Un canon en plena redacción - Semanario Brecha
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Un canon en plena redacción

Colección de clásicos uruguayos.

Con “En la Sierra Maestra y otros reportajes”, de Carlos María Gutiérrez, y “Febrero amargo”, de Amílcar Vasconcellos, la crónica periodística ingresa a la Biblioteca Artigas. “CLÁSICOS URUGUAYOS”, TAMBIÉN conocida como “Biblioteca Artigas”, es una colección creada por ley el 10 de agosto de 1950, en homenaje al centenario de la muerte de José Gervasio Artigas. Sus tapas de color indefinido (pues el tiempo y el clima han convertido al original verde con letras rojas en una mezcla que transita entre un verdoso claro y un celeste viejo) pueden encontrarse en mesas de la feria de Tristán Narvaja. Es, además, una joya que desde hace más de medio siglo viene publicando textos imprescindibles para estudiar lo que nosotros, desde el pequeño universo restringido de las letras, llamamos “cultura uruguaya”. Con tirajes de entre 3 mil y 5 mil ejemplares (en un país que siempre ha tenido por estándar los 500) y un valor monetario de 1,5 pesos (cuando el precio estimativo de libros nacionales a principios de los años cincuenta era entre 3 y 4 pesos), el proyecto tenía un evidente enfoque democratizador y de alcance popular. En un país con 200 años de vida, el criterio por el cual podemos considerar clásico a un libro está necesariamente ligado a una medición cronológica más bien laxa (con 20 años de distancia ya está bien) y al afán de construirse una tradición “a los ponchazos”, para no quedar totalmente desamparado ante el enorme signo de interrogación que siempre termina ensombreciéndonos las cabezas cuando surgen las reflexiones por la identidad nacional. Pero… ¿cómo se vuelve clásico un libro? Dos definiciones pueden servirnos, o no, para comenzar nuestra pesquisa. Jorge Luis Borges, en un breve texto que se titula “Sobre los clásicos”, concluye que un clásico es un libro que los pueblos, tras el paso de las generaciones, “leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Por otro lado, nuestro Domingo Luis Bordoli, en Los clásicos y nosotros, plantea que con los clásicos se da un “redescubrimiento del mundo” y aborda el tópico de que el texto clásico debe ser universal: “La obra dejaría de ser clásica si no pudiese sobrevivir aquella ficción expresiva”. Culmina diciendo que a los clásicos los caracteriza su “eminente ejemplaridad”. Parece claro que Borges y Bordoli apuntan en direcciones diferentes en esta cacería del concepto de lo clásico: para Borges, lo que convierte a un texto en clásico no es ningún valor intrínseco al propio texto, no es un aspecto textual sino más bien relacional. La lealtad y el fervor del público lector pueden surgir con insospechados fenómenos literarios. Borges necesitaba un juicio de este tipo para consagrar autores considerados menores hasta la llegada de su propio canon personal, caso de Stevenson o de Chesterton. Sin embargo, Bordoli parece sostener que hay textos cuya valía interna los hace permanecer y trascender su mensaje de modo universal y atemporal. Se convierte en clásico el texto que mejor hable de nuestra condición humana y nos haga “redescubrir” el mundo. Pero aquí no se trata de incentivar una pulseada entre dos juicios, hacia los cuales no hay más opciones que la simpatía o el rechazo, sino de problematizar la cuestión de por qué, o más bien bajo qué condiciones, un texto puede llegar a convertirse en clásico. El problema se agrava aun más cuando notamos que los últimos dos libros que ingresaron al catálogo de los clásicos uruguayos están compuestos por páginas nacidas en el estrépito de la redacción de los periódicos, en la comprometida metralla de una máquina de escribir, con el foco en la necesidad primordial de todo periodismo: narrar el presente en busca de una historia que de algún modo evidencie la verdad de los hechos. No hay precedentes de títulos periodísticos en la nómina de la colección, que lleva apenas unos doscientos libros publicados, con mínimas y honrosas excepciones, como la de los Artículos, de Sansón Carrasco (seudónimo de Daniel Muñoz), insertos en los subgéneros que Carlos Real de Azúa denominó “prosas del mirar y del vivir”. Los números 201 y 202 de la colección son, respectivamente, En la Sierra Maestra y otros reportajes, de Carlos María Gutiérrez, y Febrero amargo, de Amílcar Vasconcellos. El primero es un libro de 1967, recopilación de reportajes que hizo durante más de diez años, con la que “Gut” debuta en el mundo editorial, pasando por vez primera por “la encuadernadora”, como, según el prologuista Fernando Butazzoni, su amigo el “Negro” Gutiérrez gustaba decir. Hay reportajes muy importantes desde el punto de vista político, que reafirman el compromiso de un demócrata (cubriendo, sin ocultar su poca simpatía por el personaje, la llegada de Perón a Paraguay en 1955, luego de ser derrocado), la aventura de un latinoamericano que comienza a entusiasmarse con la revolución (como en la entrevista a Fidel Castro en la Sierra Maestra) y la sigue ya consagrada como gobierno (en la entrevista de 1961, “La madurez de un jefe”), como también hay piezas memorables, entre las que se destaca la cobertura del día del entierro de Ernest Hemingway. El segundo libro es la