El oficialismo –aquella parte acostumbrada a no disentir con el arriba, esa parte que interpreta la obsecuencia como pasaporte a la permanencia– se sintió molesto cuando la Institución Nacional de Derechos Humanos (inddhh) entregó a la Comisión de Población de la Cámara de Representantes un informe en el que consignaba que se habían comprobado episodios de malos tratos y violaciones a los derechos del niño en varias visitas realizadas al Sirpa. (Las situaciones comprobadas habían sido comunicadas previamente a las autoridades de ese organismo.) La airada reacción del jerarca al frente del Sirpa, Ruben Villaverde, y las de algunos senadores y diputados del oficialismo, ocurrió entonces, no por los hechos, sino por su divulgación.
Villaverde desmintió la acusación, afirmando que se trataba de casos viejos, de situaciones antiguas, cuestionó a la inddhh y reivindicó los resultados de una política que había reducido a cero los motines y las fugas en el Sirpa. Los legisladores del oficialismo, en una reunión de bancada que analizó el tema, respaldaron a Villaverde, al presidente del inau (que no había sido mencionado), y se sumaron a las críticas contra la inddhh. Tabaré Vázquez santificó el asunto reivindicando el concepto de “fugas cero” y sin mencionar las denuncias de malos tratos.
A partir de entonces los argumentos estuvieron a tono con las novedades y revelaciones que empeoraban la situación. Cuando se conocieron detalles de las denuncias en juzgados (sobre golpizas e incluso una violación), la senadora Lucía Topolansky atribuyó algunos sucesos al nerviosismo por la abstinencia de drogas que supuestamente sufren los menores recluidos; cuando se conocieron los “estilos” de algunos funcionarios integrantes de un grupo conocido como “los brazos gordos”, el dirigente sindical Joselo López explicó que los menores presos no son “nenes del Crandon”. Pero cuando las denuncias multiplicaron el cuadro de torturas, Ruben Villaverde optó por admitir parte de la realidad: se refirió a los funcionarios que habían sido separados de sus cargos, a las denuncias que ya estaban en los juzgados y a otras que él prometía realizar. Extrañamente, el viraje de Villaverde –que de hecho confirmaba el informe de la inddhh– no modificó la actitud de los parlamentarios oficialistas, que ignoran la nueva realidad confirmada. La oportuna “licencia” de la directora del hogar Ser, Jessica Barrios, denunciada penalmente por su responsabilidad en los malos tratos, que surge como una nueva “confesión”, tampoco modificó la postura política.
Pero puede interpretarse que Villaverde admitió una pequeña parte de la historia para preservar el resto en secreto, y para evitar una intromisión en el esquema de funcionamiento de las cárceles para menores. Tal es lo que se desprende de los conceptos que vehementemente vertió en una reunión con funcionarios del Sirpa.
“Yo estoy aquí porque me pusieron el ministro del Interior y el presidente –explicó Villaverde–. Para el gobierno, el principal problema son los menores infractores. Yo dejé de ser director de la opp para venir a atender esto. No es casualidad, porque este va a ser el problema más complejo que el gobierno lleve adelante. Yo me preparé para dirigir los números de este país, no para dirigir una cárcel, pero yo soy un soldado de este gobierno.” Y como un buen soldado, “yo soy el que tengo que aguantar y poner la cara de pelotudo ante la prensa”. ¿Por qué esa cara de pelotudo? Porque “conmigo, no se toca la estabilidad, yo no puedo permitir que haya gente desestabilizando adentro”, y es imposible determinar a quién iba dirigida la amenaza. Villaverde se preguntó, ante su auditorio, si él era injusto. “Sí, soy plenamente consciente de que he sido injusto en más de una oportunidad –se respondió, aludiendo a los menores recluidos–. Porque lo más importante no es que yo sea justo, si yo fuera justo tendría que ir a la televisión a hacer 45 denuncias, y pedir renuncias, y no solucionaría absolutamente nada. La única forma de solucionar una cantidad gigantesca de problemas que tenemos es matar problemas. Y solucionarlos.”
Las confesiones de Villaverde ante los funcionarios que dirige, el pensamiento descarnado sin cara de pelotudo, confirman que en ciertos círculos del poder las fugas cero bien valen malos tratos, aun para algunos gobernantes que sufrieron las torturas en carne propia. ¿Acaso la tortura es repudiable en un prisionero político pero tolerable en un delincuente común? ¿Y cuánto es permitido? ¿Un sopapo para combatir la abstinencia? Las denuncias hablan de cortes en la cara, palizas, electricidad en los testículos. La reposición en sus cargos de funcionarios que han sido sumariados y procesados (alguno identificado en el escalafón como “educador”) sugiere que se necesitan “brazos gordos” para mantener la estabilidad en las cárceles que alojan menores.
En otros círculos del gobierno, en cambio, la complicidad con lo que ocurre en el Sirpa es consecuencia de un cálculo político: no se puede admitir un escándalo sobre torturas en vísperas de elecciones. Barrer para abajo de la alfombra es un recurso repetido, y el cálculo consiste en apostar a que la memoria de la gente se diluye –o se marea– con yingles y consignas. Todavía tienen a favor la indiferencia de la oposición, embarcada en la baja de la edad de imputabilidad.
¿Habrá que resignarse? Los pibes seguirán siendo golpeados en el Sirpa, aislados, sancionados y con las visitas suspendidas; los funcionarios golpeadores serán restituidos y defendidos por el sindicato, los miembros de la Institución Nacional de Derechos Humanos seguirán arando en el desierto en el que los pusieron los legisladores que los votaron.