Para mi familia la mañana del 4 de diciembre comenzó como otra cualquiera. Desde hace dos o tres años lo común es que nos levantemos sin corriente, por lo que ese miércoles simplemente hicimos lo que siempre: nos alumbramos con los móviles hasta que amaneció y usando con la mayor mesura posible la cocina de gas licuado preparamos nuestro desayuno, y las meriendas y el almuerzo de mi hijo mayor. A la hora habitual él partió hacia su escuela.
No fue hasta después de las ocho de la mañana que nos enteramos de que aquel no era un apagón al uso, sino una nueva caída del Sistema Electroenergético Nacional (SEN). Ni siquiera así nos pareció el fin del mundo. Luego de otras tres caídas como esa –las más recientes, en octubre y noviembre de este año–, y de haber vivido durante meses con seis, cinco o incluso menos horas de electricidad por día, no queda más alternativa que adaptarse. Al menos en las provincias.
La aclaración no es ociosa. Si bien la prensa extranjera y el discurso oficial suelen hablar de la «crisis eléctrica cubana», en realidad el término correcto sería «crisis eléctrica de las provincias cubanas», toda vez que es allí y no en La Habana donde ocurren los apagones. Con un 20 por ciento de la población del país, la capital consume entre el 25 y el 30 por ciento de la energía, pero rara vez sufre interrupciones del servicio. Solo en los períodos de mayor urgencia se le han programado cortes de mucha menor duración y regularidad que en el interior. Y cuando se han previsto, ha sido bajo apelativos tan polémicos como el de «apagones solidarios», que en el verano de 2022 causó generalizado malestar.
El «ahorro» que no se consigue en La Habana debe repartirse entre los demás territorios. La provincia en la que vivo consume alrededor del 5 por ciento de la electricidad del país, pero hasta hace algunas semanas asumía el 8 por ciento del «déficit en capacidades de generación», y más recientemente su participación se elevó hasta el 10 por ciento. En la práctica, esa circunstancia determina que nuestros apagones duren el doble del tiempo de lo que podrían.
En las mañanas, una cadena de radio y televisión transmite desde el Ministerio de Energía y Minas el «parte sobre la situación electroenergética», en el que un funcionario describe la situación de las plantas generadoras y anticipa los déficits que se esperan para esa jornada. De ahí en más, cada provincia distribuye según su parecer la «carga apagable» que le asignan.
Se trata de un ritual ya asentado: la mayoría de las personas escuchan el parte o buscan luego su transcripción en Telegram, si la conexión a internet lo permite. Los apagones se organizan sobre la base de programaciones elaboradas por las empresas provinciales de electricidad. Por ejemplo, mi provincia fue dividida en cinco bloques: cuatro «apagables» y uno priorizado. Los circuitos de este último solo se afectan en casos extremos, pues a ellos están conectados hospitales, acueductos y otras instituciones esenciales. La premisa es garantizar que cada bloque «apagable» disfrute de al menos cinco horas de corriente por día, un objetivo que en las últimas semanas ha podido cumplirse gracias a la casi completa paralización de las industrias y otras actividades económicas, y a la llegada del invierno (la climatización y la refrigeración consumen la mayor parte de la energía).
Esos antecedentes ayudan a entender por qué la caída del SEN no significa lo mismo para un cubano de provincias que para uno de la capital. Entre estos últimos, los ministros y otros dirigentes de alto nivel, que aquella mañana se dedicaron a promulgar resoluciones que nadie en el interior de la isla se molestaría en cumplir. Tales fueron los casos de las ministras de Trabajo y Seguridad Social, y de Educación, quienes solemnemente anunciaron las suspensiones de las actividades laborales y las clases, «atendiendo a la compleja situación electroenergética».
«Si fuéramos a cerrar la escuela cada vez que no hay corriente, nunca daríamos clases. Que no deje de venir, que aquí seguimos igual que siempre», zanjó la maestra de cuarto grado de mi hijo mayor cuando le preguntamos sobre lo dicho por la ministra. Al cabo de algunas horas la propia dirigente acabaría recapacitando y dejando la decisión en manos de las provincias; «las circunstancias de cada territorio son distintas», aceptó.
