Alfredo Zitarrosa me dijo: “Trato de no escribir una palabra de la que no pueda hacerme responsable”. El rigor de Zitarrosa va más allá del enunciado. Como su hospitalidad –fue el primer exiliado uruguayo con el que tuve una relación de amistad profunda–, rebasaba su propio límite, su propia discreción. En él se cumple la creencia de que el exilio hace depender su suerte de las condiciones de existencia. Cierto, su situación y la mía nunca fueron comparables. Entre otras cosas menos obvias, porque yo estaba en el aire. Él estaba en el espacio de su propia voz, un espacio-voz que se llama Zitarrosa. El exilio depende también de su posibilidad de ser atravesado por la esperanza de regreso a la tierra natal. Zitarrosa nunca la perdió. Yo nunca la tuve. El teatro al que se parece el sentimiento del exilio hoy: un lugar donde se representa un acto de memoria, no presente. No sólo porque en América Latina pasaron, por el momento, las condiciones dictatoriales que fuerzan al exilio. No sólo: las condiciones de pensamiento y de actitud vitales que conducen al exilio parecen estar desactivadas. Si el exilio, visión y acción sobre el mundo, era una forma de la exclusión social que orillaba el abandono de la tierra, hoy basta un despido del trabajo, un golpe de teléfono. Hoy se abandona la tierra natal por insuficiencia económica, no por suficiencia humanista mal vista. Hay razones de sobra para un nuevo mundo migrante, pocas para el hombre exiliado. El exilio habita en las fiestas de las embajadas, en los clubes del recuerdo, en las fechas patrias, ya no tanto en las reuniones semiclandestinas, en la circulación de información restringida, en los cafés de la espera. El café: la bebida del exilio en lengua castellana. Reuniones de exiliados emblemáticas fueron las de los republicanos españoles, en México o en Toulouse. Tal vez por el énfasis de las quijadas, tal vez por la vestimenta reconocible, boina y bufanda y gabardina, tal vez por los semblantes que parecen nacidos para el padecimiento quieto. No me tocó una mística del exilio uruguayo. Zitarrosa hacía reuniones de camaradería en su casa con un despliegue tal de generosidad que aparecían más vasos levantados a la salud de estar vivos que comentarios reales sobre la realidad del país que se extrañaba. En todo caso, el sobrentendido del exilio rondaba toda la reunión. Lo que era completamente uruguayo era la música: música folclórica, básicamente, pero no sólo. Candombe, fusión de candombe y rock, fusión de candombe, rock y jazz eran las alternancias recurrentes. Por allí desfilaban figuras del espectáculo y del arte mexicanos. Zitarrosa tenía un programa en Radio Educación donde entrevistaba a músicos. Todo músico importante relacionado con la canción, de una manera u otra, era entrevistado. Zitarrosa imponía un respeto tal que circulaba en el aire de su casa en Taxqueña, detrás de los Estudios Churubusco, una corriente de acuerdo y simpatía. No sólo la voz de Zitarrosa: su personalidad generaba respeto. Lo tengo presente como un ser que irradiaba coherencia. No recuerdo a nadie como él entre los uruguayos en México. Tenía una convicción contagiosa de eso que puede llamarse, porque exactamente así era lo que había, seguridad histórica, la certeza de un destino irreversible e inmejorable para el hombre y la humanidad. Cuando Zitarrosa volvió a Uruguay luego del comienzo de la transición democrática fue recibido como un héroe. Era un héroe, el héroe de la canción uruguaya. Su voz oscura tiene la altura de un superyó válido no solamente para la izquierda sino para todo oriental bien nacido. “Los nacidos en la Banda Oriental del Uruguay tenemos que cuidarnos porque somos pocos”, me dijo más de una vez. El país no rebasó desde la dictadura los tres millones y medio de habitantes. Pero hablaba de algo que tenía que ver con una dignificación propia del gaucho: la noción de escasez generalizada que pasa también por el número. “Somos pocos pero bien montados”, ya no sé si es una frase hecha o el estribillo de una canción. En todo caso es, de nuevo, la antigua –y no sé si todavía persistente– situación de Uruguay ante Brasil y Argentina, los dos gigantes que contener y mediar, origen argumental geopolítico de la concepción de la Banda Oriental que siempre defendió la diplomacia inglesa en tierras del Río de la Plata. Lo que alguien con un futuro no muy bien dibujado puede aprender de Zitarrosa: a no perder nunca de vista la razón por la cual se crea un destino incierto. Esa es la poderosa razón de vida, la única que se tiene en ese preciso momento. Y los valores que se ponen entonces en juego. Ese aprendizaje se lo debo. Esos días compartidos con Zitarrosa están lejos, por distancia y por significación, de los días de cinismo que sobrevinieron en la década del 80. El aire reaccionario, el “fin de la historia”, el horizonte neoliberal delirante, el mundo como selva donde se salva cada cual según su suerte, ya brillan en la mentalidad de los ochenta y disuelven la lógica y el sentimiento exiliares.