Actos de presencia - Semanario Brecha
Antonio Caro (1950-2021)

Actos de presencia

Con sólo 70 años, Antonio murió el 29 de marzo. Le falló el corazón, el órgano que, probablemente, más utilizaba para crear sus obras. Por suerte, queda su trabajo y es lo que, para compensar su partida, el mundo está celebrando. Pero el hecho es que se ha ido uno de los pocos personajes insustituibles del arte de este continente.

Acción artística de Antonio Caro en la galería Casas Riegner, en octubre de 2020 Casas Riegner

Hay un pequeñísimo grupo de artistas que, aunque hubieran hecho nada más que una obra en su vida, lograrían con ella un lugar en la superficie limitada y exclusiva de la historia del arte. Salteándome la Mona Lisa y el David, pienso en la taza cubierta de piel de Meret Oppenheim;1 el Martí de Por América, de Elso Padilla; quizás una luna de José Cúneo, y una tajada de torta de Wayne Thiebaud. Son obras que no necesitan otras, ya que contienen todo el discurso necesario y completo entre sus propios límites. Esto no va en desmedro de las demás obras de los artistas, pero son las que dan la sensación de un «ya está» totalmente satisfactorio. Por la naturaleza de la historia del arte, por quienes la escriben y quienes la leen, el impacto de esas obras no es tan colectivo como se pretende: apelan a un público relativamente escogido. El Colombia Coca-Cola, de Antonio Caro, de 1976, se separa netamente de las obras de sus colegas. Es una de las pocas que, utilizando los instrumentos de su contrincante, lo delatan, lo exponen críticamente, crean un ícono que ayuda a abrir la conciencia y, de paso, logran sentar un precedente para el género del meme digital como medio de expresión colectivo y popular.

Conocí a Antonio en 1978, en un viaje a Bogotá, cuando todavía era un artista nuevo y, con excepción de unos pocos, mirado con desconfianza. Lo volvía a ver cada vez que iba a Colombia, no importaba a qué ciudad. En una de sus performances secretas, él siempre aparecía entre el grupo de gente al que me habían llevado para discutir. No era para decir algo a la audiencia o, efectivamente, para decirme algo a mí, sino para coleccionar actos de presencia. Yo era un accesorio anónimo para su propia obra. En otras ocasiones sí tomábamos un café y charlábamos. La última, también en Bogotá, fue hace tres años. A lo largo de cuatro décadas siempre estaba igual, ignorante del espejo y, aparentemente, viviendo de lo que llevaba en la mochila pegada a su espalda. En un reportaje con Lucas Ospina admitió la importancia de la pobreza, su costumbre de usar solamente camisetas regaladas: «Mi arte fue pobre, me tocó hacer cosas con materiales muy precarios y por eso fue que me tocó pensar un poquito, y tal vez eso me ayudó bastante».2

A pesar de sí mismo, ya que no era una afectación, él también se había convertido en un ícono colombiano. Siempre muy formal en el lenguaje y exageradamente respetuoso en el diálogo. Sus contribuciones eran, más que nada, preguntas. Pedía opiniones sobre problemas generales y ocultaba las propias. En lo que parecía una ausencia de intelectualismo había, sin embargo, una cuidadosa construcción de un jugador de ajedrez. En los simposios revelaba que lo que parecía una actitud distraída era, en realidad, una preparación quirúrgica que terminaba en la disección y la demolición de su contrincante. Pero siempre hablaba con humor, ternura y una ironía que recién surtía efecto un rato más tarde.

Hace una quincena de años escribí una nota en la que lo describí como un «guerrillero visual».3 La caracterización no se debía a una identificación política, sino a la manera en la que, en su momento, atacaba las expectativas del arte. No actuaba como un vocero político combativo ni trataba, explícitamente, de desmontar los andamios que sostienen el sistema instaurado de valoración estética. Era algo más sutil. La obra esquivaba el canon, pero lo pasaba como rozándolo. Algunos trabajos tenían un terminado perfecto, casi industrial, que aprovechaba lo aprendido en la corta experiencia de una oficina publicitaria; otros, no tanto. En la torpeza de algunas de sus obras exploraba la crudeza de la publicidad popular o explotaba el dejo particular que tenía su presencia. En el mismo reportaje con Ospina, por ejemplo, comentó que la primera vez que fue a pedir una visa para ir a Estados Unidos se la negaron antes, incluso, de que llegara a la ventanilla.

Si bien Colombia Coca-Cola sintetiza un país e, incluso, un continente, es la serie referente a Quintín Lame lo que lo define como un guerrillero visual. No por la narración que rodea al personaje, sino por lo que significa que un artista lo tratara como lo hizo él. Lame fue un abogado indígena autodidacta que se dedicó a defender a sus coetáneos contra el sistema legal hegemónico y a luchar por los derechos de su pueblo. Fue preso 108 veces, hasta que murió, en 1967, cinco años antes de que Caro comenzara a trabajar en el tema. Lame tenía una firma muy peculiar por lo barroco de su diseño, y la reproducción de su diseño pasó a ser la obra de Caro. Lo importante no es la parte anecdótica, sino la ignorancia de la anécdota: la presentación era la firma en distintos tamaños, sin la ayuda didáctica de una biografía. El público se enfrentaba a un garabato atractivo de dudosa importancia en el mundo del arte formalista de la época. La historia de Lame, en la medida en que se la conocía por otros medios, rellenaba la imagen.

Esto significó que, en el elitista mundo artístico colombiano, el público que realmente entendía la obra fuera bastante reducido. Pero, una vez que esa obra salía de las fronteras del país, pasaba a ser un garabato bonito, casi un pictograma chino ininteligible, que no podía competir con otras en el mercado o tener alguna viabilidad económica. Así como Lame había luchado por recuperar las tierras para su pueblo usando el código legal del opresor, el acto guerrillero de Caro estaba puesto en usar la estética hegemónica para afirmar lo local. ¿Un acto quijotesco? Probablemente. ¿Un acto importante, memorable y ejemplar? Seguro que sí.

1. Le Déjeuner en fourrure, 1936.

2. Lucas Ospina, «Prohibir la palabra arte: entrevista a Antonio Caro», Arcadia, 3 de junio de 2015.

3. «Antonio Caro: guerrillero visual», Poliester, 12, 1995, pág. 43.

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