Fue a dos cuadras de la plaza de Canelones, un 24 de enero. Unas parteras lo ayudaban a nacer en una casa que hoy es patrimonio arquitectónico, pero está a punto de derrumbarse. La vida no le fue fácil. Una noche, siendo un niño, fue a buscar un médico para salvar a su padre. La decisión sorprendió al profesional, que llegó, pero tarde. De joven se hizo picapedrero. Trabajar la piedra es un oficio duro, como hacerse a sí mismo. Deja marcas en las manos y en los pulmones. La silicosis lo atacó temprano. Aprendió a tallar el granito, junto con la alegría de la quincena ganada, la dignidad del sueldo. Todo eso lo llevó al gremio de la construcción y a la Escuela de Bellas Artes. Mejoró su oficio y tomó el camino de la docencia. Allí conoció a Octavio “Toto” Podestá, como él decía: “Mi único amigo fuera de la militancia”. La formación en la Escuela Experimental de Las Piedras le marcó un trillo. Se hizo militante social y político. El resto es historia cercana y conocida. Llenó su vida de análisis, acción y pensamiento crítico. Quizás demasiado, quizás eso lo llevó a ser ninguneado, olvidado. Viviendo en el litoral, siguió tallando la piedra, largando unos breves escritos que ayudaban a pensar y rodeándose de jóvenes inquietos, que lo escuchaban y le discutían. Empecinado y lleno de cuentos, anécdotas y carcajadas, casi pisa los 90. Hoy se cumplen 90 años del nacimiento del Viejo, Julio Marenales.