz lunar…». Ese clima de otro tiempo, de un símbolo del arte por excelencia, es el que prefiero conservar de China. Única e irrepetible. Amada y alcanzable. Divertida y melancólica.
El domingo nos enteramos de la muerte del gran actor William Hurt. Ese que supo brillar en Cuerpos ardientes, en Cigarros, en Un tropiezo llamado amor o en Reencuentro, entre muchos otros títulos. Hurt filmó en Argentina una adaptación de La peste de Camus, dirigida por Luis Puenzo. En esa película, China se dio el lujo de trabajar con él. Pero en realidad tendría que preguntarme: ¿No será que Hurt se dio el lujo de trabajar con China, con nuestra China?
Y hay algo de lo que estoy seguro: en el set habrá despuntado el vicio de tejer, tal como hacía en sus camarines, a pesar de todas las supersticiones de la gente de teatro. Una vez más, China estaba rompiendo los moldes. Como debía ser. Como sigue siendo.