—¿Cómo entraste en contacto con la obra de Carla Witte?
—En el marco de mi doctorado. Mi hipótesis era que existió una tendencia expresionista en el arte en América Latina que se fue erosionando, borrando, y muchos artistas quedaron en territorios desconocidos, innombrados, porque, por motivos políticos, académicos, ideológicos, se decidió no usar los mismos términos que en Europa. Entonces, algunos pintores quedaron sumidos en el indigenismo a pesar de usar elementos formales, temáticos y principios estéticos del expresionismo. Esta cuestión, si bien permitió singularizar nuestro arte en esa larga lucha por separarnos de Europa, no dejó a nuestros artistas en pie de igualdad. Cuando se habla de expresionismo en el mundo se habla de Europa y no de artistas de otras regiones que tuvieron la misma audacia, el mismo lenguaje plástico (en las texturas, el uso del color, las perspectivas), el mismo posicionamiento humanista de grito, de cuestionamiento a la alienación del ser humano.
Un ejemplo es Oswaldo Guayasamín (1919-1999), por citar a un artista bien conocido. Actualmente hay una relectura y se aborda el expresionismo como movimiento transnacional, con presencia en Asia y en América. Eso nos permite reposicionar a los artistas, mostrar que nuestras vanguardias fueron simultáneas y con manifestaciones propias, aun cuando los contextos, obviamente, no fueron los mismos. En el marco de esa investigación fui relevando, en un trabajo de hormiga, artistas invisibilizados. Y uno de los nombres que surgió fue el de Carla Witte, que también tiene que ver con el fenómeno de los artistas migrantes que vinieron a América Latina, que fueron muchos. Los viajes no fueron solo de acá para allá, sino que en las primeras décadas del siglo XX vinieron muchos artistas europeos.
—Algunos seguramente huyendo de la guerra, de la crisis y la persecución, y otros atraídos por lo diferente, por lo no corrompido, como hicieron los románticos en el siglo XIX…
—El caso de Carla es interesante en ese sentido. Ella nació en Leipzig, en un hogar humilde, evangélico-luterano, y entre 1905 y 1908 estudió en la Real Academia de Artes Gráficas y Técnica del Libro, integrando la primera generación de alumnas mujeres. Sabemos que se mudó a Berlín en 1908 y que en octubre de 1923 dejó su país. A Uruguay llegó a mediados de 1927, procedente de Paraguay, país que entonces ofrecía facilidades a los europeos que querían establecerse. En la muestra incluimos una serie de témperas con motivos de Paraguay en la que destacamos el manejo del paisaje, tan inmenso y tupido, con esa vegetación que tapa el horizonte, y también representaciones de figuras humanas. Hay una escultura de un mensú con un abordaje bien expresionista.
—Es una artista poco abordada, pero con una presencia privilegiada en el acervo museístico.
—Sí. Hay un primer rescate de Carla Witte por parte de la escultora e investigadora Mariví Ugolino, quien trabajó en el inventario de su obra en el Museo Agustín Araújo, de Treinta y Tres, donde hay unas 1.000 piezas. En los años noventa se hicieron trabajos de restauración y de conservación con apoyo de la embajada alemana. Hubo una exposición en el museo y luego, en 1999, en el Cabildo de Montevideo, con participación del Instituto Goethe. En mi caso, lo que armamos con la Universidad de la República [Udelar] desde el Centro Universitario Regional Este [CURE] fue el estudio de la colección completa. Me parecía interesante que existiera una colección de ese calibre en un museo local y entender su valor de conservación, difusión y uso en el marco de una política departamental. Cuando investigaba, me topé con varias casas-museo de artistas expresionistas en Alemania y otros países. En Brasil está el caso de la artista de origen polaco Fayga Ostrower [1920-2001]. Entonces, es bueno ver cómo esas presencias pueden alimentar las políticas públicas locales y el rol de los museos. Hicimos un proyecto en el que participó la intendencia, que creyó en esto, y varios equipos de la Udelar, cada uno aportando su mirada. Desde el CURE, Hugo Achugar y su equipo; el Instituto de Historia de la Facultad de Arquitectura, con William Rey y una mirada desde lo patrimonial; el Instituto de Bellas Artes, con Javier Alonso y su gente digitalizando el acervo. Mi aporte fue el estudio de la vida de Carla, poniendo su obra en relación con otros artistas migrantes que se establecieron en la región. Tuvimos financiamiento de la Comisión Sectorial de Investigación Científica y también apoyo de la Intendencia de Treinta y Tres. Fue un proyecto inédito, que concluyó en 2020 con toda la obra estudiada y digitalizada y una exposición en el museo de Treinta y Tres. Hoy tenemos un conocimiento profundo de Carla y su trabajo; ante una pieza, podemos afirmar si es de ella o no y avanzar en un catálogo razonado.1
—La mayoría de la obra está en el Museo Agustín Araújo, de Treinta y Tres, y hay una serie de 16 serigrafías en el Museo Nacional de Artes Visuales [MNAV]. ¿Cómo se generó ese acervo?
