Para un país que ha visto crecer sus tasas de homicidios en una década, los estudios en profundidad sobre este fenómeno son escasos. Además del afán descriptivo de la información oficial y el detalle periodístico para dar cuenta de ciertas formas de matar, tenemos algunas pocas aproximaciones desde el campo de las ciencias sociales. En esta oportunidad, nos queremos detener en dos antecedentes recientes, uno por sus implicancias académicas y el otro por su alcance masivo. Nos interesa señalar cómo los estudios más rigurosos quedan sin demasiadas traducciones políticas y, a la inversa, cómo los textos más testimoniales se asumen públicamente sin problematización alguna.
El primer libro se titula Relatos de muerte. Homicidios de jóvenes montevideanos en ajustes de cuentas y conflictos entre grupos delictivos (2021), escrito por Gabriel Tenenbaum, Mauricio Fuentes, Nilia Viscardi, Ignacio Salamano y Fabiana Espíndola. El estudio hace foco en los homicidios de adolescentes en el marco de conflictos entre grupos delictivos organizados, ocurridos en Montevideo entre 2015 y 2019. Luego de reseñar los antecedentes regionales más importantes en la materia, el estudio se desplaza en varias direcciones: el análisis espacial sociodemográfico de los homicidios, la reflexión sobre las violencias y la crítica a la categoría oficial de «ajustes de cuentas», el abordaje de la identidad, la fragmentación territorial y la lógica institucional en contextos de vulnerabilidad social, y la reconstrucción de algunas trayectorias de vida de adolescentes asesinados.
Asumido el homicidio como una forma predominante de castigo extrajudicial y como un tipo de violencia privada cruel, esta investigación se asienta en las desigualdades sociales, territoriales, de género y generacionales. La precariedad socioeconómica se instala en territorios concretos en los que ocurren «necrojuicios» que terminan impactando sobre los «cuerpos desprotegidos». Esa lógica retributiva, de venganza, de hacer sufrir atrapa a los más jóvenes, quienes tienen relaciones especialmente ambivalentes con la violencia. Y nada de eso tendría sentido fuera de las coordenadas de la masculinidad violenta, las luchas por el reconocimiento, las estructuras de oportunidades y las desventajas sociales.
Utilizando información estadística y documental, reconstruyendo testimonios y apelando a entrevistas en profundidad a diversos actores, este estudio cumple con la premisa básica de la imaginación sociológica al intentar comprender por qué los individuos dicen lo que dicen, desde dónde lo dicen y qué relaciones se configuran entre ellos, los colectivos y las comunidades. Sobre la base de diversas perspectivas analíticas provenientes de la criminología, los estudios de género, la sociología de la juventud y las teorías del reconocimiento, el trabajo ilumina sobre asuntos tan decisivos como la naturalización de las violencias, los verdaderos alcances de las disputas territoriales (que no siempre se asocian con las lógicas económicas de los negocios ilegales), la consolidación de las divisiones de género (entre quienes cuidan y quienes asumen actividades de riesgo), el funcionamiento concreto de las instituciones en zonas de precariedad social y la seria dificultad para hablar de una profesionalización del sicariato. Lo que surge de todo esto es un panorama bien distinto a esa idea tan extendida del criminal patológico y del asesino a sangre fría.
Por último, Relatos de muerte es una investigación que aporta ideas para incorporar a una política de seguridad. En sintonía con el análisis, se recomiendan políticas sociales más fuertes, acciones de desarme, cambios en la educación policial y en los tipos de policiamiento en los barrios más pobres, políticas de salud y abordajes psicológicos, reconocimiento de las víctimas y una rehabilitación sin los códigos de la masculinidad violenta o de enemistades socialmente instaladas. Un análisis exigente conduce a un replanteo riguroso de las estrategias llevadas a cabo en materia de políticas de seguridad.
El segundo trabajo que queremos reseñar, por su impacto sobre un público más amplio, es Historias de sicarios (2021), de Gustavo Leal. Según afirma el propio autor, este libro nace de la «práctica concreta y la reflexión sistemática». A diferencia del trabajo anterior, aquí se les da voz a los perpetradores de la violencia más extrema como forma de ahondar –según el extendido lugar común de este tipo de miradas– en la condición humana y de iluminar lo «peor de la sociedad». Pero hay más: sin lugar a titubeos, el autor asegura que su verdadero propósito es «comprender para transformar».
El libro aborda seis casos emblemáticos de sicariato ocurridos en Uruguay entre 2008 y 2019. Cada caso tiene una descripción precisa y efectiva –o efectista– que le da al libro un aire de crónica policial. Luego, cada caso se completa con la transcripción de las entrevistas a los sicarios que actuaron como ejecutores o ideólogos. El mapa de casos seleccionados es variado, y cada uno de ellos, más allá de los perfiles semejantes de los ejecutores, configura una dinámica específica.
