A propósito de la muerte y la eutanasia - Semanario Brecha

A propósito de la muerte y la eutanasia

La historiografía dedicada a la muerte comenzó en el siglo XX, en paralelo con el desarrollo de la historia de las ideas y de la sensibilidad. El significado de la muerte, del sufrimiento y del dolor no es estático: no significaban lo mismo para el hombre prehistórico que para el de la Edad Media ni para el del siglo XX. En la Edad Media el sufrimiento se toleraba porque era una condición para alcanzar el paraíso. Hoy no se tolera porque perdió su significado. Se perdieron los antiguos ritos. La muerte se ha desnaturalizado para reconstruirse como un fenómeno biológico desprovisto de trascendencia, al mismo tiempo que se ha convertido en tabú. Pareciera que morir no fuera normal. La muerte se transformó en una patología.

Para el hombre prehistórico, el animismo mágico era el sustento de su interpretación de todo lo que existía. Todo era alma, todo estaba animado y poseía voluntad de poder: los animales, las cosas, los fenómenos naturales y hasta las emociones. Todo persistía más allá de su desaparición física. La muerte significaba un tránsito, un cambio de estado. No se la concebía como la desaparición del ser. La inexistencia era imposible de concebir. Cuando el sistema de creencias se organizó en distintas religiones, por lo general prevaleció la voluntad de poder de Dios por encima de lo físico. Se recurría a la trascendencia espiritual bajo distintas formas para explicar lo inexplicable de la desaparición. Aun así, en el siglo XV había una preocupación por el bien morir, que quedó registrada en una publicación anónima en Alemania: Tractatus o Speculum artis bene moriendi, en la que se exponía la doctrina de la Iglesia (aceptando la muerte sin tabúes), se ofrecían consejos para el bien morir y se hacía hincapié en la reafirmación de la fe y el ejemplo de Cristo. Era una cultura que enaltecía la aceptación del sufrimiento y en la que la medicina prácticamente no tenía lugar.

Más tarde, en nuestro país y en el resto de América existía la figura del despenador –una herencia precolombina–, que se encargaba de acabar con la vida de los moribundos con sufrimientos insoportables, dejando a un lado las concepciones religiosas y las leyes que prohibían ese acto, considerado un homicidio. Pero en los siglos XIX y XX las concepciones religiosas quedaron trastocadas por el pensamiento científico. Esto provocó una distancia creciente entre el terreno de las creencias y el de la verificación: apareció una nueva forma de acceder a la verdad, que impuso otras reglas. El método científico analizó los fenómenos desconcertantes de la materia y les arrebató su animus primitivo.

A partir del Renacimiento la medicina occidental –orientada por las concepciones de la cultura judeocristiana– aportó nuevas explicaciones. Desarrolló, incluso, un método para diagnosticar la muerte y evitar así el temor de enterrar a seres con vida, pues hasta el siglo XVIII el criterio para determinar la muerte era la putrefacción y el olor que despedía el cadáver. En 1752 la medicina dio un paso trascendente en este sentido: Antoine Louis publicó en Francia Lettres sur la certitude des signes de la mort, donde postuló la inmovilidad y la ausencia de respiración y actividad cardíaca como los signos de la muerte. El diagnóstico de muerte pasó al terreno médico, cuyas definiciones evolucionaron en paralelo con el desarrollo de la ciencia y la tecnología. La muerte se medicalizó y el médico reemplazó al sacerdote. Los pilares diagnósticos del cese de la respiración y del latido cardíaco cayeron y fueron suplantados por signos neurológicos y el silencio eléctrico encefálico.

En 1968 un comité ad hoc de la Universidad de Harvard redefinió la muerte como muerte cerebral, debido a la necesidad moral (y más tarde legal) de declarar la muerte temprano para permitir el trasplante de órganos. Entonces, fue posible quitarles el corazón, aún latiente, a individuos con muerte cerebral. En medio de este proceso aparecieron también el bebé de probeta, el implante de embriones congelados, la fertilización artificial y otras técnicas para corregir la infertilidad. Es decir, las definiciones de la vida y la muerte fueron alteradas por el desarrollo tecnológico, para el cual la existencia consciente resultaba clave (aunque aún no había total acuerdo al respecto). En Uruguay la redefinición de la muerte como muerte cerebral se trasladó al ámbito legal en 1971, con la ley 14.005, sobre el trasplante de órganos y tejidos.