denuncia que Amílcar Vasconcellos hace desde su banca parlamentaria y escribe con premura y coraje desde la redacción de El Día, en tiempo real, de la cada vez más evidente invasión de las Fuerzas Armadas en el terreno político, desacatando órdenes del Parlamento y del Poder Ejecutivo. En febrero de 1971 las Fuerzas Armadas rechazan la asignación del nuevo ministro de Defensa, Francese, luego de la renuncia del anterior ministro, Malet, y Vasconcellos logra vislumbrar el ominoso principio de un golpe militar que unos meses después en efecto se daría. Ambos libros, entonces, tienen el valor de ser símbolos de valentía y compromiso ante diversas situaciones y realidades políticas y sociales. Pero, de nuevo, ¿alcanza eso para convertirse en clásico? El caso de Gutiérrez es más admisible, porque Gut fue un escritor que cultivó muchos géneros literarios y, a pesar de que lo negara o le restara importancia, practicaba un estilo cuidadoso y en armonía con los valores estéticos de un texto literario. Con Diario de cuartel, su primer libro de poesía, ganó el Premio Casa de las Américas, frente a un jurado del que no puede dudarse su exigencia, pues entre los integrantes se encontraba Ernesto Cardenal. Pero Gutiérrez quiso hacer un informe en primera persona de su experiencia como preso político. Le responde a Benedetti en 1970: “(…) le di forma definitiva a este libro pensando que era una suerte de anulación de la poesía, o de lo que entendí siempre que era la poesía”. Y más adelante remata: “(…) a mí lo que me importa fundamentalmente es comunicarme con el lector”. Y si en el texto aparecen metáforas (y aparecen), son meras armaduras contra la censura, formas solapadas de decir lo que no se podía decir directamente estando dentro de una celda controlado por los militares. Pero no es creíble que no tenga aspiraciones puramente literarias cuando leemos la descripción de Asunción el día en que Perón hiciera su secreto aterrizaje desde Argentina: “El domingo de mañana las asunceñas comenzaron a desfilar como de costumbre, dirigiéndose a misa de once. En la Plaza de los Héroes los conscriptos hacían lustrar sus botas por los pilluelos, mientras sorbían en la latita de tereré cebado con el agua de las canillas de los canteros; al costado de la estación de ferrocarril, las vendedoras de chipá y refrescos seguían sentadas somnolientamente contra el muro. Asunción estaba más apacible que de ordinario”. Pero si Gutiérrez tiene un oficio de escritor que le corre por las venas y sale airoso del estrépito de las largas jornadas como periodista, que apenas permiten sentarse unos minutos a corregir los textos, Vasconcellos pierde bastante en ese campo. Su escritura sí es meramente informativa, bastante desprolija y sin pretensiones estéticas de ningún tipo. En Febrero amargo no es inusual leer largas parrafadas que son simples transcripciones de noticias de diversos medios de prensa, declaraciones y comunicados de políticos o militares, y discusiones en el Senado, meras transcripciones de la oralidad. Allí no hay ningún sello distintivo, no hay estilo de ese que se les nota a los periodistas de raza, incluso a pesar suyo, como es el caso de Gutiérrez, sino que hay escritura aséptica, desinfectada de todo tipo de lirismo, en busca de esa tan mentada, pero siempre esquiva, “verdad” de los hechos. ¿Qué queda de todo lo expuesto? No muchas cosas más que la falta de criterios claros para elegir, o mejor dicho, para consagrar a un autor y convertirlo en clásico. No adhiero al apocalíptico juicio de Gilles Deleuze, cuando en la conocida entrevista “Abecedario”, declara, en la “c” de cultura, que cuando el periodismo conquista el formato libro es notorio que la cultura está en una época de crisis. Parece muy extraño, sin embargo, que hasta el día de hoy no hayan sido publicadas en esta colección obras literarias que, con el tiempo suficiente para trascender, siguen en el tintero de la espera. Algunas, debido al hartazgo con que serían recibidas por el nuevo público lector (Benedetti, Galeano), y otras, porque sus autores siguen encerrados en el mote de “raros”, es decir, extranjeros en nuestra tradición (Levrero, Galmés, Zani). Si el periodismo no parece ser una barrera para que un autor devenga “clásico uruguayo”, sería prudente que la excesiva y vetusta legitimidad de los dos colosos del 45, o la eterna juventud de los raros que van de los sesenta a los ochenta, tampoco lo sean .

Con “En la Sierra Maestra y otros reportajes”, de Carlos María Gutiérrez, y “Febrero amargo”, de Amílcar Vasconcellos, la crónica periodística ingresa a la Biblioteca Artigas.
“Clásicos uruguayos”, también conocida como “Biblioteca Artigas”, es una colección creada por ley el 10 de agosto de 1950, en homenaje al centenario de la muerte de José Gervasio Artigas. Sus tapas de color indefinido (pues el tiempo y el clima han convertido al original verde con letras rojas en una mezcla que transita entre un verdoso claro y un celeste viejo) pueden encontrarse en mesas de la feria de Tristán Narvaja. Es, además, una joya que desde hace más de medio siglo viene publicando textos imprescindibles para estudiar lo que nosotros, desde el pequeño universo restringido de las letras, llamamos “cultura ur...

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