A menos que el presidente Donald Trump haga un estropicio, el 20 de enero el exvicepresidente Joe Biden asumirá como el 46.º presidente de Estados Unidos, en un invierno que se anuncia como duro bajo el embate de una pandemia que ya ha matado a unas 240 mil personas y se propaga a un ritmo de más de 140 mil casos diarios.
A más de una semana desde que concluyó la votación, el escrutinio, no definitivo pero casi, da al demócrata 77 millones de sufragios y al dizque republicano 72 millones. Cabe el llamado de atención: en 2016, Trump obtuvo 62,9 millones de votos. Cuatro años después, cuando el país ha tenido más que tiempo para conocerle, Trump obtuvo más de 9 millones de votos adicionales.
Donde importan las cosas, que es en el Colegio Electoral, hasta hoy Biden tiene 290 votos y Trump, 217. Hay algunos estados en disputa, pero lo cierto es que Biden pasó la marca de 270 que le hace ganador de la elección presidencial. A los 77 años de edad y con un historial político de casi medio siglo, Biden no es un improvisado en el gobierno –como lo era Trump hace cuatro años–, pero tampoco es una figura carismática con estilo y temperamento dominante que pueda conducir con mano firme la coalición que le dio la victoria. Es, sí, un gran negociador de acuerdos, ducho en el toma y daca que se requiere para gobernar en una democracia y con una empatía personal que aprecian millones de sus votantes.
La transición se encuentra, esta semana, medio empantanada por la pertinacia de Trump, quien sigue sin admitir su derrota y ha ordenado a ministerios y agencias del gobierno que no cooperen con la gente de Biden en la transferencia de información que, tradicionalmente, forma parte de los cambios de gobierno. El retobo trumpiano causa inconvenientes, pero no son catastróficos: en 2000, la demora de una decisión electoral hasta diciembre no impidió la transferencia ordenada del gobierno de Bill Clinton al de George W. Bush.
VENID Y VAMOS TODOS
El narcisismo de Trump convirtió la elección de este año en un plebiscito sobre el presidente, el individuo, más que una votación acerca de sus políticas, los logros alcanzados, las propuestas para un futuro bueno, bonito y barato. Desde que llegó a la Casa Blanca en enero de 2017, Trump en ningún momento superó la marca del 45 por ciento en las simpatías populares y, aun a pesar de ello, el hombre que se dice un genio forzó a los estadounidenses a votarlo más a él mismo que a su gestión.
En un país donde no hay terceras opciones y todo conduce a una opción binaria, el resultado lógico es que la mayoría de quienes repudian a Trump votara en su contra, lo que no significa necesariamente que haya votado por Biden. Recuérdese que hace un año había casi dos docenas de políticos y no políticos que se postulaban para la candidatura presidencial demócrata. Y téngase en la memoria que, durante buena parte del proceso de las elecciones primarias, Biden pedaleaba, a duras penas, en medio del pelotón y lejos de los punteros.
Cada hombre y mujer que competía en aquellas primarias representaba un segmento del electorado con prioridades distintas, desde el Green New Deal de los socialistas democráticos hasta el centrismo de Pete Buttigieg (quien hizo historia como primer candidato presidencial abiertamente homosexual y, por un tiempito, estuvo al frente de la carrera), desde el reformismo de la senadora Elizabeth Warren hasta el enfoque empresarial «progresista» de Tom Steyer, entre muchos otros.
