Después de dos períodos y medio de gobierno del Frente Amplio se tornan más que pertinentes algunas preguntas sobre resultados, pero sobre todo, sobre la propuesta política. ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el proyecto progresista? Las respuestas parecen tomar dos direcciones aparentemente contrapuestas. ¿Serán en efecto contrapuestas? De un lado se escuchan voces que hablan de equidad, crecimiento con distribución, descenso de la pobreza y la indigencia; del otro se habla de inseguridad, de necesidad de mano dura, de deterioro de la autoridad. Lo curioso es que estas voces están mezcladas, no se concentran del lado del gobierno las primeras, ni sólo en la oposición las segundas.
Esta nota pretende amplificar otras voces, mucho más tímidas, inseguras, que preguntan en voz baja: ¿era este el proyecto progresista? Porque hay otros indicadores terribles que nos hablan de una sociedad fragmentada y en un proceso regresivo, otros datos que parece que nadie quiere escuchar. ¿Qué significa enfrentarnos al hecho de que nuestras cárceles parecen campos de concentración donde encerramos a cerca de once mil seres humanos en condiciones inhumanas? ¿Por qué la mayoría son jóvenes que cometieron delitos contra la propiedad? A ellos se suman más de setecientos adolescentes encerrados en condiciones similares.
Al poco tiempo de asumir el gobierno, en 2005, el recién creado Ministerio de Desarrollo Social nos escandalizaba con el dato –nunca preciso y siempre sospechado de ser menor al real– de que seiscientos y pico de compatriotas vivían en la calle y que un gobierno progresista iba a enfrentar decididamente esa situación que nos avergonzaba como nación. Once años después recibimos el dato, con menos vergüenza –y tal vez esto sea lo más grave–, de que esa cifra creció a cerca de mil setecientas personas. Pero nos tranquilizan diciéndonos que ahora no hay menores viviendo a la intemperie. Se puede seguir sumando datos sobre las problemáticas más agudas de la cuestión social: embarazo adolescente, ciudadanos viviendo en asentamientos, o directamente sobreviviendo de los desechos de la ciudad.
Las ciencias sociales saben de sobra que las sociedades que abandonan la regulación social en manos de las reglas que impone el mercado pueden ser muy prósperas, pueden tener un crecimiento constante (con crisis periódicas), pero inevitablemente desarrollan un sostenido proceso de desagregación social y su correspondiente anomia. Uruguay sabe de esto, o debería saberlo, o lo supo y lo olvidó. Los datos reseñados antes en esta nota son el resultado inexorable de una sociedad que ha renunciado a intervenir decidida y sustantivamente sobre el mercado, que abandona las instituciones que modelaron el Uruguay social a su suerte y les impone regulaciones de cuasi mercado: las evalúa por su éxito mercantil. La educación es ineficiente, no porque no forme ciudadanos críticos y cultos capaces de apropiarse de la cultura universal, es ineficiente porque no forma para el mercado. Las empresas públicas son evaluadas como ineficientes, no porque no generen empleo de calidad y no ofrezcan servicios subvencionados, son ineficientes porque no compiten en una lógica empresarial mercantil.
En los noventa esto parecía claro, al menos para las ciencias sociales críticas y para la izquierda política que pretendía defender aquel Estado social que ya sufría un deterioro notable. Ya bastante entrado el nuevo siglo, aquellas voces comienzan diciendo que pretender el retorno del Estado social es signo de un romanticismo vergonzante, para acabar diciendo que aquel Estado social fue un mito, el sueño de la siesta uruguaya; y pretendiendo reunir datos para demostrarlo, decretan sin dudar que el Estado social nunca existió.
