En la vieja casona que Brecha ocupó hasta hace poco tiempo en la calle Uruguay, uno atravesaba un desvencijado pasillo y subiendo una pequeña escalera, a la derecha, se encontraba con el «cuarto de Fermín». Por años y años tuvo Ombú su feudo en ese cubículo en el que se revolvía entre carpetas con dibujos, fotos, anilinas, lápices de todo calibre, cartulinas, libros que poblaban su mesa y un par de estantes. Los jueves de cierre Fermín llegaba temprano, preguntaba qué tema debía ilustrar y se encerraba por horas en ese cuartucho de paredes blancas que al menos para los desordenados era increíblemente prolijo. Su «descenso» a la redacción era a menudo recibido con alivio, porque era común que salvara una tapa o una cobertura importante. A diferencia de su admirado Menchi Sábat, acompañaba sus ilustraciones de textos, por lo general tan potentes como sus dibujos.
***
De la pléyade de ilustradores que pasaron por Brecha, Fermín fue el único que sobrevivió a todas las vicisitudes del semanario. Y se paseó por sus páginas también con viñetas y con sus tiras a dúo con Carlos di Lorenzo. Hasta que encontró y le encontraron espacios propios. El Hojo de Ombú, hacia mediados de los noventa, lo equiparó a los redactores. «Soy un periodista gráfico, me expreso sobre todo con el lápiz, opino sobre todo con el lápiz, pero los dibujos valen tanto como los textos. Y yo también firmo», dijo en una entrevista de 2010, cuando Brecha cumplía 25 años y él expuso una selección de sus ilustraciones en ese cuarto de siglo. Hasta la aparición del Hojo, en el semanario dominaba la idea de que dibujos y fotos estaban subordinados a las notas escritas: no debían ser redundantes, pero jamás de los jamases contradecirlas. A Fermín, el libertario, le daba, a veces, por contradecirlas. No por alguna fijación autonomista, sino porque se consideraba uno entre pares. Y así se fue imponiendo.
Las tensiones no nacían necesariamente de diferencias de enfoque dizque políticas. Podían venir de dibujos o textos que otros veían como alucinados o absurdos. Difícilmente lo eran. Cuando aparecieron los Vaimaca –a veces muchos en un solo dibujo–, hubo quienes se preguntaron qué locura eran esas calaveras de indio charrúa que miraban a los otros personajes de una ilustración desde un costado, desde arriba, desde abajo. Fermín usaba a sus Vaimacas como comodines. Eran la voz de los sin voz, de los marginados, de esos a quienes nadie da pelota, dijo en una entrevista con El Monitor Plástico, en 2010. Y también podían ser el propio Ombú escudriñando la realidad. Hubo infinidad de Vaimacas impactantes. Entre ellos: en plena crisis de 2002, un Vaimaca azorado, grande en el medio del dibujo, acosado por hambrientos que le piden algo de comer. Y Vaimacas reflexivos, como uno acostado en un diván que discurre sobre qué carajo es ser de izquierda mientras su psicoanalista, el subcomandante Marcos, toma apuntes y el Che Guevara lo otea desde su retrato enmarcado.
Fermín era un agudo observador político. Uno se sorprendía de cómo sabía dar en el clavo. Aquellos Sanguinettis clonados de pesadilla que se repitieron durante un tiempo –los de la recién forjada oveja Dolly– no solo hacían que uno se matara de risa: también que se imaginara sin dificultades los horrores de un futuro distópico con unas cejas controlando la perennidad de un país de omertàs. Mucho más que con mil palabras.
***
Por unos años, entre 2003 y 2007, Fermín compartió con su amigo Oscar Bonilla un espacio que se llamó Punto de Vista: una semana para el dibujante, otra para el fotógrafo. En esas entregas Ombú se liberaba del Hojo y de cualquier contingencia. Nos constaba en la redacción que él apreciaba particularmente ese territorio en el que si quería –decía– podía delirar y al que veía como una reafirmación del camino andado en el semanario por los ilustradores. A decir verdad, incluso en esa Brecha de 40 páginas y múltiples separatas y suplementos, fotógrafos y dibujantes también debían cuidarse las espaldas, porque a la segunda de cambio (raramente a la primera) los escribidores los fagocitábamos, con nuestra bulimia, por «razones de espacio». No pasó muchas veces, pero pasó. «Para qué nos lo dan si después nos lo sacan», se quejó una semana que llegó con un dibujo «ultrapersonal» que le había costado parir y fue postergado. Sus calenturas no eran raras, pero acababan en un reconocimiento a la libertad con que trabajaba. Y todos agradecidos.