UN SISTEMA DÉBIL Y OPACO
Desde que tengo uso de razón, los apagones han formado parte de mi existencia. Los años de crisis –como durante el llamado período especial, en la década de 1990– se alternaban con otros de bonanza en los que los cortes del servicio quedaban como episodios de pocos días, provocados por los huracanes que habitualmente atraviesan la isla.
El derrumbe de la Unión Soviética implicó para Cuba la pérdida del proveedor que cubría casi completamente sus demandas de combustibles, por lo que Fidel Castro se empeñó en que el país produjera buena parte del petróleo y el gas que necesitaba.
Pero casi todos los yacimientos de la isla dan un crudo espeso y cargado de azufre prácticamente inservible. Forzados por la necesidad, en los años noventa los ingenieros cubanos adaptaron los hornos de las centrales termoeléctricas para quemarlo. Aún hoy, esas siete plantas proveen lo que se conoce como «generación base del sistema», equivalente a cerca del 60 por ciento de la electricidad que se produce en el país. El resto lo aportan tres plantas de gas acompañante ubicadas en las cercanías de los yacimientos petrolíferos (15 por ciento), las tecnologías renovables (5 por ciento, fundamentalmente a través de parques fotovoltaicos), y siete centrales flotantes (patanas) arrendadas a Turquía y una red de emplazamientos de motores que en el argot local reciben indistintamente las denominaciones de grupos electrógenos o generación distribuida (20 por ciento).
Es un sistema con tres grandes debilidades: la obsolescencia de las centrales termoeléctricas, la dependencia del fuel oil y el diésel importados con que funcionan los grupos electrógenos y las centrales turcas, y la necesidad de pagar por el arriendo de estas últimas bajo unas condiciones de contrato que nunca se han hecho públicas.
Es difícil entender los motivos de su presencia en Cuba. Incluso luego de la llegada de la sexta patana a La Habana, a comienzos de este mes, la capacidad conjunta de ese tipo de generación (unos 600 megavatios) no supera la de las baterías de grupos electrógenos fuel oil que el gobierno instaló por todo el país entre finales de los dos mil y comienzos de los 2010. Tampoco son más funcionales que estos en casos de emergencia.
Así se demostró durante las caídas del SEN, en 2022 y este año. En esas cuatro ocasiones la restauración del sistema comenzó sobre la base de «islas» creadas en las distintas regiones a partir de sus respectivas baterías de grupos electrógenos. Sin la electricidad que generaban no era posible encender las termoeléctricas, las plantas de gas ni las propias patanas, explicaron especialistas de la Unión Eléctrica.
En junio de 2022, el presidente Miguel Díaz-Canel defendió su conveniencia, contraponiéndolas a las centrales termoeléctricas. La construcción de una unidad generadora térmica demora hasta cinco años, dijo. «Por ese motivo, se ha acudido como alternativa a las plantas móviles de generación de energía, un negocio en el cual alquilamos la patana y de inmediato tenemos la generación.»
El acuerdo sobre las centrales turcas tuvo como telón de fondo un proceso de acercamiento entre Ankara y La Habana, impulsado con la visita de Díaz-Canel a Turquía en 2022. Poco después se renegoció el convenio inicial por el que en 2019 habían llegado las primeras patanas, que amplió el número de unidades contratadas y el plazo para su permanencia hasta 2040. Nada se sabe, sin embargo, de cuánto se paga por sus servicios.
En 2019, la empresa que las opera –Karadeniz Holding, con presencia también en países como Ecuador, Libia y Sudáfrica– había reportado ganancias anuales de unos 270 mil dólares por cada megavatio de potencia arrendada en el exterior. Y en setiembre último el gobierno ecuatoriano anunció la llegada a Guayaquil de una patana con capacidad para generar 100 megavatios, por cuyo alquiler durante 18 meses pagará 115 millones de dólares, además de 45 millones adicionales por el combustible que consume.
Teniendo en cuenta la potencia fondeada en las bahías de La Habana, Mariel y Santiago, incluso en el mejor de los escenarios Cuba estaría haciendo frente a facturas de entre 150 y 300 millones de dólares solo por concepto de alquileres anuales. Por el contrario, la rehabilitación capital de la termoeléctricas podría emprenderse con una inversión de 200 millones al año, a lo largo de una década.
