Marina Perezagua, nacida en Sevilla en 1978, es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla y doctora en Filología por la Universidad Estatal de Nueva York, y ha dictado clases en la Universidad de Nueva York. Luego de publicar, en 2015, la novela Yoro, fue galardonada con el premio Sor Juana Inés de la Cruz a la mejor novela escrita en español por una mujer.
Una esperaría que, con tal currículum, su nueva novela, Seis formas de morir en Texas, publicada por Anagrama en 2019, fuera, si no una buena novela, al menos un texto interesante. No es el caso.
El libro carga con dos historias que, poco a poco, se entrelazan de manera bastante obvia, a pesar de parecer completamente lejanas. Por un lado, la de Xinzang, un chino que busca el corazón de su abuelo, quien años atrás fue condenado a muerte en una cárcel china y cuyos órganos fueron vendidos a compradores estadounidenses, siguiendo ciertas medidas establecidas por el gobierno del país. El padre de Xinzang pasó toda la vida buscando el órgano perdido y murió en el intento, por lo que la responsabilidad cae en él, que migra a Estados Unidos para encontrarlo, sin demasiadas dificultades, ya que, por algún motivo, toda la información del paradero de los órganos trasplantados está a su disposición. Por otro lado, la trágica historia de Robyn, una joven ciega que a los 16 años fue sentenciada a muerte por haber asesinado, supuestamente, a su madre y espera su condena en el corredor de una cárcel texana. Desde allí Robyn escribe cartas a su padre –quien acaba de darle sus ojos para que pueda volver a ver y pide, a cambio, que le done su corazón– y a su novio, Zhao, a quien conoció por correspondencia durante el encierro.
Gran parte de la novela, por lo tanto, es epistolar. En las cartas, que datan de 2017, es decir, a nueve años de haber sido declarada culpable, y con la vista ya recuperada, Robyn le cuenta a su padre cómo terminó en el corredor de la muerte y brinda datos –corroborados por notas al pie que otorgan veracidad a lo que dice, pues contienen información de la realidad penitenciaria estadounidense– de su situación y de la de sus compañeras de la cárcel. Habla de sus desgracias y el aislamiento, aborda el modo en que terminó recuperando la vista e incluye pasajes sobre sus sentimientos por su padre, en los que le da detalles de sus propias visitas y muestra cómo, desde su punto de vista, es un hombre egoísta e injusto. Robyn es, además, producto de una inseminación artificial. En el momento de concebirla, su madre vivía en un hogar violento y decidió quedar embarazada a pesar de que su marido, que la controlaba y abusaba de ella, era infértil. En las cartas dirigidas a Zhao, por otro lado, Robyn se explaya sobre su deseo sexual, utilizando varias metáforas de mal gusto para describir la unión entre dos cuerpos. Cada tanto aparece la voz de la narradora, que intenta, sin mucho éxito, ser metaliteraria, despegar al lector de la supuesta verosimilitud de la historia.
Los problemas de la novela, que son muchos, desbordan el ámbito estético y narrativo. Robyn, que habla de las desgracias de la pena de muerte y las prisiones estadounidenses, es inocente, lo que da a entender, de cierta forma, que debido a esa inocencia puede pronunciarse en contra de las injusticias del sistema penitenciario. Por otro lado, los datos y las historias de terceros están demasiado demarcados por las notas al pie, como si fuera necesaria, para la ficción, esa gruesa línea que la ata a la realidad. Al dramatismo intenso y afectado de la voz dramática lo acompaña el impulso de contarlo todo, sin dejar que el lector llegue a ninguna conclusión propia, remarcando lo que está bien y lo que está mal, y lo indignados que debemos quedar al enterarnos de las condiciones en que viven los reos.
Seis formas de morir en Texas se piensa como un libro de denuncia, pero es, más bien, un intento fallido, pues no hay ningún componente, por fuera de la denuncia en sí, que sostenga su construcción. Parece un libro vacío para añadir al catálogo de la editorial, una lista de referencias que no concluyen en nada, salvo en generar una indignación pasajera para hacer sentir al lector, por un momento, que es empático y está al tanto de las desgracias ajenas, y así dejarlo complacerse en su propia conciencia social.