Perdidos en la traducción - Semanario Brecha
Con Laura Wittner

Perdidos en la traducción

La poeta argentina Laura Wittner acaba de publicar Se vive y se traduce, un extraordinario ensayo sobre el oficio, que,  a mitad del camino, hace un nudo indesatable con la vida.

DIFUSIÓN

El sueño de la fonética produce monstruos. Entre sus compañeros del Colegio Dámaso Centeno, Charly García tenía un amigo con un apodo muy curioso: Ichina. Eran los primeros sesenta. En plena beatlemanía, los temas de Lennon y McCartney circulaban como un reguero de pólvora y los chicos se reunían para cantar o poner los discos. Cada vez que escuchaba el guitarrazo de «A Hard Day’s Night», el muchacho daba la señal de partida: Ichina jar dei nai… No era un caso aislado. Aunque todos parecían sentirse convocados por esa música, una buena parte del planeta no tenía ni la más remota idea de lo que decía. Así, de la misma manera en que circulaban cancioneros ridículos en castellano, aún hoy nadie se escandaliza demasiado cuando las películas de Hollywood son tituladas casi a la marchanta. Los libros, parece decirnos Laura Wittner, son otra cosa.

Editado por Entropía, Se vive y se traduce comienza con un epígrafe de Lydia Davis y termina con Wittner sentada junto a la cama de su padre: sosteniendo su mano y mirándolo a los ojos. En algún punto impreciso del medio, el libro hace un pase de magia y aquel ensayo sobre el oficio del traductor hace el nudo indesatable con la vida. Un poema de Ezra Pound en el pizarrón de la Universidad de Buenos Aires. Un año en Nueva York con una beca Fulbright. La conversación imaginaria con los autores. Los dolores de cintura. Los recorridos por las calles de Google Maps en busca de un restaurante o un camino de piedras o una pileta. El trabajo como fantasmas. «A veces para traducir un poema intentamos meternos en la mente del autor bastante más hondo de los que se metió él mismo», dice Wittner. «Realmente no sé quiénes nos creemos que somos.»

Aunque nunca termine de arrojarlo sobre la mesa, Wittner tiene un as en la manga: es una de las grandes poetas de su generación. Su diario sobre el oficio comienza a pedir pista a las tres o cuatro páginas y cuando queremos acordar estamos a bordo de un viaje extraordinario. Siguiendo el mapa de un escritor (Leonard Cohen, Claire-Louise Bennett, Al Alvarez, Anne Tyler, M. John Harrison), ajusta su astrolabio y recorre la zona palmo a palmo para hacer la cartografía de su propio idioma. Spoiler alert. En el final, todo es traducción. Y todo y nada, nos dice Wittner, se pierde en el camino.

—Los ghostwriters no deben estar en la presentación del libro. En términos de cábala, ¿conviene conocer personalmente al autor antes de sentarse a traducir?

—Todo contacto con quien escribió el texto original me sirve. Muchas veces incluso miro videos para ver cómo son, cómo se mueven, cómo hablan. Es una manera de encontrar pistas, quizás no de las cosas fundamentales de la traducción, pero sí para tomar pequeñas decisiones. Detalles, gestos, tonos. Sobre todo, cuando tengo que elegir entre una o dos opciones. Cuando puedo escribirles, lo que hago siempre es armar una lista con todas las preguntas que les quiero hacer para terminar el trabajo. Van desde las cosas más básicas, como el género de las personas (un montón de veces eso no está dicho en inglés, pero yo necesito saber si pongo amigo o amiga, en tanto las editoriales no me dejen poner amigue), hasta cosas mucho más generales de tono, pasando por asuntos muy idiosincráticos. Por ejemplo, un restaurante que había en Irlanda de 1970 a 1980. Es mi manera de restaurar el sistema con algunos datos más para que pueda tomar una decisión de traducción. Si el contrato incluyera un viaje a la ciudad donde vive esa persona, sería espectacular.

—¿Tus percepciones sobre los autores se confirman cuando los conocés?