—La colección del museo de Treinta y Tres surge de la donación que hizo Álvaro A. Araújo, escritor, traductor, mecenas de artistas, a los que ayudaba y les compraba obra. Él y su mujer estaban radicados en Montevideo, igual que Carla, y eran sus amigos. ¿Por qué Araújo se quedó con la obra de Carla tras su suicidio, considerando que no tenemos un testamento que dé cuenta de la voluntad de la artista? Un dato relevante es que el nicho en el Cementerio Británico en el que Carla está enterrada fue comprado por Araújo. Eso muestra el nivel de amistad entre ellos. De algún modo, él se hizo cargo de su memoria. Mi hipótesis es que, cuando Carla murió, fue a su casa y juntó todo lo que encontró. Digo esto porque en la colección en Treinta y Tres hay hasta pequeños papelitos con dibujos, apuntes, motivos repetidos muchas veces. Luego, en 1967, él dona una serie compacta de 16 serigrafías al MNAV. Ahora, la mayoría de la obra está en Treinta y Tres porque fue allí donde la familia Araújo hizo importantes donaciones. El museo lleva el nombre del padre de Araújo, un español que se radicó en ese departamento y puso un negocio de ramos generales. La familia Araújo también tiene obras propias que conserva, algunas de las cuales incluimos en la muestra y digitalizamos. Durante el proyecto fueron apareciendo más y la colección fue creciendo. La familia Chifflet, herederos de la bailarina alemana Ingeborg Bayerthal, amiga de Carla, donó al museo unas 70 obras. Un señor que está en Alaska me contactó porque su abuela tenía una escultura de una virgen de madera que compró cuando Carla daba clases en la Asociación Cristiana de Jóvenes. También entramos en contacto con la familia de la pianista María Angélica Piola, que tiene un retrato suyo que le hizo Carla.
—Un dato de la identidad de Carla que pusiste sobre la mesa es su homosexualidad. ¿Qué asociaciones permite con su obra?
—Siempre recibimos anécdotas, comentarios con relación a ese aspecto. En principio, me parecían poco relevantes, en algunos casos, desubicadas. La describían como una mujer intensa, perturbada, incluso pesada, y hacían referencias a que se había enamorado de alguna de las mujeres que retrató. El tema fue creciendo, se repetía desde diferentes fuentes. Luego, cuando íbamos a la obra, veíamos que el tema estaba, pero su mirada era distinta. Los desnudos no son académicos, no son desnudos de estudio, con las poses frecuentes. Hay uno de una mujer en cuclillas, una posición muy poco representada. Si ves cómo representaba los cuerpos de los hombres, de las mujeres y de los niños, es claro que los de las mujeres tienen una carga especial. No sé si llegan a ser eróticos, en el sentido del deseo, pero sí hay un vínculo emocional particular. No sé si su orientación sexual los explica, pero puede ser un elemento de interpretación, por eso creí importante traerlo, y también porque hace a su condición marginal, de mujer, migrante alemana en los años treinta, pobre y, además, homosexual. Otro dato es que su aspecto no era el de las mujeres de la época. Su pelo corto, sus pantalones… Venía de la República de Weimar, donde había una legislación mucho más avanzada que la nuestra en igualdad de derechos. Mientras las mujeres usaban aquí el apellido de sus maridos, Carla llegó sola y en la aduana se declaró como soltera y pintora.
