Sistemáticamente, los pobres han sido expuestos desde las grandes vitrinas de los medios de comunicación. Sus costumbres, sus enfermedades, sus consumos, sus delitos. Un verdadero reality show se montó para indagar hasta el más recóndito de los gastos realizados por los favorecidos con los mil pesos del Plan de Emergencia. No formó nunca parte de sus vidas privadas el saber si decidían destinarlos a la compra de un celular de última generación, un par de championes Nike, o una bebida con alcohol. Muy pocos se preocuparon por conocer si en algún caso ese celular era utilizado para obtener un empleo, llamar a un médico de Salud Pública o ser el as del Candy Crush. A ninguno de los guardianes de la intimidad le interesó si el individuo, luego de una larga jornada como animal de tiro de un carro lleno de plástico y cartón, recurría a los diversos consumos para matar el tiempo, combatir el frío, o lidiar con una adicción como cualquier ser humano de esta tierra. En todo caso, sus contrapartidas fueron evaluadas con celo inquisidor y siempre estuvieron bajo sospecha. Las decisiones que ese ciudadano de bajísimos ingresos, huérfano de asesores legales, tomó con el dinero proveniente del Estado, difícilmente formó parte de su libre albedrío, ni de su feudo individual. Hasta cámaras ocultas infiltraron algunos héroes del periodismo para condimentar sus más osadas investigaciones sobre los beneficiarios del Panes.
Pero parece que informar en dónde colocan su dinero los ricos, ingresos que a menudo también se multiplican al ritmo de los préstamos de la banca oficial o de las exoneraciones fiscales –dicho de otro modo, de los impuestos que el Estado renuncia a cobrar para estimularlos– es para algunos periodistas un pecado capital.
¿Por qué no puede ser de interés público, más allá de si evaden o no, informar en qué países notorios integrantes del estrato social que capta más renta en Uruguay prefieren pagar sus impuestos? Es decir, si esos líderes de opinión deciden aportar una cuota-parte de su renta al fisco uruguayo, para que de alguna manera sus contribuciones ayuden, como mínimo, a derramar crecimiento en el país. O si resuelven, en cambio, hacerlo en otro territorio en el que gozan de un régimen tributario más benigno, donde es más difícil controlar sus ingresos gracias al manto protector proporcionado por el secretismo, y por tanto apuestan a volcar menos recursos en su lugar de residencia. Por lo pronto –a juzgar por la serie de operativos lanzados por la Dgi–, a falta de interés periodístico, sí existe interés de la administración tributaria.
Cada vez que se intenta estudiar a la riqueza y a los ricos, la información se escabulle y campean las oportunas citas orwellianas. El rendimiento de los trabajadores a menudo está en el candelero, y la palabra “corporativismo” suele circular asociada a los reclamos de los asalariados. Pero ¿qué ocurre con la productividad del empresariado uruguayo, su disposición a invertir sus dividendos en programas nacionales de ciencia y tecnología para valorizar sus productos, o su interés en distribuir una porción de sus ganancias en el territorio en el que viven y en el cual se plantan como referentes en materia de valores? Parece que sí es de interés público informar sobre sus campañas de responsabilidad social empresarial, en las que muchas veces también deducen impuestos, aunque este último no sea un punto en el que valga la pena detenerse. Lo que ocasiona una filtración que deja en evidencia lo que todos sabían, o la entrada de un rayo de luz sobre un punto ciego, queda de manifiesto en la actitud de los dolientes. Si no hay nada que ocultar, ¿por qué es que tanto duele?