I. Fukuyama no estuvo aquí. Palito Ortega estuvo en Treinta y Tres. Una noche de fines del verano de 1974 llegó al estadio Centro Empleados de Comercio, precedido por una especie de big band de las que solían acompañar a los cantores pop, en el Chevette o Corcel rojo del gerente del Monumental Cine Olimar. También León Felipe anduvo por aquí, no sé cuándo: esta visita apenas se conserva, como un fotograma neblinoso en la memoria de algún izquierdista viejo. A fines del siglo pasado, ya derrumbado el telón de acero, una troupe de bailarines más bien argentinos y gordos se hizo pasar por un elenco del Bolshoi que llegaba al pago desde las ruinas humeantes del socialismo real. Casi todo el público que llenó el Cine Teatro Municipal se lo creyó. Mucho antes, a fines de los años setenta, cuando supimos que, disfrazados de The Cockroaches o Little Boy Blue & The Cockroaches, los Stones habían querido tocar para 300 ganadores de la lotería de Babilonia en un teatrito de Atlan-
ta, mis amigos y yo fantaseábamos con que, por un capricho análogo, tirando dardos al mapamundi las falsas cucarachas decidiesen hacer un concierto en el Centro Democrático (si fuera en el Progreso era lo más probable que no nos dejasen entrar por no tener corbata o por usar championes). Sin embargo, ni este delirio melancólico ni aquellos antecedentes modestamente ilustres me permiten ahora creer que los esfuerzos de la Dirección Departamental de Cultura consigan traer a Francis Fukuyama a orillas del Olimar. Si, a pesar de todo, esto ocurriese, el autor de The End of History and the Last Man constataría lo que quizás sus anfitriones, en esos momentos en que una conversación languidece, ya le hubiesen comentado: las calles de Treinta y Tres son anchas. Se necesitan unos 12 pasos largos para cruzar de una vereda a otra. Las más antiguas, las menos alejadas de lo que alguna vez fue el centro del pueblo, están acorazadas de un hormigón grueso –como no he visto en otras ciudades– con bordes de adoquines. Este pavimento se hizo en 1953 y aún se mantiene en buen estado. Pero acaso el profesor Fukuyama pudiese ver algo más interesante, si es que un neoconservador medio japonés y funcionario del Departamento de Estado puede ver algo en nuestros trajines periféricos. Quizás si se parase un viernes de noviembre, alrededor de la medianoche, en la esquina de la plaza 19 de Abril, frente al caserón vaciado de lo que fue la confitería Las Brisas, podría verificar su anuncio más famoso y tremendo: el fin de la historia. El síntoma más incontestable de esta clausura es el borbollón frenético de cientos de motos chinas que vienen o van por Juan Antonio Lavalleja.
Esta calle, que nunca verá Fukuyama, que ya ningún viejo designa como “la calle real”, corre de sur a norte (o al revés: aquí no hay calles flechadas) desde la estación del tren hasta la ruta 8. Por allí, sobre todo si es una noche de viernes de noviembre, si no llueve, pulula y berrea el torrente de motos de plástico asiático.
II. Las motos de “htraE”. En un pueblo grande donde no hay ómnibus urbanos, la moto barata, más que un transporte, es la prótesis de cada treintaytresino. La muchacha de crocs rosados tiene su scooter, el gaucho o el obrero, su custom o sport o enduro, la doña va al supermercado en su “pollerita” (modelo urbano de baja cilindrada). Una familia completa pasea acumulada sobre cualquier modelo de Winner o Yumbo o Asaki o Kymco o Vital. Y hay también unas tribus o gangs que ninguna sociología –que yo sepa– ha categorizado todavía. Serán, tal vez, una mutación vertiginosa del plancha, los biznietos a nafta del Orejano, arquetipo local del anarquismo primitivo (monumentalizado en versos de Serafín J García) que reniega del Estado, la Iglesia, la propiedad privada, la política y cualquier institución que pueda obstruir su antojo. O serán el subproletariado posmoderno de un territorio pagano donde la modernidad nunca ha terminado de consolidarse, los morlocks provincianos del progresismo. Sean lo que fueren, son ellos los que giran sin parar en un circuito de cuatro o cinco cuadras, desde el liceo hasta la plaza. Zigzaguean entre peatones, bicicletas, jaurías de cuzcos sin dueño y otros motociclistas, escupiendo sus decibeles de chillido. Pasan semáforos en rojo y repentizan deportes extremos: quién roza más sutilmente al vendedor de panchos; quién recorre trayectos más largos –medidos en “paños” o secciones rectangulares de hormigón– en una sola rueda. Muchas veces no utilizan casco: sólo la capucha de “ñeri”, cuando no van con el torso desnudo. Frecuentemente se involucran en accidentes y –dicen los informativos radiales del mediodía– en robos y desguazamientos de birrodados. Para ellos la moto pierde su funcionalidad instrumental, no la usan para ir a alguna parte. Lezama Lima (que tampoco vino jamás a Treinta y Tres) diría que la moto, y cada motociclista encastrado a su moto, es un artefacto hipertélico. Esto es: algo que va más allá de toda finalidad, que funciona –tal vez de un modo deportivo o poético– sólo para exhibir su propia mecánica, para nada. Y cuando esto ocurre, se activa el modo simbólico. Parecería que todo lo excedente o insensato nos obliga a la interpretación, que todo lo que no sirve para