Uno
El primer conductor era moreno, grande, de voz pausada, sobria y sedosa, como el andar de su remise. Me rescató de la Feria del Libro de Buenos Aires una noche de lluvia, junto a un escritor brasileño que también regresaba al hotel después de participar en una mesa literaria, y es posible que el diluvio sobre el parabrisas alentara la impresión de desplazarnos en una burbuja de confort. El chofer hablaba portugués con el paulista y español conmigo y mi mujer, recomendaba películas y sitios elementales de la ciudad. Al pasar cerca del Kavanagh, frente a la plaza San Martín, dijo que había sido el primer rascacielo, construido en los años treinta, con ascensores y equipos de aire acondicionado que por esos años sólo se conocían en Nueva York. La venta de un piso de 700 metros cuadrados, valuado en cuatro millones de dólares, fue el preámbulo del cuento sobre la venganza de Corina Kavanagh.
Contó el moreno que la familia Anchorena, dueña del palacio ubicado al otro lado de la plaza, donde hoy funciona la residencia del Ministerio de Relaciones Exteriores, en 1915 construyó la Basílica del Santísimo Sacramento, una preciosa iglesia sobre la calle San Martín, con altar de oro y plata, mármoles rojos de Verona, ónix granate de Marruecos y mayólicas venecianas que encendían el orgullo de la familia cada vez que el sol del atardecer se reflejaba sobre sus cinco cúpulas doradas. Uno de los hijos de los Anchorena –algunos afirman que se trató de Arón, el dandy que donó la quinta presidencial uruguaya en las costas de Colonia– se enamoró de una muchacha de la familia de los Kavanagh, pero doña Mercedes, la madre del novio, entendió que por dinero que tuviera la chica carecía de suficiente abolengo y cortó de raíz la relación. El lío fue entre las amenazadas consuegras. Herida por el rechazo de su hija, Corina vendió tres estancias en Venado Tuerto, compró el solar frente a la iglesia, y en el tiempo récord de un año levantó el rascacielo de 31 pisos que cubrió con su sombra las cúpulas de la basílica y todas sus pretensiones. Hasta el día de hoy, ahí suele casarse el patriciado argentino, pero para llegar de frente y apreciar la magnífica arquitectura de la fachada hay que ingresar por una calle que lleva el nombre de Corina Kavanagh.
Dos
A poco de arrancar para llevarme a la biblioteca municipal Miguel Cané, donde trabajó Borges entre 1938 y 1946, y ahora se preserva el archivo de Tomás Eloy Martínez, el taxista contratado dejó de espiarme por el espejo retrovisor y exclamó: “Ah, pero yo creía que iba a llevar a ¡Claudio María Domínguez!”. “Lamento decepcionarlo”, le dije, mientras nos movíamos en el tránsito de las tres de la tarde como un tiburón entre toda suerte de obstáculos que el tachero eludía con prodigiosa habilidad. “Pero es escritor…”, insistió. Le contesté sin ganas de hablar, y aun cuando me esforcé en alentar el silencio, entendí que no me libraría de su conversación. El tipo no sólo era locuaz, bromeaba todo el tiempo sobre su ignorancia del lugar adonde nos dirigíamos, y lo que me pareció evidente es que necesitaba hablar o se volvía loco. Por momentos parecía que ya lo estaba. “El otro día llevé a María Kodama. Qué estupenda mujer. Le dije: Hay que educar al soberano, y reaccionó. Porque para mí los mejores escritores son Sarmiento y Borges, y ojo, que también leí a Cervantes. Ella me dijo que Borges repetía eso todo el tiempo. Educar al soberano. Claro, ¡qué genios! Y qué modesta esta mujer. Encantadora. No como la otra. Una mina que subió la semana pasada y había sido compañera mía en la Facultad de Química, hace mil años. Apenas cerró la puerta, le dije: No lo puedo creer, acaba de subir la mujer que más admiro en la vida, la más linda, la mejor estudiante de Química, la más inteligente, la que mi mujer y yo miramos embobados todas las noches, sin perdernos un programa…”
El tránsito avanzaba lento por una gran avenida, pero el taxista se las ingeniaba para cruzar de carril por detrás de otros autos, aceleraba y encontraba siempre la mejor posición. Todo tiene un precio, me resigné, mientras acompañaba con monosílabos la deriva confusa de su cuento.
“Le empecé a tirar verdura –continuó–, y la mina se hacía pipí en el asiento, ahí donde estás vos. No sabés cómo se puso. Encendida de la cabeza a los pies. Sí, porque yo, y yo, yo. No paraba de hablar de sus piernas, estaba como loca. Voy a llamar a mi mujer para contarle, le digo, y la llamo desde el auto: ¡Marita, no sabés a quién llevo en el taxi! Un sueño, la más divina de las divinas, nuestra heroína. Decile algo que te está escuchando, dale. Y mi mujer le empezó a decir de todo: reina, héroa, diosa… La otra estaba que reventaba de placer. Era esta mina…, ¿cómo se llama? Esta que aparece con Tinelli, y fue compañera mía…”
Si era su diosa, la tenía anónima, y con un resto de piedad, arriesgué: “¿Graciela Alfano?”.
“¡Esa..! La Kodama es una maravilla de modestia. Pero esta guacha es toda vanidad. Porque sí, porque yo, cuando a un profesor le gustaban las piernas…Te juro que si no se bajaba le abría la puerta y la tiraba para afuera. ¡No la aguantaba más! Es que son así los artistas. Viven de la egolatría. Creen que son los únicos que tienen algo que decir. ¿No te parece?”
Cuando me bajé del auto seguía hablando solo y lo oí repetir: “Educar al soberano. Qué grande, Sarmiento”.
Tres
Una nueva tormenta de viento y lluvia nos sorprendió al terminar la cena con un amigo que acababa de llegar de California, camino a la ciudad de Santa Fe para participar del congreso y homenaje a Juan José Saer. Noche de domingo, hacia la una de la madrugada diluviaba, pero estábamos en la única mesa ocupada de un restaurante frente a Parque Lezama y había que salir. Le pedí al cajero que nos pidiera un taxi y al mozo, la cuenta. El hombre de la caja me dijo que en el radio llamado había una espera de más de media hora y al traerme la adición el mozo me dijo que podía llevarnos. “Pero cómo, ¿ya se va?” “Sí, terminé mi turno y tengo el auto afuera. ¿A dónde van?” “Mi amigo está por avenida Independencia y nosotros vamos a Córdoba y Reconquista”, le dije. Miró la furia del agua contra los ventanales y concluyó: “Los llevo”.
En el trayecto nos contó que era de Misiones y hacía pocos años se había venido a trabajar a la capital. Entregamos a Balderston a la inclemencia, cerca de su alojamiento, y seguimos rumbo a Córdoba por una ciudad aborrascada y vacía que apenas se dejaba adivinar detrás del frenético movimiento de los limpiaparabrisas. El mozo no conocía mucho, nos regaló la experiencia de entrar a contramano en la rotonda de Plaza de Mayo y otras calles del centro mal adivinadas mientras oíamos la historia de sus esfuerzos. Vivía en Moreno, tenía más de una hora de viaje para llegar a su casa por una autopista con cuatro peajes que le costaban el equivalente a 800 pesos uruguayos. Y aun así nos dejó en el hotel, de rumbo completamente opuesto a su camino. Le pagué la gauchada, claro. Y tan amigos.