—Hablé solo unos minutos con M. John Harrison, pero confirmé todas mis intuiciones. Al principio, no me animaba a acercarme. Estaba parada a un metro y lo miraba totalmente fascinada. Es precioso, además, un señor muy hermoso. Justo una persona se le acercó para que le firmara un libro, me señaló y le dijo: «Ella es la traductora». Así empezamos a conversar. Con Claire-Louise Bennett también las confirmé y hasta se intensificaron, porque dimos juntas un taller de traducción sobre un texto de ella y fuimos a una escuela secundaria para una entrevista con alumnos. Pero también me ha pasado lo contrario. Ponerme a traducir unos poemas y, en la mitad, ver o escuchar al autor leyendo esos versos y decir: «Ah, nada que ver». Entonces tengo que empezar de cero.

—Originalmente, la poesía estaba hecha para ser declamada. Entonces el influjo de la oralidad puede ser muy poderoso para la traducción. Uno puede relacionar esto con el vínculo entre la partitura y el intérprete.

—Es todo un tema a discutir, porque la forma en que la interpreta el autor no tiene por qué ser como la interpretamos nosotros. Si no hubiera una grabación y el autor estuviera muerto, solo tenemos lo que está en el papel. Pero, bueno, si está la posibilidad de ver o escuchar, muchas veces me ayuda a elegir. De pronto los escucho y el tono es absolutamente apagado y monótono, y quizás el poema a mí me llevaba hacia un lado un poco más expansivo o extrovertido. Entonces, si tengo tres posibilidades de adjetivo para uno que puso el autor, puede inclinar la balanza.

—Promediando tu libro, te permitís quejarte por el lugar fantasmal que les toca. ¿Cómo podría ser más justa la valoración para ese trabajo?

—A veces me gusta sentirme un poco fantasmal y a veces no. Para empezar, creo que eso tiene una incidencia en lo mal que cobramos. No solo muy poca gente sabe quién lo hizo, sino que muy poca gente sabe que alguien lo hizo. En las reseñas ya casi no hay lugar para el nombre del traductor, aun cuando muchas veces se diga «un estilo impecable» o lo que fuera. Uno intenta tratar de reproducir esa voz de la manera más cercana posible, mantenerse pegadito, incluso a veces para mal… porque ahí se acuerdan de que alguien tradujo. Viste que dicen que no se tiene que notar, pero, cuando el original lleva la misma palabra repetida cinco veces en un párrafo, a lo mejor yo dejo tres. En inglés molesta menos que en castellano.

—Así como los futbolistas tienen problemas de meniscos o los tenistas sufren con sus codos, hablás de los padecimientos físicos del traductor. ¿Cuáles son y cómo se manifiestan?

—En este momento hay un montón de personas cuyo trabajo implica estar mil horas sentados delante de una computadora. Pero, a diferencia de otras tareas, traducir implica una quietud suprema. Está el texto con el que tengo que trabajar a mi costado derecho y está el archivo donde se traduce en la pantalla. Esa misma posición durante muchísimas horas a mí me destroza la espalda. La cintura. La diferencia en la distancia de los textos, por otro lado, te perjudica mucho la vista.

—En un punto, el libro se termina de amarrar definitivamente a tu vida. ¿Qué significa que esté directamente dedicado a tu papá?

—Yo tomaba notas en mi diario, tenía mails donde intercambiaba cosas sobre la traducción con alguien y entradas en un blog o en mi cuenta de Twitter. De pronto, cuando ya estaba empezando a escribir partes y concibiéndolo como un libro, se reveló la enfermedad de mi papá de una manera totalmente inesperada. La vida se me detuvo, se me rompió todo. Mi papá era muy joven, una persona muy vital y muy activa, que viajaba constantemente por su trabajo. Lo único que pude seguir haciendo fue escribir y entonces se me fueron uniendo estas dos cosas. Para la familia, mi papá era la mente de todos. Contestaba las preguntas de todos. Mi papá, por ejemplo, fue la persona que insistió para que yo estudiara inglés. Lo primero que traduje profesionalmente en mi vida fue un trabajo con normas técnicas de calidad (era químico, pero trabaja como asesor de ISO [siglas en inglés para Organización Internacional de Normalización]) que él me consiguió. Casi todo lo hago de manera absolutamente espontánea y cada vez tengo menos filtros. Entonces hice lo que pude. La mente de mi papá me había explicado el mundo y, cuando estaba cerrando este libro, la estaba perdiendo a toda velocidad.

