Aeromozas - Semanario Brecha

Aeromozas

Las hamacas.

Dibujo: Ombú.

¿Quién resiste a una hamaca? La use o no, ¿quién está a salvo de sus radiaciones? Esas ondas que invitan a estirar y recoger las piernas, desentendidas de la gravedad. Y del reloj.

Resistirse a las hamacas consume mucha energía. Basta espiar a quienes empujan pequeñas espaldas en los parques. Sonríen, revisan el celular, revisan el celular, hacen muecas, todo con tal de disimular la envidia que les provoca no estar en el lugar de los empujados. Hay liberales, también, que a veces deciden hamacarse. Sesenta segundos. El tiempo que tarda un adulto promedio en volver de la niñez.

Las hamacas muy próximas al suelo vienen luchando por su autonomía. Afirman que la conseguirán el día en que los humanos no necesiten apoyar los pies para impulsarse. Las otras, desde otra altura, cuestionan ese argumento desde la convicción de que los humanos son aliados naturales de las hamacas. Porque la brisa sopla cuando lo dispone, pero las personas, dicen, desde que abren los ojos buscan mecerse. Nunca nos dejarán colgadas.

De todas las formas de conocerme a mí mismo que vengo practicado, la más productiva ha sido la de hamacarme. Descubrí que el espejismo de ganar altura va y viene, que el tronco sin respaldo tambalea y que una mano nunca podrá lavar la otra mientras estén aferradas. En más de una oportunidad la culpa y el deseo se cruzaron a mitad de vaivén, y desistieron de herirse. En más de una ocasión la voluntad chirrió a la par de los tensores del asiento, abrumada por falta de lubricante.

***

Hipócrates aconsejaba a las jóvenes griegas el cultivo de la voluntad de hamacarse, para mantenerse esbeltas. Dionisos, que odiaba el sobrenombre Baco, por retacón, alzaba su copa de vino ante fieles que lo adoraban columpiándose. A tono con desenfrenos divinos, el pintor Jean Honoré Fragonard (1732-1806) consiguió atrapar en su tela “El columpio”, o “Los felices azares del columpio”, el juego de la infidelidad. La luz del cuadro ilumina a una dama que aprovecha el envión de la hamaca, que a sus espaldas gobierna su marido para insinuarse al amante que la atisba oculto en la fronda. Un zapato de ella vuela, inalcanzable.

Ícaro tiene su epígono en Carlos Sánchez, que quiso volar hacia la incandescencia. Pero no sucumbió. A orillas del peligro, colgó una hamaca. Calculó la hora y esperó, meciéndose apenas, quizás fumando. Y cuando el humo, fuego y tos del volcán Tungurahua indicaron que la erupción había comenzado, él, en tres impulsos, tocó el cielo con sus plantas. Y el corazón de vulcanólogo aficionado retuvo el estallido.

El balancín de Carlos tiene nombre: columpio del fin del mundo. Hace honor a que lo situó a 2.600 metros de altitud y a dos quilómetros y medio del cráter activo del Tungurahua. Carlos quería obtener una panorámica propia de las erupciones. Obtuvo más de una, y muchos más visitantes. Tantos, que comenzó a pedirles colaboraciones voluntarias, luego obligatorias, y más tarde accedió a instalar un segundo columpio, gemelo del primero. Ministerio de Turismo mediante, terminó construyendo una casa sobre las ramas que sostienen los columpios, destinada a preservar de vértigo y adrenalina a turistas zen. La llamó La Casa del Árbol. Más literal imposible. A los columpios, sin embargo, nunca les puso nombre. Más adecuado imposible. El paisaje tampoco tiene nombre y cuando ellos lo llaman, viene.

***

Una nostalgia atraviesa plazas vacías. Y coloniza a las hamacas. Esta aún está tibia, aquella duerme por no enterarse, la rota finge paciencia.

A corta o larga distancia de allí, sus fanáticos claman por un reencuentro. Seres educados para mañana, que porfían el hoy. En silencio y a gritos. El noventa y nueve por ciento del agua que ha corrido bajo los puentes proviene de lágrimas pequeñas; la historia del arte se cansó de advertirlo. “No me pidas nunca más para salir, vergüenza tendrías que tener, niño grande pidiendo que lo lleven en brazos”, oigo proferir a una vecina del barrio que pasa por mi ventana. No saldré corriendo. No secuestraré a la pequeña víctima de esa mujer y la llevaré en brazos a hamacarse. No proporcionaré una foto de la vecina al ángel de la guarda, para que encargue el trabajo sucio al ángel exterminador.

Haré lo que corresponde.

Corresponde revelarte cuánto debes a tu hamaca en suite. Tu hamaca en suite cuidó tus espaldas la vida entera, vigilando que los hombros mantuvieran su posición cuando los cargabas, cubriendo el avance y repliegue de los brazos.

Impidió que contracciones letales invadieran tu nuca y protegió al omóplato en su incesante sube y baja. Aceptó repartirse en tres zonas, alta, media y baja, a fin de atender cada rincón del territorio. Y lo fundamental, sostuvo tu cabeza. Sin coartarla en ningún sentido.

En los textos de anatomía tu hamaca en suite figura con la denominación de músculo trapecio. Convive con esa identidad impuesta porque sabe que lo importante es la pasión, no el género. A ella le apasiona abrirse en abanico para estimular tu espalda. Lo demás es literatura.

Tuvimos literatura de cordel, es hora de fundar una de hamacas. En verso blanco y pliegos cosidos, a la antigua usanza. Colgarla al sol con palillos de ropa. Encontrar al ciego capaz de vocearla en las esquinas: Donosa me llevas/ ensillado a tu piel/ de suelo a cielo/ en breve suspiro/ la rima no cuadra/ la métrica chilla,/ nosotros asidos/ al leve suspenso”.

De pronto me vinieron ganas de estirar las piernas. Y recuperarlas.

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