Doctora en Estudios del Cercano y Medio Oriente por el Instituto de Estudios Políticos de París, integrante del Centro para el Diálogo Humanitario de Génova y exinvestigadora del International Crisis Group, el Instituto de Estudios Políticos de París (Sciences Po) y el Carnegie Middle East Center, Loulouwa al-Rachid es autora de numerosas publicaciones sobre Irak, entre ellas L’Irak Après l’Etat Islamique: une Victoire qui Change Tout? (Irak después del Estado Islámico: ¿una victoria que lo cambia todo?) (2017), además de numerosas publicaciones académicas sobre los efectos de la invasión y ocupación estadounidenses en ese país, tema del que habló en esta entrevista.
—En 2003, Estados Unidos invadió Irak y derrocó la dictadura de Saddam Hussein. Veinte años después, ¿cuál es el resultado de esta política estadounidense de «cambio de régimen»?
—La invasión de 2003 es una de esas guerras de las que nadie sale vencedor. Para los iraquíes, fue devastadora. Alteró el equilibrio regional y, en el ámbito internacional, desreguló el uso de la fuerza. Justificada en su momento por mentiras sobre la presencia de armas de destrucción masiva y la fantasiosa implicación de Hussein en los atentados del 11 de setiembre, y presentada, al resto del mundo, como una misión de democratización en Oriente Medio, constituyó, de hecho, el colmo de la arrogancia estadounidense y un ataque imperialista infligido a un país por otro.
La operación estadounidense se basó en el mito de que existía un «vacío político» en Irak. Convencidos de que la democracia y el desarrollo económico florecerían instantáneamente, los estadounidenses brutalizaron una sociedad que había estado bajo un velo dictatorial durante tres décadas [desde 1968, bajo las presidencias de Ahmed Hassan al-Bakr y luego de Hussein, líderes del partido único Baaz]. La confusión y la actitud de espera de los iraquíes cuando llegaron más de 160 mil soldados eran comprensibles. Esto no impidió que muchos de ellos creyeran en las promesas de progreso y prosperidad de Washington. A fuerza de arrogancia y determinación ideológica, los estadounidenses destruyeron el Estado, el aparato de seguridad y todos los modos de regular la sociedad iraquí, y allanaron el camino para una guerra civil [que se extendió, primero, de 2006 a 2009 y, luego, de 2013 a 2017].
Completada oficialmente en 2011, cuando las tropas estadounidenses se retiraron, la invasión se cobró la vida de más de 4.500 soldados estadounidenses y de un mínimo de 186 mil a 210 mil civiles iraquíes, según lo estimado por la organización independiente Iraq Body Count. Un estudio [fechado en 2006] de la revista científica estadounidense The Lancet estima en más de 600 mil las víctimas directas e indirectas del conflicto. Ninguna familia iraquí escapó a la violencia (guerra, desplazamiento, éxodo y destrucción económica a gran escala) que se desató en su país a partir de 2003.
—¿Qué aprendieron los estadounidenses de esto?
—Veinte años después, George W. Bush cometió un desliz cuando se refirió a la decisión del presidente ruso, Vladímir Putin, de invadir Ucrania como «la decisión de un hombre de lanzar una invasión totalmente injustificada y brutal a Irak, quiero decir, Ucrania». Estados Unidos no ha sido responsabilizado por esta guerra, que se emprendió por una razón que no era vital para ese país y se libró en contra de la opinión de la comunidad internacional. Ha burlado descaradamente el derecho internacional, así como el respeto a los derechos humanos, como se vio a las claras en los escándalos de tortura en la prisión de Abu Ghraib y la masacre en la plaza Nisour a manos de los mercenarios de Blackwater, entre otros casos.
Hoy, las autoridades y los expertos estadounidenses creen que invadir Irak fue un error, pero no moral, sino estratégico. Para citar la expresión [del secretario de Estado de Estados Unidos], Antony Blinken, [en marzo de 2021], la estrategia de cambio de régimen «no funcionó», ni en Irak, ni en Afganistán, ni en Libia. Este razonamiento explica, por ejemplo, la cautela de Estados Unidos con respecto a la Siria de Bashar al-Asad.
—¿Cuáles fueron las consecuencias regionales de la invasión de 2003?
—Los estadounidenses abrieron las puertas de Irak a Irán. Sintiéndose amenazado por la llegada de tropas estadounidenses a sus fronteras, Irán desarrolló una estrategia de influencia e injerencia en todo Oriente Medio. También aceleró su búsqueda nuclear para protegerse contra la invasión de un país hostil.
Turquía, impulsada por su obsesión antikurda y la ambición de asumir el liderazgo del islam suní, también se abrió paso gradualmente en los asuntos iraquíes. Arabia Saudí, que temía un efecto dominó en caso de que Irak se democratizara, rápidamente pasó a jugar en ambos bandos. Se deshizo de sus propios yihadistas enviándolos a Irak a luchar contra el Occidente imperialista. Luego, cuando vio el ascenso al poder en Bagdad de las milicias iraquíes apoyadas por Teherán, denunció la creación por Irán de una «media luna chií» que iba desde Líbano hasta Yemen, pasando por Siria e Irak, en el marco de una polarización religiosa deliberadamente exagerada por las potencias hegemónicas regionales.
—Desde 2014, Bagdad se ha involucrado en un acto de equilibrio entre Irán y el campo occidental. ¿Puede esta posición promover la estabilidad iraquí y regional?
