El Uruguay tiene, desde hace casi 50 años, una legislación de vivienda social que fue de avanzada en su época (lo sigue siendo hoy en muchos aspectos), y es tomada como referencia en varios países de la región. La pieza maestra de esa legislación, la ley 13.728, aprobada a fines de 1968 en un momento muy difícil para el país, social, económica y políticamente, constituyó un enorme paso adelante en la dirección del mejoramiento de la calidad de vida de la población y la redistribución de los bienes sociales.
Esa norma representó una de las últimas manifestaciones del Estado de bienestar (que matrizó sus políticas sociales durante la primera mitad larga del siglo pasado) y fue severamente trastocada en la dictadura. Así, se puso al mercado como actor central de las acciones en vivienda; se eliminó la propiedad colectiva en las cooperativas; se suprimieron los órganos políticos que dirigían el sector, remplazándolos por el Banco Hipotecario: desapareció la autonomía de recursos del Fondo Nacional de Vivienda; se eliminaron los institutos de asistencia técnica, y otras perlitas similares.
Aunque parte de esos cambios, que sustituían la visión social anterior por una crudamente mercantil, tuvieron marcha atrás, aún hubo tiempo para nuevas salvajadas en los neoliberales años noventa. Entre otros: la severa reducción de los requisitos mínimos de adecuación de las viviendas con la creación de los “núcleos básicos evolutivos” e, incluso, en una fecha tan cercana como 2007, la ley 18.116, votada por casi todos los diputados y con la unanimidad de los senadores (en este caso, sin discusión) criminalizó la ocupación de tierras para vivir en ellas, un recurso extremo de la desesperación, al que se debe buena parte de la creación de ciudades en un mundo que los europeos llamaron “nuevo”.
Una mirada actual sobre el cuerpo legal de la vivienda social en Uruguay muestra todavía una estructura sólida. Sigue siendo un innegable punto de apoyo pero se advierten algunos orificios que la dañan y le hacen perder fuerza. Ya casi en la mitad del tercer gobierno consecutivo con entonación de izquierda parece oportuno volver sobre esos ruidos para intentar restablecer la sintonía y recuperar la armonía que, en algunos aspectos, se perdió.
El primer agujero en esa red legal ya fue mencionado y es fácil de reparar: se trata de descriminalizar lo criminalizado, volviendo a instaurar las condiciones de utilización de “violencia, amenaza, engaño, abuso de confianza o clandestinidad” y la finalidad de “apoderamiento o ilícito aprovechamiento” que antes exigía el Código Penal para considerar delito la ocupación, y explicitar que ésta no será considerada delito en ningún caso si la causa de ella es la necesidad. Se compatibilizaría así el código con la ley de ordenamiento territorial y desarrollo sostenible de 2008, que reconoce la ocupación como un acto generador nada menos que del derecho de propiedad cuando el núcleo familiar ocupante tiene un ingreso inferior al nivel de pobreza y ocupa un predio para vivir durante cinco años sin resistencia del propietario.
Los siguientes dos agujeros tienen que ver con el aprovechamiento del stock de viviendas disponible y se refieren a la utilización de los inmuebles abandonados o en desuso y a la regulación, al menos parcial, del mercado de alquileres. Afortunadamente ya existen en el Parlamento proyectos sobre ambos temas, perfectibles, como todo en la vida, pero que constituyen una importante base de discusión: uno, presentado en 2012 por los diputados frenteamplistas Alfredo Asti y Mauricio Guarinoni (Asamblea Uruguay), sobre la declaración de vacancia y subsiguiente pasaje al dominio fiscal de los inmuebles abandonados, y otro sobre las viviendas desocupadas y los precios de los alquileres, presentado el año pasado por el diputado comunista Gerardo Núñez. Abundante información, desde el Censo de Vivienda hasta estudios específicos, no dejan dudas sobre la existencia y la importancia del problema.1
También hay un agujero legal en el régimen de expropiaciones. Si bien el sistema de la toma urgente de posesión habilita a realizar obras públicas aunque el juicio expropiatorio continúe, en el caso de que el bien se use para una operación con garantías hipotecarias exige necesariamente la escritura como paso previo, lo que puede llevar años. Un mecanismo de escrituración judicial por el valor ofrecido por el Estado, mientras se dilucida la fijación final del precio de la expropiación (como ya se ha propuesto) sería muy útil para el funcionamiento de la oferta pública de tierra urbanizada, oferta imprescindible para perfeccionar el mercado de suelo.
Otro tema muy importante tiene que ver con los recursos: con su monto y con su modo. El monto se sabe que es escaso y lo es desde la fiesta neoliberal de los setenta y ochenta, en que se gastó mucho para construir apartamentos caros y dejar grandes ganancias a las empresas. La escasez de recursos también es un problema legal, puesto que hoy por hoy la gran mayoría de ellos es de origen presupuestal. La próxima rendición de cuentas, que tendrá discusión presupuestal, será la oportunidad de, por lo menos, llevarlos del escuálido 0,5 por ciento del Pbi actual al entorno del 1 por ciento. De concretarse, se daría un primer paso muy trascendente.