Decir que la historia escrita es una selección y que ésta refiere a un sesgo del sujeto pensante no es una novedad, pero invita a recordar, sin caer en romanticismos, lo que significó el Estado social batllista y neobatllista del “Uruguay feliz”. Sobre todo porque aquellos diez años de crecimiento, a mitad de siglo, significaron para nuestra república un mojón inédito de ampliación de ciudadanía. Por lo tanto, para no suponer que aquello nunca existió es importante resaltar algunos rasgos que lo caracterizaron, pues a nivel de las ciencias sociales contemporáneas y vernáculas parece ganar la idea de que aquello fue sólo una fábrica de jabones y galletitas. Pero sobre todo, demostrar que aquel Estado social en construcción concebía al de-sempleo y la pobreza como temas públicos, y no como una responsabilidad privada; que lejos de justificar el enrolamiento de los desempleados en el Ejército, abrió l-as puertas para el trabajo público y el pleno empleo como mecanismo integrador de una sociedad que, con el diario del lunes, fue explicada por Rama con el término de “hiperintegrada”.
Datos aportados por Cures nos dicen que en 1929 el país tenía una población activa de 683.400 individuos y en 1931 la cifra de desocupados era de 25 mil personas, alcanzando a superar los 40 mil en 1933 como consecuencia del crack del 29, lo que nos da un índice promedio de desocupación para estos años de entre 4 y 6 por ciento. Fue el “pacto del chinchulín”, ente el batllismo y el nacionalismo independiente, lo que permitió algunas medidas económicas que incluyeron un incremento notable del empleo público. En 1931 había 43.220 empleados públicos, cifra que según datos aportados por Filgueira y otros ascendió en 1955 a 166 mil: más de 100 mil en 24 años. En 1933 la ley 9.080, del 19 de agosto de ese año, decía: “Autorizase al Poder Ejecutivo a disponer de Rentas Generales, en el presente ejercicio económico, de los fondos que considere necesarios para dar, de inmediato, trabajo a los desocupados”.
Siguiendo los aportes del investigador Raúl Jacob, el escenario de desocupación de la década de 1930 implicó una responsabilidad pública con características particulares. Baltasar Brum, en 1931, alentaba el desarrollo de obras públicas, sustituyendo en lo posible a las máquinas por hombres. Pero esto no era una preocupación exclusiva del partido de gobierno, también lo era de la Federación Rural, que en el diario La Mañana del 20 de junio de 1934 denunciaba a la desocupación como un problema ajeno a los individuos y de responsabilidad estatal. Dice Jacob: “basta que exista esa situación desesperante de hombres de trabajo fuertes y capaces que por causas a las que son ajenos no encuentran manera de ganarse el propio sustento, aun en un número limitado de ellos, para que el Estado reconozca la obligación de ampararlos y lo haga”.
Durante la dictadura de Terra, en 1934 se creó el primer seguro de desempleo, y también según Jacob: “el presidente informaba que la Intendencia de Montevideo había empleado a más de 5 mil obreros, y que la desocupación ‘casi había desaparecido en la capital’”. Frega, junto a otros investigadores, informan que en los años siguientes Uruguay tuvo un crecimiento industrial que, según el censo empresarial de la época, en 1936 alcanzó a las 11.103 fábricas, pasando en 1947 a 22.472. Según Hugo Cores, “En el lapso que va del 45 al 55 el índice de mano de obra empleada en la industria crece en un 45 por ciento y la producción aumenta un 97 por ciento”. Este nuevo escenario fabril llevó incluso a la creación de pueblos en torno a las industrias –como en la década del 40 el auge de la industria textil generó el “pueblo-fábrica” Juan Lacaze–, y es constatable la presencia de lo que algunos autores llaman “paternalismo industrial”, poniendo como ejemplo a los empresarios Salvo y Campomar.
En el período del neobatllismo el modelo agroexportador comenzaba a ser redimensionado por un impulso modernizador que diversificó y nacionalizó parte de la economía. El proceso de industrialización por sustitución de importaciones (Isi) instaurado a partir de 1943 hasta 1959 derivó en un modelo de desarrollo unido a la ampliación de derechos para la ciudadanía en general y para los trabajadores en particular. Una creciente preocupación por las condiciones de trabajo y las denuncias de la bancada comunista en 1938 sobre la situación miserable de la clase obrera motivaron que el Parlamento creara una comisión para conocer las condiciones laborales. Esto de-sembocará en la ley de consejos de salarios de 1943, y entre 1944 y 1945 serán creadas las cajas de compensación por desempleo para varias industrias.
