Algunos lo repelen, otros lo aman en secreto. Escondidos en un rincón, lo adoran bajo el calor de las estufas o la tibieza de alguna manta; el frío amado quedó afuera, hermoso, vencido. Se alza en vapores una taza sobre la mesa, acompaña en paz, acaso la soledad gozosa de sentirse bien con uno mismo.
Puede sonar un disco, o una buena película, de esas que nos exigen entregarnos casi enteros. Puede haber un sinuoso gato o un obediente perro completando el espacio, un libro nuevo o uno herido de pasado, artrítico de tanta espera. Afuera se escucha la ciudad, espantada de frío, ahora bajo un puñado de lluvia. El agua duplica los semáforos; estamos a salvo. En un rato la cocina encenderá sus aromas; habrá ollas crepitando, un buen vino en las copas. Las mismas manos que ahora toman tisana, de piezas distintas crearán algo nuevo a disfrutar en un plato.
Ayer el gran ropero volvió a abrir su boca. Dentro de cajas o de bolsas están las prendas que volveremos a amar por unas semanas (será hasta inaugurar un nuevo desprecio, hasta clamar por la desnudez de los cuerpos). Están las bufandas queridas, gastadas, compañeras del invierno. Las que hace años no usamos. Muy cerca los sacos, la campera, los suéteres de lana, un olor a armario de abuela (¿habrá laurel, habrá lavanda en los estantes, o blanca y pedregosa naftalina?).
Las botas de abrigo volverán a salir de paseo, a pisar el asfalto congelado de las mañanas. Están contentas, un buen lustre mostrará sus dientes. Las medias copularán, unas sobre otras. Los guantes volverán a ser dóciles.
El paraguas que viene de oriente, nunca resiste dos inviernos. Morirá en el que se avecina, será un cadáver de alambre más sobre la ciudad, después de la gran tormenta.
El cuerpo se llenará de virus y medicinas. Vacunas, pastillas, efervescentes, jarabes, remedios caseros. Miel, limón, naranja, eucalipto, jengibre, el Mentholatum en su latita de siempre, olor a infancia.
Las estufas quemarán árboles secos y fragmentados. La electricidad calentará el aire, las aguas, las resistencias. El gas encenderá hogares, pensiones, hospitales. El alcohol azul arderá sobre alguna lata de sardinas. Un ladrillo avivará sobre un primus. El porrón de aluminio quemará pies. La bolsa de agua hirviente quemará manos. El calentador de camas anudado a la pared, negado con escándalo al principio, vencerá después. Alguien recordará con nostalgia el olor a querosén. Alguien morirá de frío. Alguien morirá de frío.
Se escucha la cerradura. Es ella, abrigada, desde un otoño que parece invierno. Se quita el saco, abandona a un lado su paraguas chorreante; bajo su gorra, deja caer su pelo intacto. Me mira con la ambigüedad de la mejor sonrisa. Somos dos soledades juntas, dispuestas a ser una. Permanece el silencio, o esa música que lo iguala, apenas un rumor de calles, dos individuos a salvo de esa noche que ahora derrama todo su carcaj.
No hay ocasión para la tisana. Otra bebida es recibida en pequeños vasos. Se abren como regalos algunas palabras.
La cocina está llena de azulejos blancos. Sobre una de las ollas comienza a lamer el fuego. Sobre la oliva cae cebolla, morrón, el esplendor del ajo, trozos de un ave sacrificada. El tomate hará demasiado, otro tanto el pimentón, la albahaca, especias custodiadas en frascos, sabores y aromas del mundo sobre el grandioso texto de nuestra comida.
El adobo, la pimienta, la temida sal realzan el sabor de la carne blanca. Mientras tanto, con la espinaca limpia y apenas cocida, me observo haciendo malhechos, como si lo supiera de mucho antes. Huevos, nuevas especias, harina de trigo y mandioca, algo de leche. En mis manos veo las manos de mi padre; antes, las de mi abuela. Como ecos, veo mil recónditas manos, perdidas y hacedoras en el tiempo.
La cocina se llena de perfumes, la música suena al compás de la noche y de las llamas, no hacen falta demasiadas palabras. Llegará el buen café, pero antes el vino como antes fue el libro, como el disco que ella acaba de poner en este momento. Nada de todo eso parece ser demasiado diferente, ni mucho menos inalcanzable, como si sólo fuera cuestión de ceder el reloj, de saber mirar y conectarse con lo real, con la materia en transformación, aportando a todo ello la cuota necesaria de voluntad.
La salsa está pronta, ¿o deberá llamarse tuco? Del mismo modo se evita decir guiso. La dejo reposar. Los pequeños vasos han quedado, de nuevo, vacíos. El agua comienza a hervir y con una cuchara voy dando forma al malfatti italiano pero desde otro rincón del mundo, detrás de una ventana cualquiera de una urbe que persiste en su llanto helado. Malhechos van al fondo del agua, se ahogan, suben a la superficie, muy pronto estarán en el plato.
Ella ha rallado el sabroso queso, ha tendido la mesa, puesto las copas, servido el vino. Ha elegido las canciones, la sordina de una trompeta, el gatillar de un bandoneón. Ha entregado su soledad a la mía. El verde de la pasta, el intenso bermejo del tuco. Afuera, lo sospecho, un niño acaba de nacer, alguien muere, odia, se pierde, una pareja hace el amor. En su honda diferencia, todo parece en equilibrio. Aquí dentro, sencillos, debajo de una luz cenital, dos platos con comida casera humean sobre nuestras miradas. El invierno entró de apuro por las calles. Pero no se enfrían las almas, las ollas se han encendido.