La falta de transparencia hasta cierto punto se justifica como un resguardo frente a la persecución del gobierno estadounidense contra las entidades extranjeras que mantienen vínculos con Cuba. Pero en el pasado también favoreció que ocurrieran numerosos casos de corrupción o, cuando menos, de mala gestión de los recursos estatales. Solo este año dos vice primeros ministros fueron destituidos deshonrosamente de sus cargos. Contra uno de ellos, que también se desempeñaba como ministro de Economía y Planificación, se anunció el comienzo de un proceso penal del que luego nunca más se habló.
Hasta hace un par de semanas tampoco había vuelto a hablarse de una importante inversión en la industria termoeléctrica que hubiese podido comenzar en 2015 gracias a un crédito ruso de 1.300 millones de dólares. El proyecto contemplaba la instalación de cuatro unidades generadoras que en conjunto aportarían al sistema 800 megavatios, la cuarta parte de la máxima demanda nacional.
El tema no volvió a la actualidad noticiosa hasta que a finales de noviembre la agencia rusa Tass escribió sobre una posible renegociación de aquel acuerdo, ahora rebajado al montaje de una unidad nueva de 200 megavatios y la reparación de otras cuatro de 100. Pero, como en 2015, su viabilidad dependería de que La Habana adelante alrededor de una décima parte del préstamo comprometido, algo que parece improbable. Tanto por la crisis económica que vive la isla como por el orden de prioridades de su clase política.
Aunque durante los primeros nueve meses de este año siguió decreciendo la participación del turismo en el presupuesto nacional de inversiones (en los últimos cinco años pasó de un tercio a una cuarta parte del monto total), y prácticamente se duplicaron los recursos destinados a los servicios de agua, electricidad y gas (535 millones de dólares, entre enero y setiembre), la realidad es que por cada dólar empleado en la industria eléctrica se destinan dos al desarrollo de la infraestructura turística. Ello a pesar de que el índice de ocupación de los hoteles cubanos no superó el 35 por ciento en la última temporada alta.
En octubre último la isla puso en vigor una ley de comunicación que por primera vez obliga a las instituciones a responder a solicitudes de información de la prensa y ciudadanos comunes, pero hasta ahora el instituto encargado de aplicar la ley no ha gestionado ningún reclamo al respecto. Los medios de comunicación estatales y los diputados a la Asamblea Nacional tampoco cuestionan el programa de inversiones del país ni, en particular, la distribución territorial de los recursos asignados a la industria eléctrica.
En 2015, el gobierno había decidido que los 800 megavatios del proyecto termoeléctrico propuesto por Rusia se instalaran exclusivamente en las dos centrales que prestan servicio directo a La Habana, las mismas que previsiblemente se beneficiarán con 500 de los 600 megavatios comprendidos en la nueva versión de ese crédito. En la capital y su ciudad satélite de Mariel también se concentran cinco de las seis centrales turcas, entre ellas las de mayor potencia.
La marcada diferencia en las capacidades de generación de las mitades occidental y oriental del SEN es una de las causas de sus sucesivas caídas, han reconocido especialistas de la Unión Eléctrica. Pero la prioridad política es «proteger» a la capital, a extremos como el ocurrido luego de un huracán reciente de gran intensidad. Apenas concluida la tormenta, los esfuerzos se concentraron en la recuperación del sistema eléctrico habanero, mientras se postergaba el de la provincia vecina de Artemisa, afectada directamente por el meteoro y que presentaba una situación mucho más difícil.
ESPERAR… AHORA HASTA 2030
En los últimos meses el gobierno se embarcó en un acelerado programa de construcción de parques fotovoltaicos, con financiamiento chino y ruso, que hasta 2030 pretende elevar la capacidad de generación de esa tecnología hasta los 2 mil megavatios (60 por ciento de la máxima demanda actual del país). Antes, en 2026, se espera que esos parques permitan acabar con los apagones en horario diurno, según anticipó el presidente Díaz-Canel.
A primera vista pareciera una promesa alcanzable, pero al cubano común le cuesta asumirla. No sin motivos. A mediados de 2019 los cortes de electricidad rondaban las seis horas diarias y la compra de una bombona de gas licuado, aunque trabajosa, podía completarse en menos de un día de cola; cuatro años después, aquellas circunstancias se recuerdan casi como idílicas. No es terreno propicio para que prenda el optimismo.