Según la empresa alemana de estadísticas en línea Statista, a enero de 2022 4.950 millones de personas –algo así como el 63 por ciento de la población mundial– habitamos Internet. La firma señala que en Uruguay casi el 93 por ciento de las búsquedas se hacen a través de Google. De los habitantes de Internet, 2.910 millones utilizan Facebook; 2.000 millones, Whatsapp, y 1.000 millones, Tiktok. De estos números se desprende que más del 90 por ciento de la población uruguaya está sujeta al algoritmo Pagerank (de Google), que clasifica los resultados de nuestras búsquedas, y que cuatro de cada diez personas en el mundo son alcanzadas por el algoritmo Edgerank (de Facebook), que decide automáticamente en qué orden recibimos las novedades en nuestro muro. Hay quienes sostienen que vivimos en la dictadura del algoritmo. Y, efectivamente, hoy en día resulta fundamental problematizar la relación entre los algoritmos y el capital, para interpretar de mejor manera las relaciones sociales de nuestro tiempo, pero también entre la industria tecnológica y su fuerza de trabajo.
La automatización es descrita por Karl Marx como un proceso de absorción de «las fuerzas productivas generales del cerebro social», tales como «el saber y las destrezas». Por ello, algunos teóricos la ven como un atributo del capital más que como un producto del trabajo social. Sobre las nuevas formas de automatización basadas en algoritmos, el teórico británico Matthew Fuller señala que el autómata digital pone «el alma a trabajar». Habla de las redes entre la electrónica y el sistema nervioso, como una metáfora para pensar los algoritmos a la hora de discutir las nuevas formas de automatización.
La explotación no es ajena a esta discusión. Marx afirma que el obrero vende al capitalista su fuerza de trabajo, no su trabajo. Distingue así el proceso del trabajo del proceso de valorización. En este sentido, la fuerza de trabajo puesta al servicio del algoritmo va mucho más allá del trabajo informático concreto, en tanto los algoritmos de las grandes corporaciones tecnológicas (como Facebook, Google, Amazon y Microsoft), lejos de ser gratuitos, horizontales y neutrales, y lejos de buscar interconectar a los seres humanos, como nos los quieren vender, son máquinas de acumulación de datos y metadatos que tienen dos objetivos bien definidos: el control social global y la maximización de la necesidad de consumo para acortar el tiempo de circulación de las mercancías, de manera de optimizar la acumulación de capital. En la línea de las redes, formadas por medios electrónicos y nuestro propio sistema nervioso, podemos pensar en una máquina que tiene a hombres y mujeres, de prácticamente todas las edades, las 24 horas al servicio de la generación de capital. Ya no se trata, entonces, de una simple relación laboral, sino que todos los habitantes de Internet, de forma no consciente, participamos de esa maquinaria.
Pero también hay cosas que decir sobre la fuerza de trabajo en el mundo tecnológico. Tanto en Uruguay como en buena parte del mundo suele hablarse de «desocupación negativa» (o subocupación). Se estima que en nuestro país, desde hace más de cinco años, quedan más de 2 mil puestos de trabajo sin cubrir por año. En 2019 el sector tecnológico logró un récord: alcanzó el 3,4 por ciento del producto bruto interno (PBI). La exportación de software y servicios tecnológicos creció un 23 por ciento en 2018. Y la Cámara Uruguaya de Tecnologías de la Información (CUTI) aspira a alcanzar el 5 por ciento del PBI en un corto plazo. En este contexto, han surgido proyectos como Jóvenes a Programar (JAP), del Plan Ceibal, la CUTI y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que pretende formar por año a 1.000 jóvenes de entre 18 y 30 años con ciclo básico aprobado para insertarlos en el mercado laboral. En 2018, la CUTI, el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional (Inefop) y el BID invirtieron 1,3 millones de dólares en cursos similares a los ofrecidos por JAP. Y en 2019 el Inefop y la CUTI renovaron el convenio para continuar con el proyecto Programabit, que capacita a 1.800 jóvenes en tecnologías de la información, con una inversión de 2 millones de dólares.
En el sitio web de JAP se puede leer que el programa es «una solución de reclutamiento para las empresas». De allí puede deducirse que, desde el Laboratorio Tecnológico del Uruguay (LATU) y con dineros públicos, las empresas nucleadas en la CUTI forman a los estudiantes para que cubran sus vacantes. Una lectura muy rápida nos muestra al Estado uruguayo volcando dinero al ámbito privado para que las mismas empresas que forman a trabajadores poco calificados los inserten como mano de obra barata. Sin duda, un negocio de ganar-ganar. La currícula de los cursos ofrecidos en los programas detallados es cien por ciento funcional a las necesidades de las empresas que forman y luego contratan a los jóvenes. Por eso Genexus y testing aparecen como los grandes temas del programa de formación: la primera, creada por la empresa del mismo nombre (cuyo principal referente es Nicolás Jodal), es una herramienta utilizada por una parte muy importante de las empresas uruguayas, por lo que siempre se requiere mano de obra que la conozca; la segunda es una tarea que consiste en hacerle pruebas al software desarrollado y requiere de una formación bastante básica.