otra cosa está siendo usado para significar. Es verdad que las motos siempre se han prestado para esta tarea icónica. La industria del entretenimiento ha hecho con ellas una épica de la contracultura, cuyas realizaciones culminantes tal vez sean el libro Hell’s Angels. A Strange and Terrible Saga (Hunter Thompson, 1966), o las películas Easy Rider (Dennis Hopper, 1968), Quadrophenia (Franc Roddman, 1979 sobre una ópera de los Who) y Rumble Fish (Francis Ford Coppola, 1983). Los jipis elegíacos de Busco mi destino o los mods de Quadrophenia expresaban su conexión fetichista con sus vehículos mediante la sobrecarga barroca. Capitán América, la Harley Davidson de Peter Fonda, con su tanque en forma de lágrima patriótica, exageraba y torcía la horquilla y los manillares. Las Vespa y Lambretta de los muchachos ingleses sobrellevaban un amontonamiento de faroles, espejos y otros cachivaches cromados. Los motociclistas olimareños se distinguen, en cambio, por el despojamiento. Arrancan de sus Yumbo cualquier guardabarros, chapa o plástico superfluo, las desnudan hasta dejarlas como esqueletos de fierro. Parecen gallos desplumados. A veces usan una botella descartable como depósito de combustible. Viéndolos me acuerdo de un invento –de raíz platónica, si no me equivoco– debido a los guionistas de la DC Comics que alguna vez usé como modelo o analogía para comentar la relación de la periferia con su centro. Se trata de Mundo Bizarro, llamado también htraE (Earth, Tierra, leído en el espejo). Así se lo describe en una de sus viñetas fundacionales, en 1960: “Allá lejos en el espacio existe el planeta más ridículo de todo el universo. ¡El planeta cuadrado Mundo Bizarro! Es el planeta de las patéticas y estúpidas criaturas bizarras que son duplicados imperfectos de Superman y sus amigos”. Las bandas de motoqueros treintaytresinos también son duplicaciones fallidas. Probablemente, después de muchas mediaciones y degradaciones, sus originales o arquetipos puedan rastrearse hasta las hordas de ángeles del infierno, cuyos atributos son el cuero negro, las Indian o Triumph faraónicas, las banderas confederadas, las drogas duras. O –es menos verosímil– puedan remitir a los aventureros nacidos para ser salvajes por desiertos o montañas de Estados Unidos. Los replicantes aldeanos viven y se matan sobre maquinitas descartables que alguien no ha terminado de pagar; consumen vino suelto o porro paraguayo, se embanderan de vez en cuando con algún trapo manya o bolso. Es lo más seguro que desconozcan esta genealogía, que no puedan nombrar el neorromanticismo o la épica fascista que los hizo. Ocurre que la escritura mapea, nos provee de un origen y de un itinerario. La cultura de masas actúa por gravitación, como el peso del agua determina la forma de los peces abisales que ignoran qué es el océano. De todos modos, por aquí ya tenemos nuestra réplica desnutrida de la disolución del sentido en la manada.
III. Fin de la historia. Cuando todavía es temprano, las motos viborean y se inmiscuyen entre los autos o las grandes camionetas estancieriles que –una tras otra, llevando familias o grupos de adolescentes– desfilan a paso de tortuga por Juan Antonio Lavalleja. De a poco se van adueñando de todo. Sus maniobras son cada vez más acrobáticas y aceleradas. En las veredas o en sus márgenes, en cada vidriera o umbral, con sus enormes bermudas, sus gorras de béisbol y sus cajas de vino, curiosean los que tal vez sueñen con la moto propia. O los que ya se han retirado a una ostentación más asentada: se conglomeran a charlar y a tomar cerveza en torno a un auto tuneado, con las cuatro o cinco puertas abiertas, desde donde se expande el reggaetón como una atmósfera artificial.
Lo que vulgarmente se conoce como apocalipsis es la instancia de consumación de una historia lineal, su clímax: el éxtasis del sentido. En Treinta y Tres no sabemos cuándo habrá ocurrido esto, como casi nadie sabe en qué frontera exacta comienza o termina la lluvia, o como un campesino del siglo V no advirtió el comienzo puntual de la Edad Media. Lo que queda es la distensión de un no-tiempo residual, una ucronía sin dirección. Esto es lo que constataría Fukuyama, aturdido por las motos chinas, un viernes de noviembre, si estuviera en la esquina de la plaza, medio escondido entre las sombras de las tapias del edificio en reconstrucción de las Grandes Tiendas Montevideo.
Gustavo Espinosa nació en Treinta y Tres en 1961. Es escritor, poeta y músico. Estudió en la Facultad de Humanidades y Ciencias. Reside en Treinta y Tres y es profesor de literatura. Ha publicado artículos en el portal Interruptor, en La República de Platón, Posdata, el suplemento Culturas del diario El Observador y en el semanario Brecha. También el libro de poesía Cólico miserere (Trilce, 2009) y las novelas China es un frasco de fetos (H Editores, 2001), Carlota podrida (Hum, 2009), Las arañas de Marte (Hum, 2011). Ha integrado diversas bandas de rock y blues; ahora toca en Gustavo Espinosa y los Pisapapeles. Su obra ha sido premiada en distintas ocasiones: ganó el Premio Nacional del Mec por su novela Carlota podrida y el Bartolomé Hidalgo, en la categoría narrativa, por las novelas Las arañas de Marte (2012) y Todo termina aquí (2016).