Historias de sicarios deja planteadas algunas incertidumbres y unas cuantas certezas. Entre las primeras, hay que mencionar las dudas de corte metodológico. Por lo común, para acceder a entrevistas con personas privadas de libertad, los investigadores tienen que atravesar un largo camino de autorizaciones. Casi siempre hay que dejar una copia del proyecto, y un comité técnico del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) decide si habilita o no el ingreso. ¿Cómo fue en el caso de Leal? ¿Hubo autorización semejante a la del resto? Una autoridad política del Ministerio del Interior decide hacer entrevistas a personas condenadas por homicidios para un trabajo particular que luego será publicado por una editorial multinacional: ¿Eso fue evaluado y autorizado por alguna instancia técnica del INR?
En esta línea, pueden hacerse otros señalamientos más decisivos: una persona pública, que se identificó durante algún tiempo con operativos policiales en zonas de alta vulnerabilidad socioeconómica, a la hora de asumir el rol de entrevistador, ¿cómo puede incidir en el testimonio de los entrevistados? ¿Qué sesgos pueden aparecer al detallar las claves decisivas de los hechos ocurridos? Hay momentos de las conversaciones en los que el entrevistador adopta un papel de «emprendedor moral» que intenta ratificar –a veces con indisimulada impertinencia– la condición de delincuente o de sicario de su interlocutor.
Pero, además de dudas, hay certezas. El trabajo carece de revisión de antecedentes, se apoya en algunas clasificaciones admitidas sobre el sicariato y no introduce el fenómeno en el contexto de la realidad uruguaya. Más allá de los casos emblemáticos seleccionados, ¿qué incidencia tienen esas dinámicas en nuestro país? Para un sociólogo que intenta comprender, el libro no se apoya en ninguna categoría de análisis. Viaja a ciegas entre la síntesis de expedientes judiciales y la transcripción de entrevistas. Solo hay una excepción en algunos pasajes de la introducción: allí se sostiene, sin pruritos, que tanto los autores materiales como los intelectuales comparten la misma psicopatología que constituye la personalidad de los sicarios. La psicopatología y el comportamiento antisocial son el gran aporte analítico que el autor deja consignado en dos párrafos.
¿Se puede comprender renunciando por completo al pensamiento? O, dicho de otra forma, ¿se puede comprender solo a través del recurso de la transcripción de un testimonio? En el caso de Historias de sicarios, sostenemos que la oscuridad metodológica y la ceguera teórica son deliberadas. Más aún, son necesarias para producir un efecto político: llegar a un público amplio, entrenado en el consumo cultural sobre la muerte, el narcotráfico y los «patrones del mal», conmoverlo y atraparlo en el abismo de la violencia (la cercana y la lejana), y dejar la sensación de que todos –menos los perpetradores– hablan el mismo idioma. Y, para allanar el camino de esa lengua franca, hay que cancelar las mediaciones conceptuales sin las cuales no hay imaginación sociológica. Pero, al mostrar que se habla el mismo idioma, que se late al ritmo de una idéntica indignación ante lo que se lee, el lector proyecta que hay alguien un paso adelante, alguien que nos revela un mundo porque está en su proximidad. El libro sirve de excusa para cotizar un tipo de aproximación a la hora de enfrentar estas problemáticas. No hay una sola idea a lo largo del libro sobre qué hacer, asunto extraño para alguien que tiene como objetivo transformar la realidad. En rigor, no hay necesidad de formular ninguna idea, porque todas está allí, flotando en el imaginario punitivo: autoridad, control, represión, castigo, fuerza, encierro. ¿Qué necesidad tenemos de apelar a lo obvio cuando el mal se nos presenta a lo largo de las transcripciones?
Alguien dirá, con razón, que no todos los trabajos tienen por qué tener un alcance académico y que los esfuerzos testimoniales también valen para hacer reflexionar a un público no especializado. Estamos de acuerdo. Incluso de las propias entrevistas plasmadas en Historias de sicarios surgen insumos de gran relevancia para el análisis, a tal punto que la propia noción de sicario pasa a tener un sentido mucho más incierto que el que quiere darle el autor. El problema de fondo que queremos colocar es cómo los distintos compromisos con el pensamiento y la práctica sociológica tienen consecuencias políticas muy diferentes. En ese contexto, una estrategia alternativa sobre seguridad no puede nacer del puro afecto ni de la renuncia al análisis riguroso.