—Por el momento, esta neutralidad es, más que nada, una admisión de impotencia. El Estado iraquí se ve obligado a tomar esta posición mientras su sistema político no es lo suficientemente estable para poder repeler las injerencias externas que socavan su soberanía. Hoy, China parece estar posicionándose para tomar el relevo de Occidente: ya controla una proporción significativa de la producción de petróleo iraquí.
—La retirada estadounidense se ve reforzada por la derrota de la organización Estado Islámico en 2017.
—Estados Unidos ya no quiere involucrarse en la escena política iraquí más allá de un rol de vigilancia. Tiene aún menos razones para hacerlo desde que frenó, hasta cierto punto, la influencia iraní en Irak y la región con el asesinato del general iraní Qasem Soleimani [en enero de 2020]. Por lo demás, ahora prefiere tercerizar el intervencionismo con otros actores regionales: Israel, Turquía, los países del Golfo. Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos han prometido a los iraquíes que reinvertirán en su país, pero no están dispuestos a arriesgar su capital en Irak ni a una confrontación abierta con Irán.
A pesar de esto, los iraquíes siguen convencidos de que los estadounidenses –no los europeos, los iraníes o los países árabes– son los únicos que pueden resolver sus conflictos. No pasa una semana sin que el actual primer ministro, Mohammed Shia’ al-Sudani –cuyo gobierno, sin embargo, se considera cercano a los iraníes–, se reúna con la embajadora estadounidense en Bagdad.
—Veinte años después de la invasión, Irak parece incapaz de salir del caos.
—Para los iraquíes, la guerra de 2003 se convirtió en una insurgencia armada contra los extranjeros. Trasladó la yihad desde Afganistán hasta el corazón de Oriente Medio y hundió a Irak en una guerra civil entre suníes y chiíes.
Al poner fin al régimen baazista, que operaba reprimiendo toda disidencia interna, los invasores estadounidenses abrieron una caja de Pandora. Amplificaron los conflictos latentes al trastornar las jerarquías de poder entre comunidades étnicas y religiosas, entre clases sociales y entre exiliados e iraquíes en suelo patrio [sobre lo sucedido en Irak tras la invasión estadounidense, véase «Después del Estado Islámico», Brecha, 10-XI-17]. La sociedad iraquí respondió con violencia para renegociar un punto de equilibrio diferente y otras modalidades de regulación y convivencia.
Ahora, y desde el trauma causado por el Estado Islámico, los suníes han estado en una posición de sumisión y conciliación. Están resignados al hecho de que Irak se haya convertido en un país chií, destinado a mantener relaciones relativamente estrechas con Irán. Los kurdos están satisfechos con lo que han obtenido: garantías constitucionales como el federalismo y la protección internacional. La mayoría chií está dividida en camarillas rivales en lugar de una supuesta división entre nacionalistas iraquíes versus agentes iraníes.
Los líderes de estos tres polos forman una cleptocracia y se aferran a la muhassassa, la distribución étnico-religiosa del poder y la riqueza. Muchos críticos de este sistema culpan a los estadounidenses por este sectarismo. Puede que ellos no lo hayan inventado, pero lo institucionalizaron.
—¿Pueden reconstruirse la sociedad y el Estado iraquíes a partir de este estado de violencia y polarización?
—Se necesita tiempo para dejar atrás el autoritarismo. Veinte años es un período corto en la vida de un país. Todo tiene que ser renegociado, tanto interna como externamente: la naturaleza de su régimen político, el papel que se le da a la religión, el tipo de nacionalismo que se profesa, el anclaje regional e internacional del país. Todo esto es volátil e incierto. Los desafíos son inmensos: un crecimiento vertiginoso de la población, una economía arcaica que es totalmente improductiva fuera del sector petrolero, una corrupción endémica, desastres ambientales.
Pero la capacidad de los iraquíes para reinventarse y recuperar su destino no debe subestimarse. Las protestas de octubre de 2019 así lo demostraron: terminaron el período de la invasión estadounidense al mismo tiempo que abrieron una nueva era, centrada en las demandas socioeconómicas (véase «Las dos opciones», Brecha, 9-V-20). También comenzaron a pedir cuentas a los partidos y facciones chiíes, que se han apropiado del sistema establecido por los estadounidenses. El sistema es resiliente.
Pero es un régimen sin cabeza. No es ni dictadura ni democracia. ¡Los iraquíes son mucho más libres que los saudíes o los egipcios! Viven bajo un régimen en parte pluralista, en parte represivo, en el que los milicianos se han convertido en ministros y diputados. No tienen una teocracia al estilo iraní, pero nadie puede contradecir al ayatolá Ali al-Sistani, la máxima autoridad chií del país. Están gobernados por islamistas chiíes, pero sin islamismo oficial, especialmente porque la existencia de la República Islámica de Irán es un elemento disuasorio. Tienen petróleo, pero una cuarta parte sigue siendo pobre, sin electricidad ni agua potable.
No soy pesimista, porque –a diferencia de lo que ocurre hoy en Líbano, donde, ante un atascamiento político social y económico más o menos similar, la población se ha rendido–, la sociedad iraquí está agitada por una ira inmensa. La ira es un motor extremadamente poderoso para el cambio.
(Publicado originalmente en Le Monde. Traducción de Brecha.)