Budraitskis es profesor de Teoría Política en la Escuela de Ciencias Sociales y Económicas de Moscú, y, además, da clases en el Instituto de Arte Contemporáneo de Moscú. Es autor de varios trabajos sobre la historia rusa y la tradición de izquierda crítica y disidente en ese país, tanto durante los años soviéticos como en la etapa actual, entre ellos el recién publicado Dissidents between Dissidents: Ideology, Politics and the Left in Post-Soviet Russia (Verso Books, 2022). Escribe regularmente sobre política, arte, cine y filosofía para la revista E-Flux, Open Democracy, Left East, Colta.ru y otros medios rusos e internacionales.
—Nos hemos acostumbrado ya a escuchar referencias a una suerte de «nostalgia soviética» de Vladímir Putin como intento fácil de explicar la invasión a Ucrania, especialmente desde voces de una derecha anticomunista en alza. Al mismo tiempo, hay quienes prefieren señalar el imperialismo zarista como el verdadero antecedente histórico de esta agresión militar. ¿Cuál es su visión de estos comentarios?
—Las bases ideológicas de la invasión rusa a Ucrania las tenés claramente expresadas por el propio Putin en su discurso previo al ataque. Allí él dice que las actuales fronteras de Ucrania fueron creadas por los bolcheviques, quienes, según él, cometieron un enorme error histórico que él, de alguna manera, quiere remediar. La suya es una concepción, un discurso, claramente anticomunista, antibolchevique, y es esa ideología la que está en las bases conceptuales de la invasión. No hay mucha discusión al respecto, es algo que el propio Putin afirma. La retórica oficial rusa en esta guerra es claramente una retórica nacionalista, chauvinista, sin reminiscencia soviética alguna. Definitivamente sí hay una referencia oficial a la retórica del imperio ruso, a sus argumentaciones, especialmente en el planteo de que los ucranianos no son una nación, sino simplemente rusos que renegarían de su verdadera esencia. Este era un discurso usual del conservadurismo y del imperialismo rusos del siglo XIX.
—Por otra parte, se ha insistido históricamente, tanto desde comentaristas extranjeros como desde figuras de la oposición rusa, que Putin no es realmente un nacionalista más allá de su retórica de los últimos diez años, sino simplemente un líder pragmático, un oportunista surgido bajo el ala de Boris Yeltsin y sus asesores ultraliberales de los años noventa. Alguien más interesado en el poder y la conservación del statu quo que en sueños de gloria zarista.
—Por una parte, sí, definitivamente se puede hablar de un giro conservador en la política de Putin a partir de 2012, después de la ola de protestas que se vivió en toda Rusia contra su reelección. A partir de allí, él pasó a una defensa fuerte de los así llamados «valores tradicionales», de la «gran nación rusa» y otros tópicos del estilo. Pero, por otro lado, no veo una contradicción entre la lógica liberal de mercado y esta lógica del imperialismo y la agresión. Se puede decir que la principal actitud de Putin y de la actual elite rusa es y ha sido desde el comienzo la del cinismo. Los liberales siempre caen en el error de contraponer cinismo versus fanatismo, esta idea de que el cinismo es opuesto a la defensa de grandes ideas, como las del nacionalismo, por ejemplo. Para ellos, o sos un cínico o estás comprometido con grandes ideas. Pero con Putin podés ver cómo el cinismo finalmente se transforma en una ideología agresiva, en un enfoque de antihumanismo radical. El neoliberalismo, la lógica neoliberal basada en la total dominación del interés privado, en la negación de cualquier tipo de universalismo, lleva por sí mismo a una política de antihumanismo militarista o autoritario. Lo que ves ahora en el putinismo es la transformación final de esta lógica cínica del neoliberalismo de mercado en un autoritarismo violento. No veo aquí una ruptura: veo una continuidad lógica. Tenés ejemplos de lo mismo en Latinoamérica: ahí están Bolsonaro y sus asesores, neoliberales promercado y al mismo tiempo imbuidos de esta retórica política ultraconservadora. Ni que hablar de lo sucedido en Chile. En este sentido, Putin no es, en absoluto, una anomalía en el contexto del capitalismo global contemporáneo, como no lo ha sido Trump.
—¿Cuáles son, en su opinión, las bases que han permitido, sin embargo, que Putin se mantenga como líder indiscutido de Rusia por más de 20 años?