***

Cada uno se arma el mito que puede. Ricardo Piglia cuenta que, cuando era niño, estaba arrobado por la visión de su abuelo con un libro. ¿Qué estaba haciendo ese señor sentado durante horas y en la misma posición frente a ese misterioso objeto de papel? Agarró un libro cualquiera, se sentó en el umbral de su casa en Adrogué y repitió la operación. Unos minutos después, un transeúnte se detuvo y se lo dio vuelta. Estaba al revés. «Era Borges», especula Piglia. «¿A quién sino a él se le puede ocurrir hacerle esa maliciosa advertencia a un chico de 3 años que no sabe leer?» En el mito de Wittner, por ejemplo, todo también sucede en la casa de los abuelos. Entre la habitación y el balcón, sobre esas reposeras de tres cuerpos que siempre quedan chuecas. De pronto, su padre entra en la escena con un regalo: Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato. «Pero recién aprendí a leer», dice la niña. «Por eso mismo», le responde. «Ahora lo podés leer sola.»

En un texto llamado «Sobre una idea de Nanni Moretti», Wittner hace un inventario de lecturas iniciáticas atravesado por las circunstancias físicas de esas lecturas. A los 10, en el triángulo de sol que caía sobre el parquet de su cuarto. A los 13, quedándose dormida en un hotel del sur de Brasil. A los 15, en un colectivo de larga distancia mientras todos dormían. A los 19, en la Biblioteca Lincoln, haciendo su primera lectura completa de un libro en inglés. A los 23, con el Retrato del artista adolescente, de Joyce, tomando café frente a la pileta del Club Villa Crespo. «Conservaba, mientras leía, la sensación de blandura y bienestar, los ecos indefinidos de debajo del agua», dice Wittner. «Me parecía que ese estado me acercaba a la posibilidad de ser Stephen.»

Precisamente entonces, Wittner estaba incrustada en el núcleo indivisible de la revista 18 Whiskys: el mascarón de proa de aquello que, con el diario del lunes, llamamos poesía de los noventa. Dos números, mil aventuras, un staff. Daniel Durand, Fabián Casas, José Villa, Rodolfo Edwards, Darío Rojo, Mario Varela, Teresa Arijón, Juan Desiderio, etcétera. En el alba radioactiva del menemismo, 18 Whiskys escribió sus reglas y, sobre ese juego, se fundaron las dos editoriales donde Wittner editó sus primeros volúmenes de poesía: El pasillo del tren (Trompa de Falopo, 1996) y Los cosacos (Ediciones del Diego, 1998).

—Durante los últimos años también escribiste muchos libros para niños y reflexionaste sobre la lectura en la infancia. ¿Qué clase de lectora fuiste vos?

—Era imparable. Justo ayer, buscando una cita de E. M. Forster que aparece dentro de la novela que estoy traduciendo, me encontré con un pasaje que puedo relacionar muy directamente con lo que me producía leer. «Como todo verdadero performer, estaba embriagada por la mera sensación de las notas: eran dedos acariciando los suyos; y por el tacto, no solo por el sonido, llegó a su deseo.» Así me sentía yo: era el solo acto de tocar los libros, de posar la vista sobre las palabras y transformarlas en una idea. Leía un montón, me encantaba, era lo que más hacía: una niña totalmente sedentaria. Sentada en el sillón o tirada en la cama.

—Me da la sensación de que, en tu caso, no hay forma de disociar las lecturas de las circunstancias físicas de esas lecturas.

—No hay forma. La lectura depende un montón de eso. Las cosas que leés en tránsito, por ejemplo: un viaje lejos donde te hacés el rato para leer o un viaje en el subte. Si está pasando paisaje por el costado, si estás realmente aislada, si no tenés todas las preocupaciones que tenés en tu casa… donde ya me es casi imposible leer. Eso nos está pasando a todos. Antes, lo que más quería era volver a mi casa para sentarme a leer y ahora prácticamente tengo que salir de mi casa para que no me encuentren. Es espantoso.