Dado que la ciencia pasó a encargarse de la verdad, la sociedad le pidió que respondiera las siguientes preguntas: ¿el ser humano comienza a existir en el momento en que dos gametos se unen y forman una nueva célula; cuando comienza a latir el corazón, o cuando comienza la actividad cerebral?, ¿en el momento de la fecundación es un ser independiente, con todos los derechos de un ser humano, o es un fenómeno biológico del cuerpo femenino? En un episodio absurdo, se citó a ecografistas y ginecólogos al Parlamento para que definieran en qué momento se podía afirmar que un embrión era un ser humano. Nada más lejos de las posibilidades científicas. Basta considerar la discusión sobre la despenalización del aborto para saber que las dificultades en este terreno radican en preconceptos culturales de enorme peso moral. Algo semejante ocurre con las medidas anticonceptivas, como si el ser humano existiera incluso antes de ser concebido.

Lo mismo sucede en cuanto a la eutanasia, tema que, junto con los cuidados paliativos, resurgió en las últimas décadas como una solución para el sufrimiento del agonizante. Y también resurgió otra variante: el suicidio asistido. Para los herederos de la religión judeocristiana, la vida y la muerte están en manos de Dios y solo él puede darlas y quitarlas, por lo que la eutanasia no tiene lugar. Pero aun para muchos no creyentes la eutanasia no deja de ser moralmente condenable. Las acciones médicas que provocan la muerte, por acción u omisión, conllevan importantes problemas éticos. A pesar de la distancia moral y conceptual, aflora el recuerdo del horror de los exterminios eugenésicos de los nazis. Desde el punto de vista ético, quedan sin resolver las situaciones crepusculares irreversibles de la conciencia, como el estado vegetativo sin muerte cerebral y la demencia profunda, que requieren una enorme cantidad de recursos médicos y no médicos, sin los cuales las personas morirían. Quienes al perder la conciencia solo se pueden mantener vivos mediante métodos artificiales tienen una respuesta en la ley 18.473, sobre la voluntad anticipada en los tratamientos médicos para prolongar la vida. En la práctica, no tomar las medidas de sostén vital o suspenderlas para dejar morir puede considerarse eutanasia pasiva, distinta de la muerte provocada por compasión debido al sufrimiento insoportable, que se considera eutanasia activa.

En Occidente se ha priorizado cada vez más el derecho del paciente a decidir sobre toda acción que tenga relación con su vida y su muerte. Algunos países aprobaron la eutanasia activa (Holanda fue el primero). La bioética médica, con sus principios fundamentales –de beneficencia, no maleficencia, respeto de la autonomía y búsqueda de la justicia–, se encuentra en una disyuntiva: ¿hasta dónde respetar el principio de autonomía de la persona cuando se considera que la eutanasia viola el principio de no hacer el mal (en tanto que el homicidio es sinónimo de maleficencia)? Uno de los objetivos del médico, desde hace miles de años, es defender la vida, por lo que tanto el aborto como la eutanasia están cuestionados desde el punto de vista ético. Es así que la muerte de un paciente repercute en el ánimo del médico casi como un fracaso personal, que acarrea culpa. La sociedad tampoco entiende por qué, con tanto desarrollo tecnológico, la muerte sigue siendo inevitable y con frecuencia le exige al médico cosas imposibles.

El Código de Ética Médica de Uruguay –contenido en la ley que creó el Colegio Médico– prohíbe la eutanasia y el suicidio asistido. La norma fue aprobada mediante el voto secreto por la amplia mayoría del cuerpo médico nacional. En la década del 30 (artículo 37 del Código Penal vigente) ya existía la figura del homicidio piadoso, que contempla la despenalización de esa práctica en determinadas circunstancias y deja la decisión en manos del juez. Hoy no es fácil para el parlamentario solucionar el entuerto jurídico sobre la eutanasia y el código de ética, porque esto requiere eliminar determinados artículos de esa norma sin consultar al cuerpo médico nacional, lo que significaría desacreditar al Colegio Médico.

Se puede quitar un corazón aún latiente a un individuo con muerte cerebral para darle a otro la posibilidad de vivir, poniendo en “carne viva” la importancia de la solidaridad humana. Si se trata de una acción eutanásica o no, depende de la definición de muerte por la que optemos: la antigua o la actual. Pero, sin duda, desde el punto de vista práctico, es la solución para que otro pueda seguir viviendo. De igual manera, con una nueva concepción ética, la eutanasia podría considerarse un acto de solidaridad, compasión y beneficencia cuando un sujeto atraviesa el proceso de la muerte con un sufrimiento insoportable. Se podría dejar de considerar este homicidio particular como un acto de maleficencia. Por otra parte, desde el punto de vista de los derechos humanos, el derecho a decidir cómo vivir no implica la obligación de vivir. Queda por resolver, entonces, si las personas tenemos derecho a decidir cómo y cuándo morir. ¿Es obligatorio vivir en circunstancias horribles provocadas por enfermedades irreversibles e incurables?

