Apelando a la vieja práctica de hacer política con hechos consumados, el director general de la Universidad del Trabajo del Uruguay (UTU), Juan Pereyra, mandó suspender las clases, el sábado 13, a los 500 estudiantes de la actual Escuela Técnica de Malvín Norte para evitar que el colectivo de ex presos adolescentes pudiera entrar a las instalaciones donde estuvieron arbitrariamente privados de su libertad, como los «políticos» más jóvenes del Uruguay del terrorismo de Estado.
Por unanimidad, la Comisión Nacional Honoraria de Sitios de Memoria, en su reunión plenaria del martes 17, pidió al Consejo Directivo Central (Codicen) de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) que interviniera para destrabar esta situación, ya que la propia comisión, en tanto órgano colegiado –integrado por la ANEP, por medio de su secretaria administrativa, Isabel Solís–, no ha logrado que el director, de raigambre colorada, acate la ley 19.641,1 que regula el tema, aun cuando no tiene potestad para oponerse.
Aunque la resolución para señalizar ese sitio de memoria está tomada desde el 7 de junio de 2023 y sorteó todos los mecanismos previstos por la normativa (incluyendo una comunicación firmada por la exdirectora de la ANEP Virginia Cáceres2 y el entonces presidente del Codicen, Robert Silva, fechada en agosto del año pasado), Pereyra salió a la prensa a manifestar sus «dudas» una vez que el colectivo Memorias de Malvín Norte convocó a la actividad del sábado. Incluso hizo oídos sordos ante las gestiones de la propia directora de la Institución Nacional de Derechos Humanos, Jimena Fernández, quien, según pudo saber Brecha, lo llamó por teléfono el miércoles 10 para allanar el camino del monolito.
A pesar de lo anterior, Pereyra operó su voluntad a través del director de la Escuela Técnica de Malvín Norte, Ariel Stefanoli. Con apenas un mes en el cargo, Stefanoli acató los designios del director general y suspendió las clases, volviéndose cómplice de burlar la ley y privar a sus estudiantes de conocer la historia del centro educativo, de su barrio y de su país.
El martes 17, en la reunión plenaria de la Comisión Nacional Honoraria de Sitios de Memoria, la secretaria de la ANEP argumentó que esta traba se debió a un problema logístico y de coordinación, pero en la discusión se volcaron las declaraciones a la prensa dadas por Pereyra, e incluso un significativo mensaje publicado en su cuenta personal de la red social X, a las 6.54 a. m. del domingo 14, que dice: «Frente en alto por haber actuado de acuerdo a mis principios y con el convencimiento de una decisión ecuánime».
En la interna de la comisión honoraria, la actitud de Pereyra fue comparada con «la época de la dictadura» y puso a las jerarquías de la ANEP en una posición incómoda, ya que ahora debe definir qué hacer con el ingeniero agrónomo que mandó cerrar la portera, como si en vez de gestionar una porción importante del Estado vinculada a la educación estuviera al frente de una estancia.
MEMORIA COMUNITARIA
«Todos los avances en memoria y señalización de lugares, así como en la justicia durante la dictadura y recuperada la democracia hasta hoy son impulsados por las víctimas, sus familias y los colectivos que integran», explicó a Brecha Mariana Risso, una de las tres coordinadoras de Sitios de Memoria, un proyecto «militante y colectivo» que sistematiza la información referida al terrorismo de Estado uruguayo como «una herramienta de acción política».
Risso explicó que «fue una novedad autoritaria» que el antiguo Instituto Álvarez Cortés, dependiente del Consejo del Niño (antecedente del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay actual), comenzara a recibir presos políticos adolescentes en 1968, con la aplicación de las medidas prontas de seguridad y el avance represivo del pachecato, que, a la par de los adultos, también reprimió a los jóvenes con militancia política y sindical, sobre todo a los que estaban vinculados a los gremios liceales de todo el país. Al menos 200 uruguayos pasaron por esta cárcel hasta 1978, pero también hubo otras dos en Montevideo: el Hogar Yaguarón, para niñas y adolescentes mujeres, señalizado como sitio de memoria en 2022 (véase «Cuatro brujas», Brecha, 29-VII-22), y el Hogar Burgues, en el barrio Atahualpa, que mantiene su vocación de cárcel. «Estos adolescentes habían pasado por centros de tortura en cuarteles, batallones o comisarías antes de ser llevados a estos lugares», apuntó.
