Operaciones y agujeros negros - Semanario Brecha

Operaciones y agujeros negros

En medio de un alarmante crecimiento de los homicidios y de una sospechosa omisión política a la hora de expedir el pasaporte para un pesado narcotraficante, el gobierno saca de la galera un episodio de hace diez años y lo hace rendir al máximo para obtener algún efecto de distracción. En el tercer año de gestión, los problemas de la criminalidad y la violencia desbordan a las actuales autoridades. Demasiado ancladas en la imagen de solventes pragmáticos que se hacen cargo de las cosas, para no defeccionar apelan a la negación, al contraataque o a la cortina de humo. Gritaron durante 15 años y ahora tratan de mantener el tono con el argumento de la «herencia maldita». Expertos en la escenificación de la indignación, maestros en las guerras de lodo, lo suyo es el reproche agresivo y la autoexculpación. Un gobierno que prometió ampliar los límites de la libertad juega con arietes que ejercen una violencia política como hacía tiempo no se veía en el país.

Una víctima dañada por la violencia estatal, y dispuesta a casi todo, entregó sus registros emocionales a un programa de televisión que, en el instante oportuno, le levantó un centro al Ministerio del Interior (MI) para que explotara políticamente un terrible episodio ocurrido a fines de 2012. Un gobierno que carece de una política de víctimas, que consagró en la LUC la posibilidad de una Policía más discrecional y que es incapaz de reconocer sus propias limitaciones en el momento de expedir un pasaporte a la persona equivocada pone cara de circunstancias ante la responsabilidad ajena. Fuera de la cerrada lógica del cinismo, es poco lo que se puede comprender de este gobierno.

¿Cómo se debe reaccionar ante estas estrategias? Confesamos que no es tarea sencilla. Tal como lo hemos afirmado hasta el cansancio, la izquierda en Uruguay sufre enormemente las consecuencias de sus propias políticas de seguridad. Dejar en evidencia el alcance de una operación para desviar el foco es un primer paso que el Frente Amplio (FA) ha dado y de forma contundente. Sin embargo, detenerse un instante a evaluar aquellos años siempre puede aportar algo de claridad.

En efecto, también el 2012 fue el tercer año de gestión del segundo gobierno del FA (2010-2015), y se lo recuerda por haber constituido un verdadero punto de inflexión. En enero de ese año, se produjo un preocupante aumento de los homicidios, que muchos creímos coyuntural, pero que significó un cambio de tendencia que se mantiene hasta hoy. Ese cambio ocurrió en paralelo con la puesta en marcha de una ambiciosa reestructura organizativa de la Jefatura de Policía de Montevideo. Por su parte, la situación en las cárceles fue especialmente tensa, las revueltas estuvieron a la orden del día y un policía fue asesinado en un centro de reclusión. Algunos casos de corrupción policial vieron la luz pública, y en la primera parte del año la oposición anunció haber conseguido las firmas necesarias para plebiscitar la iniciativa de la baja en la edad de imputabilidad penal. En mayo, un adolescente mató de un disparo a un empleado de La Pasiva. El hecho fue registrado por las cámaras de seguridad del local y repetido hasta el cansancio por los medios de comunicación. La conmoción derivó en manifestaciones y protestas, y un gobierno acorralado reaccionó políticamente proponiendo la «Estrategia por la vida y convivencia», un documento ambiguo y de poco sustento, pero que ofreció oxígeno político. En ese contexto, por un lado, se anunció un proyecto para la legalización y regulación del consumo de cannabis y, por el otro, se comenzaron a tramitar proyectos regresivos en materia de penalidad adolescente, supuestamente como forma de contrarrestar los efectos de un plebiscito que se realizaría en las elecciones siguientes. Un conjunto importante de organizaciones sociales rechazaron esas iniciativas y se generó un clima de tensión con el gobierno y la bancada parlamentaria. Para agregar más complejidad a un año bisagra para la gestión progresista de la seguridad, en noviembre un disparo proveniente de la casa del subcomisario de La Paloma impactó en el cuerpo de un vecino y le generó una discapacidad permanente. El hecho todavía se mantiene impune.

