Divulgar situaciones con cuerpos calcinados o descuartizados, caracterizar el crimen desde el detalle escabroso son viejos recursos que el periodismo de masas –primero la prensa escrita y luego la televisión– ha utilizado para atraer la atención de grandes públicos. Esa forma sensacionalista de abordar el delito ha sido uno de los puntales en la construcción de miedos y sentimientos de inseguridad en las sociedades contemporáneas. ¿Acaso la abundancia de sangre en la información es realmente importante para definir y comprender una realidad? ¿Qué consecuencias termina generando sobre las subjetividades de las personas? Mucho se ha debatido sobre estos asuntos, y los propios medios de comunicación han sido interpelados por las derivaciones negativas de esas estrategias.
¿Qué ocurre cuando ese tipo de información es el principal insumo para hacer política en el ámbito de la seguridad? Los registros de violencias, la descripción de los modus operandi, el hallazgo o invención de claves íntimas de actos monstruosos, los testimonios y las demandas de las víctimas, etcétera, se vuelven temas de conversaciones recurrentes y habilitan el enlace de las agendas mediáticas, políticas y públicas. La información sobre el delito (mejor será decir, sobre algunos delitos) permite subirse a las olas, elegir los momentos para el ataque y el contraataque, marcar el tono emocional e imponer una visión última sobre la naturaleza de los problemas sociales.
Sin embargo, cuando la información sobre el delito, casi siempre de fuente policial, se vuelve pieza reflexiva y discurso político, con la intención de marcar referencia y generar una base de apoyo, el problema ya es otro. Cuando la información policial moldea un relato que fundamenta una supuesta posición de izquierda, entramos en un terreno mucho más inquietante. Narrar una dinámica delictiva acotada y detallar las formas de matar para entender cómo funciona esa violencia no es, precisamente, un recurso inusual. Hacerlo para concluir que estamos en el peor de los escenarios (violencia narco, métodos mexicanos) es algo con lo que convivimos hace años. Filtrar detalles, bosquejar catástrofes y exigir medidas urgentes para evitar que esas realidades se instalen entre nosotros (como en México, Colombia o el Triángulo Norte de Centroamérica) ha sido una práctica alentada en nuestro país por algunos policías y periodistas.
En mayo de 2018, en un momento muy delicado (pues el nuevo Código del Proceso Penal estaba dando sus primeros pasos y los programas focalizados de prevención policial del delito comenzaban a mermar en su rendimiento), el entonces director de la Policía Nacional, Mario Layera, realizó unas declaraciones resonantes: objetó que algunas áreas del Estado no colaboraban plenamente con la Policía, y obstruyeran el necesario trabajo para contener la violencia y el delito que se producen en espacios de marginalidad. Si eso no se hace bien, afirmó, los marginales nos ganarán la partida y llegaremos a los niveles de algunos países de Centroamérica. Pero dijo algo más, no muy diferente a lo que se ha escuchado en los últimos días en el discurso del gobierno: «Hay una sociedad que tiene un lenguaje común, una cultura común, pero hay sectores a los que no les entendés las palabras, ya tienen otro idioma, tenés que preguntarles qué están diciendo. Es como hablar con un chino».
Este discurso tiene un gran poder de impacto. Es negativo, fatalista, acusa al brazo social del Estado y exige más poder para la Policía. Si bien reconoce la base social de los problemas, su centro de acción son las instituciones del sistema penal. Sin embargo, el discurso se ubica en un espacio mucho más sutil de «profecía autocumplida». Cada vez que algo adverso se anuncia, más tarde o más temprano se termina instalando. El problema es que estos anuncios se hacen desde el corazón del Estado o desde personas con las más altas responsabilidades en materia de gestión de la seguridad. En la última década, la violencia homicida nos pasó por arriba, y, a pesar de la lucidez y algunos esfuerzos, nada fue suficiente para revertirla. ¿No estaremos precisando otras preguntas y otras respuestas?