La competencia por el título se frenó, abruptamente, cuando la pandemia de covid-19 forzó la suspensión de primarias; para entonces, se había decantado entre dos hombres blancos, viejos y con posturas divergentes: Joe Biden y el senador independiente de Vermont, Bernie Sanders, quien abogaba por una «revolución política». Fue en esa oportunidad que el estallido de las manifestaciones multitudinarias y pacíficas –y las no tan concurridas pero sí violentas–, que estremeció a Estados Unidos después de la muerte a manos de un policía del hombre negro George Floyd, trajo a primer plano un conflicto antiguo y latente en Estados Unidos: el racismo. Para cuando a mediados de agosto el Partido Demócrata celebró su convención nacional (virtual), Sanders ya había cedido el título a Biden, y este, cumpliendo una de sus tantas promesas, eligió para la vicepresidencia a Kamala Harris, quien así añadió otros ingredientes importantes: primera mujer en esa posición e hija de inmigrantes de India y Jamaica.
ENSALADA DE PLATAFORMA
Un listado de los componentes principales en la plataforma que el Partido Demócrata adoptó en su convención nacional describe la variedad de intereses a los que Biden debe responder activamente en la formación de su gobierno y en los tan mentados primeros 100 días de su gestión. La plataforma incluye: la opción de un sistema público de atención de la salud para toda la población; que el Medicare –programa público que subsidia el cuidado médico de los mayores– negocie con la industria farmacéutica para bajar los precios de los medicamentos; tratamiento y vacunas gratuitas para el covid-19; combate al cambio climático; inversiones en infraestructura y energías renovables; aumento de la disponibilidad de vivienda a precios asequibles; universidad comunitaria (de dos años) gratuita para las familias con ingresos por debajo de 125 mil dólares anuales; aumento a 15 dólares por hora del salario mínimo; reforma del sistema judicial; descriminalización de la marihuana; estatus de estado para el distrito de Columbia; autodeterminación para que los puertorriqueños decidan si quieren ser estado o no; reforma inmigratoria integral; fin a las «guerras interminables»; restablecimiento del pacto nuclear con Irán; retorno al Acuerdo de París sobre el cambio climático; apoyo para la solución del conflicto israelí-palestino sobre la base de dos Estados…
Es probable que, para los lectores y lectoras en el exterior, esta lista luzca más bien de centroizquierda porque, por ejemplo, ¿qué más razonable, en medio de una pandemia, que un sistema de asistencia pública de la salud? Pero el espectro político de Estados Unidos es peculiar, y lo que en otras partes se considera centroizquierdista, allí se considera «socialista» u, ¡horror!, «comunista». Las elecciones estadounidenses muestran un perfil casi constante: alrededor de un 30 por ciento de conservadurismo firme y disciplinado, un 45 por ciento de centroderecha y, con suerte, un 10 por ciento de izquierda. En el saldo viven, sueñan y se pelean decenas de «partidos» y agrupaciones que van del marxismo al neonazismo.
Para ganar la elección, Biden ha tenido que ganarse el apoyo de la clase política demócrata tradicional, de los empresarios que aportan millones de dólares para las campañas, del impetuoso Black Lives Matter –en muchos casos, a regañadientes–, con sus millones de jóvenes que votaron por primera o segunda vez, de las mujeres tanto de los suburbios más acomodados como de los barrios pobres, y de los sindicatos que claman por justicia laboral. Y para gobernar, Biden tendrá que acomodar las prioridades, lo que inexorablemente dejará frustrados a muchos de los segmentos de esa coalición.
Un ejemplo de esta disgregación inminente es el problema de la inmigración. Trump inauguró su campaña por la presidencia con insultos a los mexicanos y ha llevado adelante una política de maltrato, intimidación, detenciones masivas, deportaciones, negación de asilo y separación forzada de miles de niños de sus padres y madres indocumentados. Esto levantó protestas y engendró decenas de grupos de defensa de los inmigrantes que se dedicaron a movilizar, a su vez, al «voto latino», con campañas de educación pública y registro de votantes. En teoría, los latinos deberían estar casi todos en la bolsa de votos de Biden, pero el hecho es que Trump aumentó su tajada del voto latino del 28 por ciento en 2016 a casi el 35 por ciento en 2020. En Florida, por ejemplo, Trump lo logró con una propaganda de miedo al comunismo. El voto latino –quedó claro una vez más– es una ficción creada por los medios estadounidenses.