Los detalles de este episodio se reactualizaron en las últimas semanas. Y más allá de las responsabilidades individuales, permite obtener algunas conclusiones de peso. Durante el primer gobierno del FA (2005-2010), se crearon dos herramientas institucionales muy relevantes: la Dirección de Asuntos Internos sustituyó a la vieja Fiscalía Letrada de Policía y buscó un nuevo diseño organizativo para cumplir con sus funciones de contralor e investigación; la ley 17.897 creó el Centro de Atención a las Víctimas del Delito, primero en la órbita de la Dirección Nacional de Prevención del Delito y desde 2008 dependiendo de la Secretaría del MI. Analizadas en perspectiva, ninguna de las dos herramientas logró un fortalecimiento real de sus capacidades programáticas y operativas.

El episodio de La Paloma dejó en evidencia la debilidad de una política de víctimas. Si bien en ese año nació la Asociación de Familiares Víctimas de la Delincuencia (Asfavide) y se aprobó el proyecto que consagra la pensión para víctimas del delito (homicidios por rapiñas, secuestro o copamiento, o incapacidad completa para trabajar generada por esos delitos), en este caso las víctimas fueron asistidas bajo lógicas particularistas y con completa ausencia de encuadre institucional. Y todo eso con un agregado nada menor: teníamos aquí una víctima del abuso estatal, una figura que rara vez queda comprendida en los reconocimientos legales y sociales. ¿Qué hemos hecho y qué hacemos con la victimización que el propio Estado genera?

Las prácticas abusivas, la violencia cotidiana, el hostigamiento, la connivencia, los errores irreparables y las infinitas formas de ocultamiento configuran una serie de rasgos institucionales propios de las Policías. Cuando estas cuestiones aparecen y son evidentes, se habla de «casos» aislados, y en el momento en que se quiere plantear una discusión mayor se tilda estas posturas como «antipolicía». Con ello se revela que este costado del funcionamiento institucional nunca fue asumido con la fuerza necesaria, y no son pocos los casos en que los peritajes contradictorios, la alteración de la escena, la debilidad de la investigación interna o el desinterés judicial terminan consagrando la impunidad. Potenciar los instrumentos de investigación y desarmar las posibilidades de encubrimiento son asuntos de gran importancia política que no fueron priorizados en su momento, y mucho menos lo son ahora. La dinámica de la violencia institucional se construye con prácticas cotidianas que se reactualizan según las coyunturas, y hay casos de violencia extrema que, en efecto, son mucho más esporádicos, pero que no quedan separados de las lógicas permanentes que los constituyen. ¿Qué políticas tiene el Estado para enfrentar sus propias violaciones a los derechos fundamentales? Esta fue la pregunta que las organizaciones sociales, en particular Serpaj, trasladaron a las autoridades en 2012 y que en un comunicado reciente vuelven a formular.

Otra conclusión aflora aquí. Hubo muchas voces –sociales, académicas y políticas– que cuestionaron la expansión de los aparatos represivos, los inaceptables niveles de violencia en las cárceles y la intensidad punitiva de la política criminal. No fueron pocas las veces que se promovieron debates, marcos programáticos alternativos y medidas concretas para pensar una estrategia diferente. Pero esas voces fueron desestimadas casi sin excepción, y 2012 marcó un punto de especial tensión política. «Ingenuos», «poco realistas», «desconocedores de la realidad de Avenida Italia al norte», «negadores de lo que la gente pide», «frutillitas», «prejuiciosos ante la Policía» fueron algunos de los elogios cosechados a lo largo de estos años. Para una fuerza política que hoy dice recuperar su capacidad de escucha, no está de más recordar cómo se tramitaron estos asuntos.

Muchos de los protagonistas de aquel entonces se repiten ahora, solo que en roles invertidos. Esos protagonistas han construido un espacio de confrontación en el que caben las acusaciones, las operaciones y las atribuciones de fracaso. Sin embargo, esa lógica oposicional se parece más a un simulacro que a un antagonismo de perspectivas fundamentales. Los problemas de fondo y los recursos institucionales de siempre mantienen su marcha inalterada. Los anuncios de planes y la ejecución de programas y operativos prometen caudales de soluciones, pero apenas llegan a gotas de rocío. En materia de seguridad, hay una poderosa racionalidad cínica que hay que trascender, para poder empezar de una buena vez a acumular desde otro lado.

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