Luego de algunos acondicionamientos locativos, la céntrica sala Nicolás Loureiro, del teatro El Galpón, vuelve a estar en condiciones de exhibir una programación muy atractiva. Los paisajes de Sebastián Sáez (Montevideo, 1974) invitan a una inmersión total en el campo pictórico.1 Los elementos de la naturaleza parecen encendidos por una luz interior que los lleva a un estado de expectación, casi alucinatorio. En algunos de estos paisajes el observador es convidado a sumergirse en otra dimensión, como en una realidad ampliada: los colores subidos, vibrantes, y la paleta que estalla, rompe o tensa la escala y las formas –flores, tallos, corrientes de agua– establecen un orden compositivo abstracto o cercano a la abstracción. Con obras como Arroyo Sarandí (óleo sobre lienzo, 2021), Estudio sobre el arroyo Sarandí (óleo sobre lienzo, 2021) y Bañados de Carrasco (óleo sobre lienzo, 2019), se establecen vínculos con otros géneros y otras formas expresivas distantes en el tiempo. Pienso en ciertas pinturas cósmicas de Magalí Herrera, en las estructuras coralinas de Cyp Cristiali, en algunas piezas informalistas muy coloridas de Andrés Montani (todas de los años setenta) y en una obra muy anterior como Almendros en flor (1915), de Humberto Causa, entre otras.
En verdad, Sáez no emplea un mismo recurso para todos los paisajes, sino que busca resolver cada obra de acuerdo al sentimiento que lo animó al encontrarse inmerso en ellos. No es una pintura realizada au-plein-air (al aire libre), pero sí vivencia el entorno en soledad (no hay figuras humanas) y luego trabaja buscando restablecer su espíritu latente: «El lenguaje es el estar ahí del espíritu» (cita de Hegel que sirve de epígrafe para el texto del curador Gerardo Mantero). Ese sentimiento se hace notorio con la asistencia de ciertos seres (Margay en el monte del Queguay, óleo sobre lienzo, 2020) y la luminosa presencia de los astros (Invierno en los bañados de Carrasco, óleo sobre lienzo, 2020). De esta manera, su obra, original y que alcanza un punto alto en su producción, otrora volcada al retrato (como en la serie Montevideanos), se inserta en una corriente histórica del género paisajístico de enorme peso en la tradición vernácula. Logra una cadencia y una factura técnica ciertamente consistentes, unitarias aun en la diversidad de medios empleados y de intereses plásticos y personales.
Una pieza mayor como Bento Rodrigues (óleo sobre lienzo, 2016) fue impulsada por su afán de vivenciar in situ un entorno especialmente sensible y dañado luego de las catástrofes de las represas sobre el río Doce, en el estado de Minas Gerais, Brasil, en 2015. Sáez se compenetra con el paisaje y no deja de dar una señal de alerta ni de indagar en la difícil relación de los seres humanos con el ambiente, sin incurrir en el alegato ni en ninguna forma de proselitismo ambientalista. Su fuerte carga de colorido la torna una pintura más vitalista que fantástica (como puede verse en algunos paisajes silvícolas de José Gamarra), más propositiva que decadente. Afianza una mirada personal y crece en su propio hacer sin desconocer la marca histórica que la precede.
1. Paisajes de Sebastión Sáez, sala Nicolás Loureiro, El Galpón.