Otro aspecto vinculado a los recursos tiene que ver no con lo que se le transfiere al Ministerio de Vivienda, sino con lo que se le resta: salvo Mevir, exonerado del pago de impuestos por ley, los demás programas que financia pagan impuestos nada desdeñables: sólo por concepto de Iva, este ministerio le devuelve a Economía entre 12 y 22 pesos de cada 100 que recibe. La quita de recursos en realidad es doble, porque al encarecerse el costo de las viviendas por el agregado de impuestos, Vivienda tiene que destinar más recursos a subsidios y menos a construcciones. Paradojalmente, mientras los programas de “Juntos”, para sectores de vulnerabilidad extrema, pagan Iva, los inversores privados no lo hacen en sus viviendas de 150 mil dólares. Ésta es otra ley que habría que revisar porque no tiene sentido exonerar a cambio de nada. Más agujeros en la red.
El tema de cómo llegan los recursos al Plan de Vivienda, si bien actualmente no está en discusión, no es nada menor. Este plan nació con un recurso específico, recaudado por el propio Banco Hipotecario: el “impuesto a los sueldos”, aportado en partes iguales por patronos y trabajadores, públicos y privados. Eso aseguraba un piso mínimo, libre de toda suerte de recortes o dificultades coyunturales del Ministerio de Economía, que permitía planificar con solidez, lo mismo que tantos otros fondos que tienen también origen y destino específicos, como es el caso (por citar un solo ejemplo) del elogiado “impuesto de Primaria”.
Sobre finales de la dictadura el impuesto a los sueldos desapareció (luego volvió, pero con otro fin) y los recursos pasaron a provenir íntegramente del presupuesto y con ello, depender de que Economía pudiera/quisiera verterlos. Durante muchos años no pudo y/o no quiso. Muchos economistas no gustan de los fondos de utilización predefinida porque les quitan libertad de tapar un agujero, creando otro. Los ejecutivos (entre los cuales también hay economistas) los adoran, porque es lo único que les permite planificar a plazos más largos con previsiones en serio. He ahí otro tema para revisar.
No es una carencia actual, pero puede serla, el sistema de subsidios al pago de la vivienda. El que hoy tenemos, más allá de algunos ajustes que lo mejorarían, es probablemente el mejor que ha habido desde 1968. Pero su base jurídica es apenas una resolución ministerial, que cualquier ministro o ministra que se levante de mal humor puede cambiar en pocas horas. La importancia del tema justifica un estatuto legal: daría más seguridad sobre la permanencia del sistema y ello permitiría generar una discusión del tema a fondo, con participación de todos los actores, lo cual, seguramente, sería muy positivo. Pero prácticamente sólo habría que darle forma de ley a la reglamentación actual, ajustando alguna clavija.
Los puntos planteados, por supuesto, no agotan las posibilidades de perfeccionamiento de la actual legislación sobre la vivienda social, pero son los más relevantes. Algunos, desde el punto de vista conceptual en el aspecto de derechos; otros, por su importancia operativa, y otros por su impacto sobre las acciones de los actores públicos y privados. Nos hemos limitado a mencionar, además, solamente aquello que requiere decisiones parlamentarias. Hay también muchas cosas que reglamentar (entre ellas, cuestiones fundamentales de la ley de ordenamiento territorial), y muchas decisiones que tomar en materias en las que ya existe un marco legal que lo posibilita,2 pero eso es asunto de otro poder del Estado.
Sería interesante que un Legislativo que llama un día sí y otro también a los mismos ministros para preguntarles las mismas cosas dedicara también, sin dejar de ejercer su importante tarea de control, una parte de su tiempo a resolver estas cuestiones que sólo se resuelven con leyes, leyes que sólo el Parlamento puede votar.
- Hace pocas semanas se presentó en el II Encuentro: Inmuebles abandonados, realizado en el anexo del Palacio Legislativo, un informe elaborado por los docentes de la Udelar Mariana Ures y Gonzalo Bustillo, en relación con la situación de los inmuebles “visiblemente abandonados” en el Municipio CH de Montevideo, que complementa el ya realizado y presentado hace dos años, por los mismos investigadores, sobre los municipios B y C. La presentación y otras intervenciones revelaron que la mayoría de esos inmuebles son privados, que no son ruinosos sino simplemente no explotados, y que no tienen deudas significativas con el Estado, por lo que parece razonable atribuir el abandono a una intención especulativa.
- La más importante de ellas quizá sea la fijación de las tasas de interés de los préstamos para vivienda, hoy equivalentes a las de los bancos comerciales o mayores y que sería bueno racionalizar llevándolas a valores compatibles con el fin social de los préstamos. Si bien los subsidios corrigen esto en algunos casos, un criterio más razonable sería bueno para todo el sistema, e incluso permitiría reducir los subsidios y limitar la morosidad.