No voy a venir a descubrir que estos son tiempos difíciles para la izquierda en todas partes. No voy a negar que la prudencia y la paciencia se imponen. No voy a acusar de traidor al que hace lo que puede. Y desechar lo que se hizo porque no se hicieron otras cosas no sirve para mucho. Dicho esto, no podemos ocultar que el problema no es que no tengamos rumbo ni que no estamos yendo suficientemente lejos, sino que estamos yendo en la dirección equivocada. La definición de que toda la política de gobierno esté subordinada a la captación de inversiones extranjeras se impuso sin que pasara por ninguna elección, plenario o congreso, y, si bien prácticamente toda la militancia de izquierda está desconforme con eso, no ha habido una respuesta articulada de la escala necesaria. Como si tantos años de crítica y resistencia a cada tratado de inversiones, a cada tercerización y a cada reorientación empresista de un organismo público hubiera tenido un efecto de desgaste.
La estrategia oficialista, si somos benévolos, parece ser: para hacer lo que queremos más adelante, necesitamos recursos; para obtenerlos, inversión, y, para tener inversión, darles beneficios a las empresas, firmar tratados de inversión, enseñar emprendedurismo, crear zonas francas y un largo etcétera. Este pensamiento no es exactamente neoliberal, en el sentido más ortodoxo. No se trata de bajar el salario y los impuestos a cualquier precio. Y si la estrategia tiene éxito (este es un condicional muy incierto), quizás se logren protecciones sociales que la derecha no concedería y se mantengan otras que la derecha eliminaría (imaginando que esta no fuera favorita como para ganar las elecciones). Cierto. Pero el razonamiento sobre cuáles son las formas eficaces de lograr lo que queremos sí es neoliberal. En Uruguay se están expandiendo los mercados, los pseudomercados, las fortificaciones de los derechos del capital, las formas empresariales de organización y las ideologías empresistas en cada vez más áreas de la sociedad, y eso no se da sólo por el avance de las fuerzas impersonales de la economía, sino también por decisiones concretas de diferentes niveles del gobierno de izquierda, tomadas, supongo, con el convencimiento de que son lo mejor que se puede hacer.
Si pensamos que el neoliberalismo es el medio adecuado para lograr nuestros fines, ¿no somos neoliberales? ¿No es precisamente la cuestión de los medios y los procesos el terreno en el que los neoliberales se hacen fuertes? Si aceptamos que sólo haciendo lo que ellos dicen vamos a lograr lo que queremos, estamos concediendo que tienen razón, que son ellos, con sus ciencias empresariales, los que descubrieron la mejor forma de hacer las cosas, la más potente, la que más logra, la que más permite que algo se expanda. Eso nos deja con dos opciones: o nos adaptamos a su forma de hacer las cosas (lo que implica renunciar a la pelea, convertirnos a la fe neoliberal) o asumimos que vamos a hacer cosas de manera menos potente por motivos morales o ideológicos, sabiendo que tarde o temprano nos va a pasar por arriba la máquina imparable del capital.
Hay una relación viscosa entre epistemología, ética y estrategia. Lo que pensemos sobre cómo es el mundo afecta lo que consideramos posible, y lo que nos parece mejor como forma de hacer las cosas afecta los objetivos de largo plazo que nos vamos poniendo. El neoliberalismo tiene una teoría articulada en los tres niveles, respaldada por un enorme aparato político-intelectual que domina áreas enteras de las academias y las tecnocracias. No es que nada que venga de ahí sea verdad o útil, pero no tenemos que ser ingenuos con lo que implica tomar lo que ese aparato nos ofrece, porque es posible que, tomando uno de los tres niveles, terminemos “deduciendo” los otros y cayendo en la trampa.
Lo que hacemos ahora crea el mundo en el que será posible actuar en el futuro. Si hoy le damos más y más poder al capital y ayudamos a que se expandan sus ideologías e instituciones, no podemos esperar un futuro más propicio que el presente. Entonces, es ridículo esperar al futuro para hacer lo que no estamos haciendo ahora. El crecimiento económico no va a propiciar una relación de fuerzas que permita derrotar al neoliberalismo en el futuro; al contrario, va a mejorar cada vez más su posición estratégica. Es una paradoja extraña crear activamente un mundo más y más neoliberal con el objetivo de que se den las condiciones en las que podamos hacer otra cosa. Pero ¿cuál es esa otra cosa? ¿Hay una utopía en la mente de quienes piensan esta estrategia o es sólo una huida hacia adelante? Sería muy extraño sostener una utopía socialista como objetivo, pero hacer cosas que nos alejan de ella. Sería una utopía que, como la de Galeano, nos serviría para caminar, pero en la dirección contraria. Muchos, seguramente, han sustituido la utopía por una serie de indicadores que deben subir y subir indefinidamente. Pero si no pensamos con un poco más de cuidado qué formas de hacer las cosas se expanden en la sociedad y qué tendencias depredadoras y atomizadoras nos reorganizan, es posible que, cuando de pronto los indicadores se desplomen, no lo hayamos visto venir. Como si no supiéramos, justo en este continente, de qué son capaces las fuerzas que estamos empoderando.
Hay, sí, una utopía implícita en la expansión de las prácticas neoliberales. De un país que sirva de tejido conjuntivo entre infinitas zonas francas, cada una con un marco jurídico adaptado a los intereses de un inversor. Donde cada metro cuadrado de tierra se use de la manera en que más produzca aquello que pueda ser materia de especulación en los mercados internacionales. Donde funcionen los mejores mecanismos de control y seguimiento de cada animal del campo y cada persona en la ciudad, para que no se mueva un pelo sin que eso termine acumulado en algún indicador. Donde todos trabajen con una intensidad cada vez mayor por cada vez más años. Pero eso, más bien, parece una distopía.
La creación de utopías, es decir, de formas de organización deseables en la imaginación, independientemente de si son posibles, tiene algo de productivo, pero también puede ser destructivo al atizar esperanzas estériles. No es evidente cuál es, en política, la distancia aceptable entre la realidad y la imaginación. Además, no debemos olvidar que la isla ficticia que Tomás Moro llamó Utopía gozaba de una superioridad militar total respecto de sus vecinos y que eso le permitía mantener su espléndida organización social. Así, cualquiera.
Basta abrir cualquier medio de prensa para ver que vienen tiempos cada vez más difíciles. La lógica de la guerra avanza en la región, los desastres ambientales se multiplican, la capacidad de control democrático del futuro de los países se reduce y las sociedades se atomizan. Digamos que hay que ser prudentes, pero lo primero que manda la prudencia es no seguir empeorando la situación. Digamos que hay que ser pacientes, pero no con lo que nos sigue llevando en la dirección equivocada, sino con lo que, aun siendo pequeño e incierto, podría crear otra cosa.