Este lunes 9 comenzó en Ciudad de Guatemala el juicio a dos ex altos mandos del Ejército: Manuel Callejas y Callejas y Benedicto Lucas García, respectivamente, exjefe de inteligencia militar y excomandante del Ejército. Ambos son acusados de genocidio y delitos de lesa humanidad por masacres de indígenas mayas ixiles a fines de los años setenta y principios de los ochenta, bajo las dictaduras de Fernando Romeo Lucas García, hermano de Benedicto, y, sobre todo, de Efraín Ríos Montt. Las matanzas dejaron al menos 1.771 personas asesinadas.
En 2018 la Justicia los condenó a ambos por dos casos: los de la militante política Emma Molina Theissen y su hermanito Marco Antonio, de 14 años. En 1981, Emma, que entonces no llegaba a los 20 años, fue secuestrada, violada colectivamente y torturada. Logró escapar y, en represalias, poco después, los militares secuestraron a Marco Antonio, que permanece desaparecido. Cuatro años atrás la Justicia les impuso a los exoficiales una pena de 25 años de prisión. También condenó a otros dos oficiales.
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En un país en el que, durante el llamado conflicto armado (1960-1996), hubo al menos 40 mil desaparecidos, los uniformados condenados (responsables también de la gran mayoría de los cerca de 200 mil muertos reconocidos) son un puñadito ínfimo.
De acuerdo a documentación reunida por organismos de derechos humanos, solo entre 1981 y 1983, bajo las dictaduras de Lucas Callejas y Ríos Montt, más de 620 aldeas indígenas fueron atacadas por hordas de militares, en función de un plan sistemático de exterminio: entre los 1.771 asesinados, hubo cientos de niños, golpeados hasta la muerte y arrojados a fosas comunes. Muchos de los que sobrevivieron fueron explotados como esclavos. Las mujeres eran invariablemente violadas. Por esos hechos son hoy juzgados Benedicto Lucas García y Manuel Callejas y Callejas. Los fiscales aseguran que fueron ellos quienes planificaron la estrategia de contrainsurgencia de las Fuerzas Armadas guatemaltecas en territorio de los indígenas ixiles, identificado por los militares como zona enemiga por su supuesta connivencia con la guerrilla.
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En mayo de 2013, el dictador Efraín Ríos Montt fue sentenciado a 80 años de prisión (50 años por genocidio y 30 años por crímenes de guerra), precisamente por la matanza de los ixiles. Fue un juicio emblemático, debido a la envergadura del personaje y la «conmoción colectiva que se apoderó de la población por los horrores escuchados durante el proceso», según dijo el abogado de una de las víctimas que pudieron testificar ante el tribunal penal. Poco le importó a ese jurado que el general fuera «un viejito» (tenía 86 años) y lo envió a la cárcel. «Es un avance tan importante que pasará mucho tiempo antes de que los guatemaltecos logren comprender la magnitud de este hecho», dijo, tras la lectura de la sentencia, la militante humanitaria Iduvina Hernández.
Pero poco duró la alegría. De inmediato los abogados del militar comenzaron una serie de chicanas, en simultáneo a poco disimuladas presiones castrenses sobre la Justicia y amenazas a jueces y abogados. Dos semanas después del «fallo histórico», la Corte de Constitucionalidad anuló lo actuado por «vicios formales» y ordenó que todo volviera atrás. El proceso se reinició en 2017, pero Ríos Montt murió en abril de 2018, a los 91 años, sin haber ido a la cárcel.
Cinco meses más tarde, en setiembre, un tribunal reconoció por unanimidad que la represión contra los ixiles tuvo características de genocidio. Pero nadie hasta ahora ha marchado a prisión por esas matanzas. El único acusado superviviente, José Mauricio Rodríguez Sánchez, jefe de inteligencia militar durante la dictadura de Ríos Montt, fue absuelto.
A fines de noviembre de 2019, el Ministerio Público imputó a Callejas y Callejas y a Lucas García por genocidio, desaparición forzada y otros delitos de lesa humanidad. También acusó por los mismos crímenes al exjefe de operaciones militares César Octavio Noguera Argueta, que murió un año después. En agosto de 2021, el juez Miguel Ángel Gálvez, que se hizo cargo de la instrucción del caso, determinó que había pruebas suficientes como para llevar a juicio a los otros dos militares imputados.
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No fue el único expediente por violación de los derechos humanos –ya de por sí particularmente pesado– que asumió el juez Gálvez. Recayó igualmente en él el llamado Diario militar, también conocido como dossier del Escuadrón de la Muerte, un registro de las acciones de vigilancia y represión llevadas a cabo entre 1983 y 1985, bajo la dictadura del general Óscar Humberto Mejía, contra casi dos centenares de opositores políticos, que en su mayoría acabaron siendo asesinados (al menos 15) o desaparecidos (131). Los cuerpos de seis de ellos fueron localizados en fosas comunes en un cuartel militar con señales de torturas; otros dos, en un cementerio (véase «Esos atropellos, ese silencio», Brecha, 30-VII-21).
En el «diario» se llevaban anotaciones detalladas sobre la casi totalidad de los casos. Así funciona la burocracia militar. «En algunas entradas se indica que las personas fueron asesinadas o desaparecidas: “se fue” o “se lo llevó Pancho”. En otras, aparece el número “300”, un código que significa que la víctima fue asesinada, junto con la fecha de su muerte», consigna una nota publicada el 29 de abril último en el boletín en español del Washington Office for Latin America (WOLA), una ONG estadounidense que, desde los años setenta, denuncia las actuaciones de las Fuerzas Armadas latinoamericanas y a sus cómplices o mandantes nacionales e internacionales.