—En ese sentido, ¿cuáles fueron las circunstancias físicas de tu acercamiento al grupo que fundó 18 Whiskys?

—En la facultad de Letras. Cursaba muy tarde el práctico de Literatura Latinoamericana 2 y hacía un frío terrible adentro del aula. Éramos pocos y la profesora no lograba hacer avanzar la clase. Las palabras caían al vacío y todos nos mirábamos. Leía un poema de Vallejo, nos preguntaba qué opinábamos y nadie decía nada. José Villa y Daniel Durand tenían muchas cosas para decir, pero se habían obstinado: si la profesora no va a dar la clase, nosotros no vamos a decir nada. Éramos muy jóvenes. Ahora supongo que diríamos algo. Creo que esa incomodidad nos hizo acercar: hacíamos chistes. Después de la clase, volvíamos caminando hasta Rivadavia para que cada uno se tomara su colectivo. A veces se sumaba Fabián Casas, que estudiaba Filosofía. En esas caminatas empezamos a ver que teníamos algunos gustos en común y nos hicimos amigos. Más que nada, ellos me enseñaron un montón de cosas. Hasta ese momento, yo había leído poca poesía. O mucho, pero desde pocos autores.

—Cuando somos jóvenes, tenemos la sensación de que realmente podemos leer todo.

—Tenía un montón de tiempo y tenía la mente disponible. Creo que ni siquiera es por la edad, porque ahora la gente a esa edad tiene la mente llena de todas estas porquerías que ya sabemos. En esa época, no. Nos íbamos a comer a lo de Daniel y lo que hacíamos era fagocitar su biblioteca en vivo. Mientras pedíamos una pizza, agarrábamos un libro y entre todos tratábamos de ver esa palabra en su idioma original. Yo escribo desde que soy muy chica, pero venía más inclinada a la narrativa. Aquella fue como mi verdadera iniciación en el camino de la poesía. Ese grupo de amigos, esa situación colectiva.

—Con la perspectiva del feminismo y las últimas conquistas, ¿cómo te ves en aquel grupo mayormente compuesto por varones?

—Me da vergüenza de mí misma, porque no lo tenía tan presente. Fue toda una revisión de grande y mi participación en ese grupo es la más inocua de todas mis revisiones. Yo no era la única mujer. Otras iban y venían, y muchas de ellas siguen estando alrededor de la literatura, pero yo era la más constante. Fue una época hermosa. Si hago una revisión es más que nada para preguntarme por qué esto era así. Pero nada recriminatorio. Conmigo fue siempre todo muy igualitario, no tengo quejas. Lo que pasa es que en esta revisión encuentro que no fue el único grupo donde yo era la única mujer. Me pasó muchas veces. No me lo recrimino porque mis amigas más cercanas siempre fueron mujeres, pero sí lamento haberme perdido de algunas cosas que me habrían formado de otra manera. En aquella época había mujeres que circulaban por esos ámbitos y hubiera estado bueno saber qué cosas estaban haciendo. Quisiera haber formado parte también de eso.

—Muchos de los poemas que escribiste en esa época están muy atravesados por el desplazamiento. ¿La inestabilidad favorece tu poesía?

—Soy muy aferrada a la gente y a los lugares, pero esos momentos de inestabilidad –el nacimiento de un hijo– o de tránsito –una ciudad nueva, un país– siempre me impulsaron a escribir. No necesariamente sobre ese tema. Es una idea de viaje que no combate con la idea de rutina. A veces viajo a algún lado y voy siempre al mismo café durante una semana. Trato de imaginarme por un segundo cómo sería vivir ahí. Me gusta mucho quedarme quieta: me voy a sentar acá y ver la gente que pasa. Prefiero saber cómo es esa esquina antes que conocer la ciudad entera. Esa experiencia va filtrando, tamizando. Esto es lo que va a quedar. En unos años, con un poco de suerte, va a llegar a la escritura. Quién sabe.

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