Las consecuencias de este desarrollo significaron, para Filgueira, la construcción del “Estado de bienestar uruguayo”, basado en cuatro pilares: la asistencia pública en materia de salud, la educación pública, la regulación del mercado de trabajo y la política de retiro de la fuerza laboral. Esto fue en parte consecuencia de la coyuntura económica favorable, pero también de la presencia y la organización obrera, que en 1942 fundó la Unión General de Trabajadores. De acuerdo con Porrini, entre 1940 y 1950 se crearon casi 30 sindicatos. “El desarrollo industrial y el Estado de ‘bienestar’, junto a la presión de los sindicatos –que se ‘relanzaron’, (…) produjeron la elevación de los niveles salariales urbanos.”
Claro que durante todo el período la oposición feroz al modelo articuló los intereses oligárquicos y del capital financiero representados en las figuras del estanciero y del imperio (Nahum, 1979; Vanger, 2009). La culminación de la Guerra de Corea, en 1953, marcó el final de las condiciones históricas que habían permitido el desarrollo del Estado social uruguayo. El triunfo del Partido Nacional en 1958 representó la desagregación del bloque en el poder, sustituido por un nuevo bloque que condensó los intereses que había representado, como fue dicho, la oposición histórica al modelo batllista. El lapso comprendido entre 1958 y 1967 marcará el comienzo de un proceso en el que, para Real de Azúa, “todas las pragmáticas neoliberales fueron puestas en práctica” (1984: 76).
El Uruguay social nunca fue rico en metálico, pero fue un país que extremó al máximo el potencial civilizatorio en el marco del capitalismo. Los uruguayos decidieron pagar el alto costo de la igualdad, sus posibilidades de consumo siempre fueron limitadas. No tenían la diversidad de bienes de consumo que tenemos hoy, sin duda, pero fueron reconocidos en el mundo entero por la calidad de ciudadanos que producían. En su obra de más de 500 páginas, Historia del siglo XX, Hobsbawm menciona a Uruguay tres o cuatro veces, pero la referencia más larga es para recordar a “la ahora olvidada ‘Suiza de América del Sur’, y su única democracia real, Uruguay” (1995: 115).
El Uruguay social no fue un resultado inexorable de condiciones estructurales, fue consecuencia de decisiones valientes; tampoco su destrucción lo fue, y las decisiones que lo destruyeron tuvieron la oposición decidida de lo mejor de nuestra nación, y fue necesaria una dictadura criminal para aplastar aquella oposición. El Frente Amplio es uno de los legados de aquella resistencia y hoy parece dispuesto a aceptar que aquel Estado social es irrecuperable. Para imponer el Estado neoliberal fueron necesarios muertos, exiliados y varios miles de presos “políticos”, la conclusión de esta imposición tiene como consecuencia otras formas de exilio, también muchos muertos y más de 11 mil presos “sociales”.
No tenemos la fórmula para recuperar el Estado social, pero no tenemos dudas de que un buen comienzo sería empezar a asumir la desgracia de nuestros semejantes como una responsabilidad social; y a no confundirse: responsabilidad social no es algo que se esfuma en una sociedad donde, si todos somos los responsables, entonces nadie lo es. La responsabilidad social es efectiva cuando es comandada e impuesta por el Estado.
José Pablo Bentura Alonso es doctor en ciencias sociales (Flacso), investigador, docente y director del Departamento de Trabajo Social de la Fcs-Udelar.
Alejandro Mariatti es magíster. Doctorando en ciencias cociales en la Fcs-Udelar, investigador y docente del Departamento de Trabajo Social de la Fcs-Udelar.
Bibliografía
Hobsbawm, E (1995). Era dos extremos. O breve século XX 1914-1991. Companhia das Letras. San Pablo.
Nahum, B (1979). Batlle, los estancieros y el imperio británico. Ebo. Montevideo, 1979.
Real de Azúa, C (1984). Uruguay ¿una sociedad amortiguadora? Ciesu-Ebo. Montevideo.