Esta pieza para las infancias rescata la novela Momo, o la extraña historia de los ladrones de tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres, escrita por el alemán Michael Ende en 1972, y la comparte en una versión teatral a cargo de Angie Oña para hacerla llegar a nuevos espectadores y posibles lectores. El corazón de la historia es una honda reflexión sobre el tiempo y la forma de gestionarlo y vivenciarlo de cada uno en la intimidad y también junto con los otros. Su personaje central es una niña huérfana llamada Momo que, teniendo el don de escuchar a los demás, convive en las calles con varios personajes barriales hasta que debe enfrentarse a unos seres grises que buscan quitarles el tiempo a las personas para ahorrarlo en su Banco del Tiempo. La dirección está a cargo de Freddy González y Angie Oña, una dupla artística que ya viene trabajando hace tiempo en otras puestas.
Los directores se centraron en el trabajo actoral y lograron componer y destacar a Momo, en una delicada interpretación de Ornella Regno, quien, junto con el personaje de su amigo Gigi (un cuentacuentos interpretado por la propia Oña), es la narradora de esta compleja historia, que, lejos de subestimar a las infancias, las invita a descubrir diversas capas de sentido. El elenco va hilvanando las distintas escenas en un ritmo medido que construye y sostiene las pausas necesarias para poder comprender lo que buscan expresar los personajes. Hay un interesante trabajo escénico que se despliega en los diferentes niveles del Teatro Victoria y logra dar profundidad al relato, estableciendo una atmósfera brumosa que acompaña la presencia del grupo de seres grises: los ladrones del tiempo. Esa ambientación algo oscura, bien trabajada con recursos de iluminación a cargo de Inés Iglesias, resalta lo fantástico de un relato plagado de reflexiones filosóficas sobre las sociedades modernas y sus formas de vida. En ese sentido, el montaje, recomendado para niños de 6 años o más, resulta atractivo para un público adolescente y también adulto.
Además del notable trabajo actoral y de un montaje que no cae en el exceso de estímulos (algo que parece habitual en el teatro infantil), destaca la creación lúdica del vestuario, realizado también por Oña. El planteo escénico es, además, coherente con el contenido: en momentos clave se detiene para trasladar cuestiones que no buscan respuestas directas, sino que están ahí para disparar reflexiones en la audiencia. Hay elementos realmente atractivos para el público infantil, como la presencia de la tortuga Casiopea (resuelta con un dispositivo mecánico) que, tan brillante como la constelación que comparte su nombre, guía a Momo en su peripecia para encontrarse con la Señora Hora, aquí en versión femenina –en el original es el Maestro Hora–, interpretada con vuelo mágico por Antonella Fontanini.
La pieza logra componer una atmósfera que, si bien es sombría por los peligros que sugiere la presencia de los hombres grises, transita hacia la luminosidad en diálogos cargados de figuras poéticas que trabajan sobre la esperanza. Sin duda, esta puesta es una oportunidad para compartir con las infancias las ideas de un autor visionario en su planteo que invita a pensarnos en una era atravesada por el consumo en la que lo racional y lo espiritual juegan varias pulseadas. Al mismo tiempo, la puesta no pierde de vista la fortaleza del relato fantástico y el fuerte potencial protagónico de los personajes infantiles, y resulta una propuesta disfrutable para asistir en familia y compartir miradas entre generaciones.