—Basta mirar los orígenes del neoliberalismo y la célebre frase de Margaret Thatcher: «No existe tal cosa como la “sociedad”, tan solo existen individuos». El putinismo, a su manera, vino a continuar la destrucción sistemática de la emergencia de lo social en Rusia: instituciones bajo control democrático, sindicalismo, partidos de oposición, redes de solidaridad, movimientos sociales autónomos. Esta atomización de lo social realizada por el neoliberalismo lleva, en el largo y no tan largo plazo, al fascismo, a las formas fascistas de gobierno y gestión de la vida pública. Muchos de quienes en la izquierda comentaron con precisión la emergencia del fascismo y el totalitarismo en el siglo XX señalaron la atomización y la destrucción del espacio social como una condición necesaria y al mismo tiempo un objetivo del fascismo. Romper lo social, fragmentarlo y atomizarlo en individuos fácilmente dominables y enmarcables en una jerarquía liderada desde arriba, integrados «armónicamente» en la maquinaria de la producción capitalista. Este fue el objetivo, básicamente, del fascismo histórico. Algo no muy alejado de eso es lo que tenemos ahora en estas nuevas formas de gestión de la vida que son el resultado lógico de la transformación neoliberal vivida a nivel global en las últimas décadas. Para entender el putinismo, es importante recordar lo que sucedía en Rusia en los años noventa, con reformas promercado de una radicalidad extrema y una consecuente y dramática pauperización de la vida de la población rusa; es importante recordar el terrible legado de las dos guerras chechenas –no olvidemos que Putin consolidó inicialmente su poder gracias a la segunda guerra chechena (1999-2009), haciendo uso de una retórica xenófoba y de mano dura para cimentar su popularidad–. Lo que sucede ahora está vinculado a lo que sucedía en aquel entonces; se trata de un tejido social completamente roto en el que los individuos son presas fáciles del autoritarismo.
—Las encuestas siguen marcando, no obstante, un fuerte apoyo popular al gobierno ruso…
—En un país donde durante décadas se le ha hecho entender a la gente que no hay ninguna alternativa real al poder, donde no hay ninguna posibilidad dentro del sistema político de elegir a otra persona o a otro partido, las cifras de popularidad, del nivel de apoyo de la población, deben ser vistas, más bien, como indicadores del nivel de conformismo prevalente. El conformismo –o, incluso, la resignación– con la idea de que los individuos no pueden cambiar realmente nada ni en sus propias vidas ni en la vida de su propio país. En un escenario de ausencia de cualquier institución en la que exista disputa alguna de poder real entre alternativas creíbles, estos índices de popularidad simplemente reflejan una sociedad rota. Sin disputa política, sin la creencia real de que sea posible una alternativa, este apoyo mayoritario a Putin podría, teóricamente, durar para siempre. Por ejemplo, ahora hay soldados rusos muriendo en Ucrania que vivieron la totalidad de sus vidas bajo gobiernos de Putin. Toda su vida ha transcurrido bajo este régimen, que ha hecho todo por impedir cualquier cambio en el poder.
—Más allá de las características del frente externo y de las largas discusiones al respecto de las causas geopolíticas de la guerra, ¿cuáles son los elementos que esta incursión militar viene a responder en el frente interno?
—Si mirás las encuestas hoy, ves que la mayoría de la población en Rusia apoya la guerra. Pero es importante tener claro que lo hace en una situación en la que cualquier manifestación pública de desacuerdo con este conflicto está completamente criminalizada. Si te oponés públicamente a la guerra, podés ser arrestado. En el frente interno, la guerra llegó como respuesta a una crisis creciente del régimen político y del modelo social del putinismo. La guerra ha sido clave para unificar el aparato de Estado y para dar la excusa última para aplastar cualquier tipo de desafío al gobierno que pudiera quedar. Al mismo tiempo, y sin embargo, creo que lanzar esta invasión ha sido, en el fondo, un enorme error de cálculo de Putin, basado en expectativas que han demostrado ser erróneas, especialmente en lo que respecta a la situación real en Ucrania en términos del nivel de resistencia que ha interpuesto la sociedad ucraniana. Putin se encuentra ahora en una situación muy difícil, en la que necesita presentar cualquier resultado de esta guerra como una victoria. Pero los hechos en el terreno están demostrando que la posibilidad de una victoria rusa es cada vez más lejana, al menos en el plano de la realidad y no de la propaganda.
—¿Cuáles son las posibilidades de una ruptura de la hegemonía del putinismo en Rusia? ¿Qué papel puede jugar la izquierda en la democratización del país?