Como sea, muchos inmigrantes tienen grandes esperanzas de que las cosas cambien con Biden, quien ha dicho que de inmediato, en cuanto llegue a la Casa Blanca, hará algo al respecto. Pero los indocumentados no votan, por definición. Y la inmigración no es una prioridad para la mayoría de los estadounidenses, ni para millones de inmigrantes ya establecidos, ni para sus hijos o nietos. Los mismos grupos que han trabajado duro para incentivar el voto de los latinos han mostrado durante meses en sus encuestas que para estos ciudadanos las prioridades, por su orden, son pandemia, economía, empleos y costo de la asistencia médica. Por eso, el pragmatismo dicta que Biden no hará mucho sobre el asunto. Más si se tiene en cuenta que, en las últimas tres décadas, presidentes demócratas y republicanos, Congresos con mayoría demócrata o republicana, en una o ambas cámaras, no han logrado resolver el problema inmigratorio.
COBRO DE CUENTAS
No había transcurrido una semana desde el Día de la Elección cuando ya una de las organizaciones hispanas más sólidas e importantes, la Asociación Nacional de Funcionarios Latinos Elegidos y Designados, le demandó a Biden que, en su próximo gabinete, incluya al menos a cinco latinos a nivel ministerial como reflejo del hecho de que este segmento es el 18 por ciento de la población. Por otro lado, ha habido reclamos para que Biden elija como su futuro secretario del Trabajo al combativo Sanders, teniendo en cuenta que los sindicatos aportaron contribuciones y militantes en la campaña presidencial. El pragmatismo que caracteriza a Biden sugiere cautela en esto. Hasta hoy, y probablemente hasta enero, no es claro si los republicanos mantendrán su mayoría en el Senado, algo que será un impedimento grande en la gestión de Biden. Pero si los demócratas y republicanos quedan empatados en la Cámara Alta, Biden necesitará la presencia de todos y cada uno de los senadores demócratas. No puede sacar a Sanders para un ministerio y dejar abierta la vacante y la posibilidad de que los republicanos añadan un curul.
Aunque Biden obtuvo una victoria clara en el voto popular sobre Trump, el Partido Demócrata perdió algunos escaños –y el Republicano los ganó– en la Cámara de Representantes, donde ya una pequeña facción reclama ajustes de cuentas, con críticas a la conducción partidista. El Club Sierra, uno de los grupos más reconocidos entre los defensores del ambiente, advirtió este lunes que sus simpatizantes lucharán por «una economía limpia y segura que cree empleos y combata la crisis climática con un avance hacia el uso en un 100 por ciento de energía limpia, cortando las emisiones de carbono, protegiendo la tierra y las aguas, y apuntando a una justicia ambiental». Pero la justicia ambiental no figura entre las prioridades que los votantes identificaron en las encuestas preelectorales. En cambio, es una realidad lo que sucede, por ejemplo, en el condado Zapata, en el sur de Texas, donde durante casi 100 años los votantes han favorecido al Partido Demócrata al punto de que el Republicano ni siquiera intenta tener presencia allí. En ese distrito, el 95 por ciento de los cerca de 15 mil habitantes es de origen mexicano. Se trata también, según la cadena Univisión, de una zona conservadora cuya principal actividad económica gira en torno al petróleo y el gas, industrias que sustentan la mayoría de los hogares. Durante uno de sus dos debates con Trump, Biden dijo que «la industria petrolera debe ser reemplazada por energías renovables». Y así fue que, de los casi 4 mil votantes en el condado Zapata, este año más de la mitad apoyó a Trump.
Con una coalición que se dispara para todos lados y la oposición rígida del trumpismo en el Congreso y en el universo tuiteriano, desde donde Trump seguirá su lucha por el poder, Biden podrá dar al país mucho menos de lo que sus votantes esperan.