Cuando una parte de ese discurso se instala como matriz visible en un partido de izquierda en la oposición, el asunto adquiere otro cariz. Desde nuestro punto de vista, aquí entran en juego dos operaciones fundamentales. En primer lugar, al centrarse en las formas más aberrantes de la violencia narco que ocurre en los espacios más vulnerables, se pierde de vista los contextos que permiten desagregar cómo esa violencia se materializa en distintas esferas relevantes. A mayor pretensión de impacto del relato, menos capacidad de pensamiento. Disponer de información y transformarla en un discurso no equivale a tener un marco de comprensión adecuado. De hecho, la información que produce la Policía sobre estos fenómenos puede ser cuestionada desde varios puntos de vista para entender las interacciones, los desplazamientos y las lógicas profundas que sostienen los mercados ilegales. Iluminar el problema «narco» como una cuestión enteramente criminal oculta mucho más de lo que revela. Y eso tiene consecuencias a la hora de imaginar, diseñar y ejecutar estrategias de intervención eficaces, pues la narrativa bélica solo es útil para reproducir intereses político-institucionales. No en vano, aquí y en todas partes, la raíz de los problemas se mantiene incambiada. Revelar el horror y prometer un combate final: el esquema no puede ser más simple.
En definitiva, no podemos aproximarnos a estos fenómenos sin reparar en los procesos de criminalización que históricamente se han acumulado sobre las drogas entendidas como mercancías. En territorios abandonados y de alta vulnerabilidad, la política criminal que persigue la circulación y comercialización de ciertas drogas ilegalizadas ha dado como resultado un complejo juego de actores. La humillación y el desprecio que han construido las interacciones cotidianas han forjado un suelo de violencias, al que no es ajeno el propio Estado. El horror a la hora de matar no puede disociarse de un escenario de expectativas en donde las personas se saben matables y descartables. Y sin olvidar que la gran mayoría de los agresores y los muertos son siempre los mismos: los varones más jóvenes de las clases populares. Hoy tenemos un problema agravado, y nada indica que la cosa no pueda empeorar. Sin embargo, si no reparamos en los efectos negativos que producen las propias herramientas que fundamentan la promesa, lo único que estamos alimentando es la demagogia punitiva. El acoso estigmatizante en las calles, la violencia del Estado, la corrupción, la deshumanización en las cárceles, los efectos no deseados de intervenciones violentas más o menos planificadas, ¿cuánto han incidido en la conformación de la realidad que hace un tiempo nos azota?
La segunda operación que queremos reseñar es más interna y se asocia con la definición de las estrategias políticas de la izquierda. No es descabellado pensar que ese discurso sobre la autoridad y la Policía para derrotar al narco es muy poco creíble en el otro lado de la polarización. Desde 2010, el Frente Amplio (FA) ha hecho muchos ensayos en esa líneas, y no se puede asegurar que con buenos resultados. Insistir en los argumentos de la falta de autoridad, de un Estado que se retira de los lugares más calientes y de la desmoralización de la Policía (es decir, repetir las razones que la derecha usó para atacar las políticas de seguridad del FA), no necesariamente es un buen camino para aumentar los niveles de adhesión de la gente. Más bien lo contrario, ya que ese discurso termina corroyendo las bases mismas de la izquierda para la comprensión alternativa de estos fenómenos.
En un escenario en el que faltan convicciones profundas sobre muchas áreas (en particular, en asuntos vinculados con políticas de redistribución), en el que se ha absorbido una lectura más conservadora sobre los conflictos que laten en la violencia y el delito, estas referencias de ley y orden vienen a cumplir un papel fundamental: pasan por convicciones firmes y nos dejan la sensación de que, efectivamente, estamos enfrentando a un gobierno que nos hizo la vida imposible cuando fue oposición. Pero ninguna de las dos cosas es real. Lo que ocurre, en verdad, es un discurso hegemónico que cancela otras referencias, que impide la riqueza programática y que desactiva los pocos resortes de reflexividad que quedan visibles. Y lo más desalentador es que esto tiene lugar sin contestaciones ni protestas. ¿Dónde quedó el espíritu del «No a la baja»? ¿Dónde recuperar los argumentos de «el miedo no es la forma» y de las peleas más fermentales contra la Ley de Urgente Consideración? ¿Dónde están esos espacios de intercambio de ideas, de diálogo con sectores sociales para llegar a una síntesis? El FA prometió escucha, ampliación de miradas, humildad. Si dentro de la izquierda no se rompe con esa lógica, y con urgencia, no solo está en riesgo la efectividad de una futura política de seguridad, sino el alma misma de una visión y una práctica emancipadoras.