—Por supuesto, este régimen político está construido, en su esencia, para excluir cualquier posibilidad de que emerjan figuras alternativas. Pero la crisis que la falta de una victoria y el impacto económico de la guerra podrían traer al putinismo puede llevar a diferentes rupturas, tanto en la burocracia estatal como en el plano regional y de los gobiernos federales de Rusia, e incluso abrir algunas puertas para que muchos opositores, hoy en la cárcel o en el exilio, puedan jugar un rol más activo. Sea como sea, en cualquier escenario de cambios en Rusia, la izquierda, una perspectiva de izquierda, jugará sin dudas un rol preponderante. Uno de los principales problemas de la Rusia actual es la enorme desigualdad social. Incluso Alexei Navalny, un político marcadamente de derecha, incorporó este tema en sus últimas campañas, haciendo referencia a las tremendas diferencias entre la mayoría empobrecida y la pequeña elite de megarricos que existe en este país. En este sentido, una agenda de izquierda, centrada en la justicia social, puede jugar un rol crucial. Esto es algo que puede verse fácilmente no solo en los números fríos de la economía y la sociedad rusa, sino en las conversaciones con los ciudadanos comunes. El problema, en todo caso, es cómo hará la izquierda para reconstruirse organizativamente después de esta guerra. La ola de represión contra quienes se oponen a la guerra afecta de una forma especialmente brutal a la izquierda y los movimientos sociales progresistas y radicales, desde el feminismo hasta los miembros del Partido Comunista que disienten con la línea oficial de su liderazgo y se oponen a la guerra. En este momento existen profundas divisiones en la izquierda rusa entre aquellos grupos y personalidades que se oponen decididamente a la invasión y aquellos que intentan encontrar excusas para relativizarla, tolerarla. Esta división, profundamente traumática, implicará una seria reconstitución de la izquierda rusa actual.
Los cálculos de la elite rusa
Cuestión de rublos
Alexei Sakhnin*
Incluso entre los funcionarios de mayor confianza de Vladimir Putin, la decisión de iniciar la guerra no fue fácil. Toda Rusia vio cómo se le quebró la voz al jefe de la inteligencia exterior, Sergey Naryshkin, cuando el presidente exigió una respuesta directa sobre los planes para reconocer las «repúblicas populares» de Donetsk y Lugansk (DPR y LPR, por sus siglas en ruso). Pero no importa cuán difícil fue para las elites rusas comenzar esta aventura: salir de ella podría ser aún más complejo.
Al final de la tercera semana de la guerra, comenzaron a circular rumores en Rusia sobre la posibilidad de un acuerdo de paz. Tales filtraciones provinieron de los participantes en las negociaciones oficiales y de funcionarios de alto rango. «Por supuesto, preferiríamos que todo sucediera mucho más rápido. Esa es la sincera aspiración de la parte rusa. Queremos llegar a la paz lo antes posible», afirmó el jefe de los negociadores rusos y exministro de Cultura, Vladimir Medinsky. Incluso, el ministro de Relaciones Exteriores, Sergey Lavrov, ha dicho que tiene «la esperanza concreta de que se alcance un compromiso». Si la palabra compromiso comenzó a aparecer en los discursos de los burócratas y los diplomáticos rusos, no fue de la nada. La guerra se ha estado desarrollando en formas que han desafiado las expectativas de los estrategas rusos. Moscú se dio cuenta de que ya no podía contar con una «pequeña guerra victoriosa» y la rápida capitulación del enemigo. La pregunta es: ¿qué importancia tienen las concesiones que el Kremlin tendrá que hacer ahora? El otro lado también entiende esto.
Ihor Zhovkva, subdirector de la oficina del presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, ha dicho a los periodistas que si al principio Moscú usó el lenguaje de los ultimátums, instando a «Ucrania a rendirse, deponer las armas y exigir que el presidente firmase una capitulación, ahora el tono ruso es diferente». El asesor presidencial y uno de los principales negociadores, Oleksiy Arestovych, ha anunciado que la parte ucraniana está tomando la iniciativa en las negociaciones: «No estamos dispuestos a renunciar a nada. En su lugar, presentamos condiciones bastante duras. Entendemos claramente que si obtenemos menos de lo que teníamos antes de la guerra, es una derrota para nosotros. Presentamos algunos elementos, que aún no podemos revelar. Puedo decir que estos términos de acuerdo complacerán al pueblo ucraniano, que lucha por la libertad».
