No pido nada suntuoso, señora. Sólo diré que el precio deberá ser módico, huidizo de estos tiempos inflados. Nada del otro mundo; eso sí, tendré que encontrar un alma bondadosa en esa casa.
Me gustan las antiguas, las que se diferencian por su estilo. No importa tanto su estado, pero –eso sí– exijo que tenga poesía. Me explico mejor: hablo de materiales nobles, techos altos, paredes anchas, generosa madera en las aberturas, una ruidosa claraboya para abrir el cielo. No importa si en el cedro hay sepultados mil cadáveres de pinturas, o si el pino de tea cruje tras mis pasos; tampoco interesa si el hierro forjado se eriza en óxidos o si el vidrio de color (o el tallado) se ha quebrado con el tiempo y ha roto simetrías. Necesito una casa (no le dije pero somos dos los necesitados) de buen esqueleto y generosa bienvenida a la luz. Una casa que nadie quiera construir hoy (y que nadie sepa). Algo así como si la receta del plato perfecto se hubiera perdido para siempre. Y no sólo la receta, también las manos hacedoras.
No pedimos gran cosa, señora, no se vaya a creer. Puede estar tísica, viuda, o guardar demasiados recuerdos (piense en lo peor: velatorios, actos venéreos, crímenes perfectos). Puede incluso estar peleada con sus vecinas más frívolas (ya haríamos algo para devolver la armonía al vecindario). No importa nada de eso si tiene habitaciones amplias, a primera vista infinitas, caóticas, disímiles. Ya me imagino el zaguán, las baldosas con memoria, quizás un ajedrez, las fallebas accionando alguno de los mundos posibles. Pienso también en una escalera de madera, musical en cada paso. Pero tampoco quiero que sea demasiado grande, como la que acaban de matar acá cerca, en Agraciada y Vilardebó, ¿la ubica? Una más de la extensa lista; una casa en venta, abandonada, que cae de bruces y un edificio anodino y vidriado que ya imagino elevándose. ¿Qué obsesión tienen por los cristales? Se me ocurren varias respuestas.
Pero cuidado, tampoco buscamos una casa chorizo, tan populares hace un siglo, tan presentes en nuestra Montevideo. A menos que cuenten con un patio suficiente donde lamer el aire y plantar algunas hierbas, donde ver correr a los hijos que quieran llegar. Un espacio verde con algún árbol sabio en su vejez y algún nuevo vástago. Un jardín donde llore, sobre mí, la lluvia. Una casa que tenga, además, todo eso que no sé definir pero igual necesitamos. Ahora se me ocurre sumarle, disculpe, un gato negro sobre los pretiles, una luna llena sobre la claraboya abierta, una aldaba en la centenaria puerta principal que nos ponga los pelos de punta cuando alguien la accione. Y queremos malvones. No sé si un perro, prefiero a los gatos por su misterio y su ajenidad, no me gusta el servilismo del can; pero en todo caso eso deberemos negociarlo con mi pareja (le pido disculpas de nuevo, esta vez por el detalle personal).
¿Alguna vez le quitó la pintura al marco de pinotea de una puerta o ventana? De seguro me comprendería mejor. Alcanza, para empezar, con un vidrio afilado. La madera y su intensa veta de fuego empiezan a asomar, intactas, hambrientas por salir a la superficie. Ni le digo el perfume a pino recién cortado. Desnuda es tan bella, anima a la casa a ser hogar, pero qué trabajo lleva devolverle la virginidad al que fuera un árbol, un ramaje clavándose en el aire. La pintura sobre las aberturas no ha sido más que comodidad y sucesivas modas. Qué diferentes las puertas de ahora, ¿no? Y las casas en general, hechas en poco tiempo, carísimas, descartables. Ya nadie piensa en el futuro, en que las cosas duren, todo se vuelve obsoleto prontamente. ¿Alguna vez ha ido a una de esas casas o departamentos donde la pared es fina y suena a hueco, donde los muebles no son de madera y no hay carpinteros, mucho menos ebanistas? Y hablo de viviendas que se pagan caras, señora, no como la que estamos buscando. Muchas veces son casas de especuladores, pero también de gente que las paga mes a mes –como nos tocará a nosotros– a un organismo que llaman banco, que tan bien sabe invitarte al ahorro pero que después pone algunas trabas para darte ese préstamo que suena a vitalicio. De hecho me pidieron un seguro de vida, que en definitiva es dinero. Podría hablarle de eso un buen rato, pero no viene al caso.
Como verá, nada demasiado rebuscado. Una casa donde el sol entre, y el aire; donde crear y ordenar nuestro mundo. Una casa con biblioteca y luz exacta para la lectura. En principio sin televisor, pero con radio y computadora. Ya me imagino al disco girando como una luna negra. Un mástil para aferrarnos al naufragio. Y tiempo para dedicarle a todo esto, y al hornero que labura su nido, con paciencia, sin nadie que nos apure. He sentido bonito el trajín de los días y sus magras pero inmensas conquistas en lo que hace a la recuperación de una casa así.
He pensado que una de las maravillas de estos lugares asidos a la tierra es que son fieles a la espera, ¿nunca lo ha tomado en cuenta con su casa? (sería una paradoja que la dueña de una inmobiliaria no la tuviera). Uno camina cien calles, pega mil esquinazos por día, pero hay un cruce que siempre, inequívocamente nos devuelve a la casa que se mantiene allí, esperando, dispuesta a recibir nuestro cansancio. Ni le digo cuando se regresa de viajes largos. Me dirá que es un lugar común, ¿no? Faltaba más ver a la casa subir sus faldas y salir corriendo, encendiendo en la calle bocinazos y celulares en alto, sólo para burlarse de nosotros y dejarnos mirando el baldío por un rato, sólo el gato negro acompañando, acariciando con su indiferencia. Y una vez que a la casa le da por volver, riéndose por dentro porque eso mismo les ha hecho a tantas familias que vivieron antes, entramos y nos encontramos con los muebles cambiados de lugar.
En fin, señora. Va por ahí. Como le dije, nada rebuscado. Una casa con poesía, que alguna vez fue hermosa pero que está a tiempo de volver a serlo. Una casa que crezca y se recupere al ritmo de dos bolsillos flacos, tan flacos como románticos.
¿Me habré explicado bien, señora? ¿Señora? ¿Señora?