Hay mucho que considerar en situaciones irremediables, que deben ser valoradas más allá del dolor: el sufrimiento provocado por patologías respiratorias crónicas, la vergüenza por la pérdida de la integridad o la deformación corporal, distintos tipos de incapacidad, el sufrimiento psíquico, el sufrimiento de ver sufrir a los allegados, el temor a una bancarrota económica provocada por la propia enfermedad. Es difícil colocarse en el lugar del sujeto que sufre y determinar con certeza los motivos para no seguir viviendo. Cada cual sufre a su manera. También hay que valorar si el sufrimiento no es en sí mismo una enfermedad que puede ser tratada o aliviada con distintas formas terapéuticas –como la depresión profunda– para relativizar el deseo de morir. Lo cierto es que, a pesar del avance de los tratamientos, algunos pacientes manifiestan encontrarse en una situación insoportable.

Es importante acceder a los cuidados paliativos como el primer paso para aliviar y sostener al individuo. En este sentido, la eutanasia debería ser un segundo paso, solo cuando el involucrado la solicita. No debe ser nunca la primera opción ni debe ser ofrecida por el médico. Lamentablemente, en Uruguay el acceso a los cuidados paliativos no es universal, por lo que se corre el riesgo de recurrir a la eutanasia en primer lugar. Por otra parte, hay tratamientos que no alivian el sufrimiento insoportable. Erróneamente, se plantea una falsa oposición entre los cuidados paliativos y la eutanasia. No son excluyentes, sino complementarios, por lo que una eventual ley sobre estos temas debería abarcar ambos procedimientos, así como también el suicidio asistido. De hecho, a través del doble efecto de los fármacos analgésicos, los cuidados paliativos pueden adelantar la muerte, aunque esta no sea la intención.

Para considerar la eutanasia como una opción posible tendríamos que enfrentar con valentía nuestros miedos, nuestras culpas y nuestras creencias. Se requiere un cambio de preceptos morales. Hoy la muerte y la agonía se han desnaturalizado y ocultado; son un tabú. Cuando están presentes, con frecuencia se mira para otro lado, porque también es insoportable para los allegados y para el equipo médico. Cuando atendemos a un moribundo, nos enfrentamos a nuestra propia muerte. Tendríamos que revalorar la muerte a la luz de una nueva concepción: la muerte nos pertenece como nos pertenece la vida. Por tanto, tenemos derecho a decidir sobre el fin de nuestra existencia, sabiendo que es inexorable y que forma parte de cada uno de nosotros. Revalorar la muerte desde el punto de vista ético significa dejar en libertad al sujeto que sufre sin remedio, no atarlo por prejuicios, y también dejar en libertad de acción al médico, que debe obedecer a su conciencia y su experiencia. La eutanasia debería aceptarse en una relación médico-paciente de confianza mutua asentada en el tiempo, no como un procedimiento que hará un extraño.

Si la eutanasia pasiva ya existe cuando se suspenden los soportes vitales que permiten prolongar la vida o cuando, por voluntad anticipada, el paciente no acepta determinados tratamientos, ¿por qué negar la posibilidad de la eutanasia activa? La intención del actor que provoca la muerte por omisión, por el doble efecto de la medicación analgésica o por acción directa es la misma: evitar el sufrimiento insoportable. Sin duda, dejar morir es para nuestra conciencia más fácil que adelantar la muerte intencionalmente. Pero, a efectos prácticos, para el individuo que sufre no hay diferencia. Y es a él a quien nos debemos. Quitar de ambiente al sujeto con analgésicos, llevarlo a la inconsciencia para atravesar sus últimos momentos, también es una forma de adelantar la muerte, pues la vida se puede definir con base en la existencia de la consciencia.

El problema sin resolver está centrado en la intención homicida del actor. Pero cuando advertimos que el objetivo principal de la eutanasia no es matar, sino aliviar, la acción no se debe a la maleficencia, sino a la beneficencia y al respeto de la autonomía del sujeto. Esta forma de evaluar la intención homicida no es unánime. Depende siempre de la conciencia moral del médico, la verdadera rectora de su comportamiento, por lo que una ley nunca debería obligarlo a proceder en un sentido u otro y, por tanto, tampoco debería entrometerse en el código de ética que lo rige. Algunos médicos verán la eutanasia como una bestialidad, mientras que otros la verán como un acto de amor. Finalmente, actuarán según su conciencia. La experiencia del médico, su especialidad, los casos que trató, y la relación adecuada y de confianza mutua con su paciente influyen decisivamente a la hora de tomar una decisión tan difícil.

En el fondo, la complejidad de la eutanasia radica en que siempre nos enfrenta a nuestra propia muerte, debido a aquel mandato moral que dice: «No quieras para el otro lo que no quieras para ti mismo». La culpa está allí latente y es ineludible, salvo que la eutanasia se viva como un acto de amor, en cuyo caso la angustia desaparece.

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