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Por la causa Diario militar la fiscalía acusó a 15 antiguos oficiales; en mayo Gálvez levantó cargos contra nueve, a los que decidió enviar a juicio oral y público. El principal imputado es el general retirado y exministro de Defensa Marco Antonio González Taracena, contra quien Gálvez retuvo 14 cargos de desaparición forzada, tres de homicidio, uno de tentativa de homicidio y 21 de crímenes de lesa humanidad. González Taracena fue vicepresidente de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (Avemilgua), «fundada en 1995 por poderosos oficiales retirados, irritados por la idea de firmar un acuerdo de paz con la guerrilla, que consideraban derrotada», de acuerdo al artículo del WOLA. «Varios de estos oficiales, incluido González Taracena, han sido vinculados a la Cofradía, una red de oficiales de inteligencia militar retirados, conectados por sus acciones en la guerra, que utilizaron su influencia para desarrollar sofisticadas estructuras conocidas como CIACS (Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad), dedicados a actividades ilícitas como tráfico de drogas y lavado de dinero.»
La Avemilgua jugó un papel importante, junto con grandes empresarios y políticos de primer nivel, en la oposición a la creación y el funcionamiento de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), un organismo creado en 2007 en la órbita de Naciones Unidas para llevar ante la Justicia a acusados de delitos de diverso tipo, sobre todo de corrupción, en los que también había militares retirados involucrados. En 2019 la CICIG se disolvió, no sin antes elaborar un informe en el que habla de un Estado «capturado» y «cooptado» por «grupos de poder» y «redes político-económicas ilícitas», que comprende a «funcionarios, políticos, empresarios y grupos criminales». El gobierno del evangelista Jimmy Morales le terminó prohibiendo el ingreso al país al comisionado de la CICIG, el colombiano Iván Velázquez (véase «Cerca del golpe», Brecha, 14-IX-18).
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Con su decisión de imputar a los nueve oficiales por el caso Diario militar y de impulsar la condena de Callejas y Callejas y Lucas García por el genocidio indígena, Miguel Ángel Gálvez se puso en la mira de una de las estructuras de poder menos depuradas en la Guatemala dizque «democrática»: las Fuerzas Armadas. En mayo, recuerda el WOLA, el director de una fundación privada –la Fundación Contra el Terrorismo–, «que ha apoyado a militares en varios casos de justicia transicional en Guatemala, prometió ver al juez “preso o exiliado”».
La campaña de presión dio resultado. En noviembre Gálvez renunció y se exilió. Pero el proceso por las masacres de los ixiles continuó. El tribunal deberá examinar ahora la enormidad de pruebas presentadas por la acusación, entre ellas los testimonios de 200 sobrevivientes de la masacre, decenas de peritajes de la Fundación de Antropología Forense y de expertos científicos, documentación oficial e investigaciones periodísticas que dan sustento a las denuncias. Algunas organizaciones sociales son escépticas en cuanto a que se logre una condena de los imputados en este y otros casos de violaciones de los derechos humanos o de corrupción o que los acusados acaben efectivamente yendo a la cárcel, visto lo sucedido con Ríos Montt y la absolución de su jefe de inteligencia, así como el marco de represión y corrupción que rodea al gobierno de Alejandro Giammattei.
«Durante la última década», concluye otra nota del WOLA, publicada este lunes 9, «redes formadas por miembros de la elite política y militar de Guatemala, grupos criminales y el sector privado se han movilizado para hacer frente a los esfuerzos contra la impunidad. Estos grupos han hecho causa común con el actual gobierno de Giammattei, que ha supervisado el desmantelamiento total de las instituciones creadas para aplicar los acuerdos de paz. Estas acciones amenazan con socavar la capacidad de las víctimas de graves violaciones de derechos humanos para acceder a la justicia, la verdad y la reparación».
Los gobiernos –el de Giammattei, el de Jimmy Morales, el de Otto Pérez Molina, otro general– vienen arremetiendo contra «cualquier voz crítica», dijo en agosto, poco antes de abandonar su cargo, el entonces procurador de los Derechos Humanos Jordán Rodas. Durante cinco años, Rodas denunció tramas de corrupción en las que aparecen involucrados funcionarios, empresarios, militares, políticos de derecha con «llegada a Washington y Bruselas», según declaró al diario madrileño El País (5-VIII-22). Bajo el mandato de Giammattei, decía el fiscal en ese artículo, se ha profundizado el retroceso «en materia de derechos humanos y de lucha contra la impunidad y la corrupción», y agregaba que el gobierno ya no puede disimular que es un «títere de los grandes empresarios» reunidos en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (más conocido por sus siglas, CACIF), «una especie de logia capitalista que mueve los hilos del poder», según se apunta en la nota.
Casi todas las cabezas de los fiscales y los jueces que les han plantado cara a «los dueños de la finca» han rodado. Al menos 25 han debido exiliarse en los últimos cuatro años y otros 60 están en la picota. El último caso fue el de Virginia Laparra, exfiscal de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, que a mediados de diciembre fue condenada a cuatro años de prisión acusada de «abuso de poder» por haber acusado demasiadas veces de corrupción a un juez. Laparra denunció haber sido víctima de «venganza política», por su papel en la CICIG y su participación en el combate a «todas las impunidades».
De acuerdo a un artículo de la Deutsche Welle (16-XII-22), «la persecución en contra de los fiscales y jueces anticorrupción en Guatemala ha sido encabezada por la organización de extrema derecha Fundación Contra el Terrorismo», un grupo estrechamente vinculado a la Avemilgua, la asociación dirigida en su momento por el general retirado Marco Antonio Rodríguez Taracena, que estaría financiado por «grandes empresarios», según una investigación de 2013 de la revista digital Plaza Pública. Todo cierra.