—Llegó a Uruguay con 38 años. ¿Qué pudiste reconstruir de cómo se insertó, de su círculo de sociabilidad?
—Cuando llegó, se contactó con personas de habla alemana, primero con el abogado Max Guyer. La familia González Guyer conserva una obra que ella les obsequió y que tiene una referencia a la Navidad de 1927. También se vinculó con autoridades del actual Colegio Alemán, con la congregación evangélica alemana y con la familia del médico alemán Carl Brendel, de quien heredó terrenos en la antigua colonia Gervasio, un asentamiento germánico que no llegó a prosperar en Rocha. Sabemos que eran amigas con Esther de Cáceres, con quien se reunía a rezar el evangelio los martes. Posiblemente, a partir de ese vínculo llegó a otros artistas e intelectuales. Hay una serie de retratos, incluido el de Joaquín Torres García, que pusimos en la muestra, que refleja ese círculo de sociabilidad. También hay puertas que se le abrieron por el lado religioso. La dimensión espiritual era muy importante en Carla, que venía de una familia luterana. Hay una escultura de madera que incluimos, de dos manos rezando, que nos prestó la Iglesia Evangélica Alemana.
El vínculo con Araújo es muy importante. A través de él, ella trabajó como ilustradora de la revista La Pluma entre 1928 y 1931. A su vez, La Pluma comentaba la obra de Carla, la exposición que hizo en su casa y otra con sus alumnos en el Salón Moretti y Catelli. Otros vínculos artísticos importantes son con el Círculo de Bellas Artes. También fue muy amiga de la bailarina alemana Inge [Ingeborg Bayerthal], quien llegó a Uruguay en 1936 junto a su marido, el crítico del arte Fritz Leo Bayerthal [Friedrich Bayl]. En la exposición incluimos un torso de Inge muy delicado, con superficies bien pulidas y simples. Carla logró exponer su obra, se presentó a varios salones nacionales entre 1938 y 1942, trabajó como ilustradora y en gráfica publicitaria, daba clases.
—¿Qué destacarías del guion curatorial de la muestra?
—Me pareció que lo más oportuno era hacer un recorrido por grandes secciones de su obra, no centrarnos solo en la faceta más expresionista, que es la más conocida. La idea es mostrar otras cosas, como sus retratos, sus desnudos, sus trabajos comerciales, las serigrafías que tiene el MNAV… todos trabajos bien distintos que muestran la calidad de su formación técnica y su gran versatilidad. La mayoría de la obra es en papel, lápiz y tinta; óleos hay pocos. Incluimos los que refieren al carnaval, una temática poco abordada por los artistas y que muestra su interés por esa parte menos racional de la existencia humana. También quisimos destacar la importancia de su dimensión espiritual, que se ve en su dominio de la temática religiosa, con representaciones de escenas bíblicas concretas que, a su vez, podemos vincular con su necesidad de señalar e incluso exacerbar lo trágico, de rescatar el sentimiento humano que refiere a la tensión en torno a la culpa, a lo prohibido, a cuestiones internas que involucran lo moral.
Creo que esta muestra logra desprender a Carla Witte de una etiqueta única y mostrarla como una artista moderna, sólida y versátil. Como migrante, ella no dejó la angustia atrás, sino que mantuvo esa tensión interna, esa carga dura y permanente. Nunca dejó de ser ella: hasta en las serigrafías que cierran la muestra, tan distintas, próximas en el lenguaje a sus trabajos comerciales, hay referencias a lo simbólico, a lo mítico, a lo primitivo. Mantuvo una postura genuina, jugada y consecuente.
*Doctora en Historia, con orientación en Historia del Arte por la Universidad Pablo de Olavide (España), integra el Sistema Nacional de Investigadores. Ha trabajado en cooperación internacional, coordinado el Programa de Cultura de Unesco para Argentina, Paraguay y Uruguay, y actualmente se desempeña en el Instituto Nacional de Artes Visuales del Ministerio de Educación y Cultura.
1. Disponible aquí.