A la hora de analizar la remuneración en las empresas de tecnología –particularmente, las de informática–, hay que prestar atención a, entre otras cosas, lo establecido en el acuerdo del consejo de salarios, grupo 19 («Servicios profesionales, técnicos, especializados y aquellos incluidos en otros grupos»), subgrupo 22 («Informática»). Al no existir un sindicato de trabajadoras y trabajadores informáticos que vele por las condiciones laborales y salariales del sector, el espacio es ocupado por la CUTI en nombre de las empresas y un representante de la Federación de Empleados de Comercio y Servicios. La última pauta acordada define que a partir del 1 de enero de 2022 un salario para el cargo de aprendiz técnico por 44 horas semanales, en el que «encaja» la mano de obra poco cualificada, es de 26.292 pesos nominales. A los valores actuales, es un ingreso de 625 dólares nominales por mes o 3,12 dólares por hora. El valor hora cotizado por las empresas por tareas de testing o programación en licitaciones públicas, por ejemplo, rara vez es inferior a los 50 dólares más IVA por hora.
El tecnológico es, sin dudas, un sector de la economía que crece y necesita trabajadores. A la vez, miles de jóvenes precisan trabajar. Pero continúan surgiendo propuestas de formación de mano de obra poco calificada en el sector, que se suman a las anteriormente mencionadas. Tal fue el caso de la oferta de la Administración Nacional de Educación Pública de 2020 para que unos 5 mil estudiantes accedieran en forma gratuita a cursos de la plataforma de educación virtual Coursera, desarrollada por la Universidad de Stanford en 2011, que en 2015 firmó acuerdos de cooperación con Google e Instagram (Meta/Facebook) y en 2016 lanzó el programa Coursera for Refugees, en conjunto con el Departamento de Estado de Estados Unidos.
Parece que llegó la hora de profundizar en el análisis del impacto de los veloces cambios en el mundo de la tecnología, en este caso, en el mundo del trabajo. El viejo concepto de trabajo y el nuevo concepto de empleo hacen que los trabajadores aparezcan casi como materia prima y, al mismo tiempo, los algoritmos hacen que continuemos generando plusvalor, incluso luego de dejar nuestro puesto de trabajo, ya que continuamos alimentando a la máquina mientras hacemos uso de la libertad y la neutralidad de las plataformas de comunicación; las plataformas de compraventa, como Mercado Libre y Pedidos Ya, y las redes sociales digitales, como Instagram y Facebook.
Resulta difícil comprender la «falta de tiempo», la supuesta necesidad de ocuparse de «cosas más importantes» o los repetidos argumentos de que la «tecnología va demasiado rápido» y «no es posible seguirla», expresados por integrantes de nuestro sistema político a la hora de abordar estas cuestiones. Pero, en particular, resulta difícil cuando se trata de legisladores y gobernantes de izquierda. Abundan los ejemplos, pero hay algunos muy emblemáticos. Tal es el caso del acuerdo, de julio del 2015, del Plan Ceibal con Google, que posibilitaría el uso de sistemas de comunicación y almacenamiento ofrecidos por la empresa a estudiantes y docentes del sistema educativo uruguayo, tanto público como privado. Dicho acuerdo provocó que la Universidad de la República y diferentes actores de la educación y la tecnología hicieran una declaración de rechazo. Otro ejemplo es el uso del arranque dual (Ubuntu-Linux y Microsoft Windows) en computadoras del Plan Ceibal, luego de que el Estado cediera ante presiones y el «regalo» de licencias de la transnacional Microsoft. Este problema se agudizó aún más este año, debido a que las computadoras entregadas a niñas y niños de educación primaria solamente tienen Microsoft Windows como sistema operativo. En 2022, también asistimos a la firma de sendos acuerdos entre el Ministerio de Industria, Energía y Minería y los gigantes Amazon y Microsoft (véase «¿De arriba un rayo?», Brecha, 21-X-21). Muy poco se conoce sobre el alcance de esos acuerdos, pero parecen ir en la línea de alimentar el capitalismo digital con entrega de datos y metadatos y con capacitación precaria para generar más mano de obra poco calificada.
La forma en que capacitamos a nuestros jóvenes, las herramientas que ofrecemos a los trabajadores para que se reciclen en los nuevos escenarios y el rol del Estado en el control del mundo laboral y en la capacitación para la inserción de nueva mano de obra en los modelos de producción del capitalismo digital (o capitalismo de los algoritmos) deben ser replanteados a fondo. Los algoritmos, sedientos de datos y metadatos, vinieron para quedarse y, con ellos, el aumento exponencial tanto de la desigualdad como de la acumulación de capital. A la vez, nuevas formas de trabajo y relaciones de poder y esclavitud aparecen en el escenario del capitalismo digital. En este campo, la izquierda debería inclinarse más a hackear la máquina que a alimentarla.