Pero quizás lo más sorprendente es que estas palabras se han publicado en los medios rusos bajo el control total de la oficina de censura. Esto ha dado lugar a rumores en el «campo patriótico» de que algunas de las personas en el poder se han movido hacia lo que consideran una posición capitulacionista. Así lo ha dicho, por ejemplo, el nacionalista Igor Strelkov, que ocupó la ciudad de Sloviansk, en Donbás, en 2014, detonante inmediato de la guerra que siguió. Mientras tanto, siguen llegando nuevas señales de la cúpula del gobierno ruso de que Moscú está dispuesto a hacer algunas importantes concesiones, al menos en comparación con los ultimátums de los primeros días de la guerra. Primero, la portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores, Maria Zakharova, sorprendió a todos al anunciar que Rusia no planea derrocar al actual gobierno ucraniano (antes, Putin había dicho exactamente lo contrario). Luego, el jefe del departamento del Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia para la Comunidad de Estados Independientes, Alexey Polishchuk, pronunció palabras aún más blasfemas y dio a entender que devolver los territorios de la DPR y la LPR a Ucrania es un tema que sigue abierto y deberá ser «decidido» por los ciudadanos de las repúblicas. La propia web de RT publicó estas palabras.
La posición de negociación de Moscú parece ahora más suave que la defendida antes de la guerra. Esencialmente, para una parte de la elite esto sería visto como una derrota, incluso si se suavizara con concesiones mutuas, que serán difíciles para Ucrania. Para el «campo patriótico» radical significaría una catástrofe. Quienes apoyan activamente la guerra ya hablan de un nuevo Khasavyurt. La expresión refiere al acuerdo de paz firmado con los separatistas chechenos en 1996, que consideran vergonzoso para Rusia, porque Moscú accedió a retirar las tropas de Chechenia y reconoció (aunque temporalmente) a los separatistas. El gobierno de Boris Yeltsin aceptó así la derrota en la primera guerra chechena. Estos autodenominados patriotas también hablan de un proceso Minsk-3, análogo a las conversaciones de paz fallidas de 2014 y 2015.
PAZ A CUALQUIER COSTO
Y, sin embargo, la clase dominante de Rusia tiene muchas razones para buscar la paz, incluso si tiene un alto coste. La principal radica en el hecho de que este coste solo aumentará con el tiempo. Según los pronósticos más optimistas de expertos cercanos al gobierno publicados por Kommersant, se espera que Rusia experimente una caída del 8 por ciento del producto bruto interno este año, es decir, incluso si la guerra termina pronto. Se estima que el desempleo se duplicará. La inflación será del 20 al 25 por ciento anual. Pero si la guerra se prolonga, estas evaluaciones podrían convertirse en una quimera. Un posible acuerdo con Irán y la recesión económica mundial podrían reducir el precio del petróleo y debilitar la dependencia europea de los combustibles fósiles de Rusia. En ese caso, Moscú podría esperar una crisis financiera más extensa.
Pero el mayor peligro es más insidioso. En una columna reciente en The Guardian, el economista francés Thomas Piketty abordó el tema más delicado para la clase dominante rusa. Para que Rusia detenga la «operación militar especial» en Ucrania, Occidente solo necesitaría congelar o confiscar los activos de 20 mil millonarios rusos, que poseen más de 10 millones de euros cada uno en residencias europeas y estadounidenses. Putin, algunos de sus familiares y decenas de oligarcas rusos y altos funcionarios ya están en las listas de sanciones. Sin embargo, explica Piketty, «el problema es que los congelamientos aplicados hasta ahora siguen siendo en gran parte simbólicos»: «Solo conciernen a unas pocas docenas de personas y se pueden eludir mediante el uso de testaferros».
Según los cálculos del economista francés, unos 100 mil rusos poseen activos de 2 millones de euros o más en Occidente. Esencialmente, esta es la clase dominante de Rusia. Estas son las personas que sostienen la economía, la infraestructura, el orden civil, el aparato administrativo, los medios de comunicación y la maquinaria gubernamental de Putin. Si el presidente se convierte para ellos en una fuente de dolor en lugar de un garante de sus privilegios, no habrá nada con lo que reemplazar su lealtad. Incluso el Kremlin lo entiende. El secretario de prensa de Putin, Dmitry Peskov, calificó las medidas occidentales contra los oligarcas rusos como un asalto a la «santidad de los derechos de propiedad».
(Publicado originalmente en Europe Solidaire Sans Frontières. Traducción de Enrique García para SinPermiso. Brecha publica fragmentos.)
* Doctor en historia moderna de Rusia y miembro de Socialistas contra la Guerra y la Internacional Progresista.