El argumento que subyace en el concepto de malla oro, que instaló el presidente Luis Lacalle Pou en abril de 2020, es que hay que proteger a los grandes empresarios porque ellos son los que «van a hacer fuerza en la salida de la crisis. Hay que sacarle el lastre al que va a pedalear, al que va a traccionar la economía». Por contrapartida, «gravar el capital es amputar esa posibilidad. Por eso no lo vamos a hacer».
La ideología detrás del concepto de malla oro es tan simple como su argumentación: la prioridad de este gobierno (de Luis, de Isaac, de Azucena, de Álvaro, reivindiquemos la familiaridad) son los ricos, los empresarios de la agroindustria, los representantes locales de las transnacionales, los insaciables importadores para el consumo masivo, y finalmente, pero no por último, los depredadores del sistema financiero, inquilinos del séptimo círculo del infierno, donde Dante los condena, junto con los sodomitas y los blasfemos, a yacer en un desierto ardiente de arena con lluvia de llamas. (Vista la práctica social de estos últimos ocho siglos, Dante seguramente sería mucho más implacable con los usureros, los banqueros de hoy, que con los sodomitas.)
Luis no se olvida de los pobres: «El Estado –no él, ni Azucena, ni Isaac, ni Álvaro– debe preocuparse por los rezagados, que son los más vulnerables», que están muy débiles para pedalear, porque, «lamentablemente, ya venían con una situación de vulnerabilidad». Es decir: los pobres están acostumbrados a ser pobres, pueden esperar.
Eso era hace dos años. Mucha agua –muchos commodities– ha pasado bajo el puente. Las exportaciones han registrado récords anuales, pero la pobreza ha aumentado a un 11 por ciento (y a un 20 por ciento entre niños y adolescentes). Hay 200 mil personas viviendo en asentamientos, en condiciones muy precarias, lo que quiere decir que no todos los pobres –300 mil– viven en asentamientos, también lo hacen en viviendas humildes pero dignas de otros barrios populares, e incluso en casas de lo que llamamos clase media baja.
Pero seguimos priorizando al malla oro, aunque la pandemia ya pasó. Y en la mitad del mandato, Luis se siente obligado a recordarse a sí mismo las promesas de la campaña electoral. No todas. Algunas. Y anuncia entonces que concretará dos rebajas. Esta palabra tiene imán, sugiere que pagaremos menos, que gastaremos menos, que nos cobrarán menos. Sí, habrá una rebaja en dos impuestos: el IASS (impuesto a la asistencia de la seguridad social), y el IRPF (impuesto a la renta de las personas físicas). Todavía no se ha informado sobre cuál será el porcentaje de descuento. Pero hay que tener en consideración que solo uno de cuatro pasivos paga el IASS. Las jubilaciones y pensiones superiores a los 41.313 pesos pagan una tasa del 10 por ciento (se le quitan 4.131 pesos); aquellas mayores de 77.460 pagan 24 por ciento; y las superiores a 258.200, un 30 por ciento. Por tanto, ¿quiénes se beneficiarán de la rebaja? Las jubilaciones y pensiones más altas, claro.
Con respecto al IRPF, es necesario señalar que hay una inequidad básica previa: el porcentaje aplicado al capital es de 7 por ciento, a partir del mínimo imponible de 36.148 pesos, y ese porcentaje no se modifica cualquiera sea el capital acumulado. En cambio, un asalariado paga 15 por ciento a partir de los 48.700 nominales, en franjas que suben a 24, 25 y 27 por ciento (para remuneraciones mayores a 243.500 pesos). Solo uno de tres asalariados paga IRPF. Aquí también la rebaja beneficiará a los sueldos más altos. Al respecto opinó el economista Pablo Rosselli, de la consultora Exante: «Estos impuestos tienen una dirección inequívocamente regresiva. Reducir el IRPF y el IASS implica una mayor inequidad porque favorece a los hogares de mayores ingresos». En su columna de Radiomundo, el economista señaló otro elemento que cuestiona fuertemente la iniciativa, porque esta se sustenta, aparentemente, en los guarismos de crecimiento del PBI, que alcanzará el 5 por ciento. El anuncio alborozado de Azucena olvidó subrayar algo que se permitió recordar el economista Rosselli: «Ese crecimiento de 5 por ciento es transitorio, refleja esencialmente el rebote de la economía luego del covid y un empuje derivado de precios de exportación transitoriamente elevados». Y concluyó: «La economía uruguaya crece tendencialmente a un ritmo apenas superior a 2 por ciento. No es de recibo fundamentar una rebaja de impuestos, que se supone es de carácter permanente, con un aumento transitorio del nivel de actividad».
Así como una mañana despertó con la urgencia de cumplir su promesa electoral, Luis milita por una urgente sanción de la reforma previsional. El proyecto que ahora ingresa a la consideración parlamentaria tiene la misma marca en el orillo: jubilaciones más escuálidas después de más años de trabajo. Según Leonardo di Doménico, dirigente de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay (AEBU), la reforma de la seguridad social «es una reforma fiscal encubierta. El mayor aporte incremental recae sobre los sectores de ingresos fijos. Los beneficiarios de la reforma son las cámaras empresariales. Se quiere empresas prósperas con un país empobrecido en seguridad social», expuso en un encuentro del PIT-CNT. Con un esquema de más aportes, más años trabajados y rebaja de las jubilaciones, el sindicalista enumeró las consecuencias: «El trabajador está obligado a subsidiar el capital. Se va a repartir la pobreza. Van a liquidar la solidaridad en la seguridad social. No va a haber vejez digna». Y se preguntó: «¿Por qué no reparten el ingreso?»
El dedo en la llaga. A propósito de esa resistencia a modificar el privilegio, a tocar la riqueza para resolver graves problemas sociales, un consultor especialista en mercados financieros emergentes recordó para Brecha la falsedad de que todos los grandes empresarios se aferran al pasado. «Lo único sagrado es la ganancia. Pero a muchos se les puede convencer de que, creando nuevos puestos de trabajo estables y aumentando los salarios, igual es posible acumular riqueza». Hay mecanismos, dijo, con un halo de misterio.