Tanto Risso como Mercedes Cunha, militante de la Red Nacional de Sitios de Memoria e integrante de los colectivos de memorias adolescentes del terrorismo de Estado, afirman que la intervención del director Pereyra buscó obturar –de facto– el diálogo de aquellos adolescentes con los actuales. «En la página de la UTU no figura nada respecto de la historia de este lugar, más allá de lo que sucedió durante el terrorismo de Estado, el edificio se inauguró como cárcel para niños en 1929. Seguramente fue la primera institución pública que estuvo en este barrio.»
CRIMINALIZADOS
Entre la brizna de la lluvia que acompañó el evento del sábado 13, Genaro Ribero entrecierra los ojos detrás de los lentes para responder que no, que Euskal Erría no estaba y que nomás había un descampado barroso cuando lo trajeron detenido en 1975, con 14 años, después de pasar por la Seccional 10 de Policía, por el Departamento VI y por el fichaje de inteligencia. Fue el 5 de febrero de 1975, tras haber salido con unas brigadas de otros jóvenes como él, por la noche, a volantear y colocar pasacalles por el aniversario del Frente Amplio.
«Pasamos momentos muy duros, el Departamento VI lo lideraba entonces el comisario Telechea, que se distinguió por su énfasis en la persecución de adolescentes. En esa causa éramos cinco adolescentes, una muchacha de 18 años y otro joven, Luis Morín, ya fallecido, que fue violentamente torturado, fue muy duro lo de él», rememora Ribero.
Mientras tanto, el resto de los integrantes del colectivo extiende una pancarta con los rostros de cuatro compañeros que fueron detenidos por primera vez en este lugar cuando eran adolescentes y que posteriormente fueron desaparecidos: Héctor Castagnetto, Rubén Prieto, Ary Severo Barreto y Jorge Martínez Horminoguez, los tres últimos en Buenos Aires, en el marco del Plan Cóndor.
Ribero continúa: «A esa edad, se nos perseguía por las ideas que teníamos, no porque fuéramos capaces de gestionar estructuras sofisticadas políticas ni gremiales. “No pienses de esa manera… y menos actúes en consecuencia” era el mensaje permanente. Pero esta institución era un gran depósito humano, de muchos niños abandonados y otros presos, donde se veía la profundidad de las injusticias sociales. Si tenías alguna duda al respecto, el pasaje por acá reafirmaba tu compromiso, más allá de las consecuencias personales, porque la estigmatización de los jóvenes estaba presente».
Así sucedió con él, dedicado a la docencia en su vida adulta y con otros, como Milton Castellanos, actual director del Instituto Cuesta Duarte, del PIT-CNT, un «militante sindical de toda la vida» que fue el último de los adolescentes presos políticos en salir del Álvarez Cortés, en 1978, tras pasar dos años entre el Pabellón 1 y El Chalecito, donde estaban las celdas de castigo.
Castellanos se cuela en este espacio mientras el evento se desarrolla en la entrada del Club Atlético Alumni de Baby Fútbol, que desde 1986 se instaló aquí. Detrás de él viene tomando algunas fotos Sergio Israel, periodista y compañero de esta casa, quien también fue recluido de adolescente. «Por eso se escuchaba», dice, y señala cómo las paredes del celdario de castigo no llegan a tocar el cielo raso, dejando un espacio de unos diez centímetros que permitía que se colara el ruido de la vida de afuera, de los otros presos pobres, que todavía se mantiene y que le aclara un recuerdo que tiene 50 años apagado. «Contame», le pido, rompamos en un acto chiquito de rebeldía intergeneracional la distancia que han querido imponernos.
1. Ley de Declaración y Creación de Sitios de Memoria Histórica del Pasado Reciente, sancionada en 2018.
2. Cáceres es actualmente la presidenta del Codicen en reemplazo de Robert Silva.
Visita al Chalecito
Sergio Israel
Nos llevaron de Inteligencia al juzgado de menores en una de aquellas camionetas Chevrolet Veraneio azules. Unas horas después, ya sin los tiras, salimos hacia la cárcel de menores Álvarez Cortés conducidos por el propio director. Hace 50 años, pero me acuerdo bien de que Toti y yo nos miramos incrédulos cuando el director del Álvarez, un gordito muy amable que nos dijeron que era socialista, nos dejó solos en la parte de atrás de un jeep abierto que él mismo conducía, porque antes de llevarnos a cumplir la leve pena dispuesta por la jueza aprovechó para hacer un trámite en el Consejo del Niño (hoy INAU).
Era todo muy raro, pero, aunque no éramos unos genios, con Toti hicimos cuentas y fugarse no servía. La intervención de la actuaria, la actriz Nelly Goitiño, que además de buena gente era amiga de mi tía Lila, había ayudado a calmarnos y a hacer todo más fácil; nos convencieron de que pagar con unos días presos por una pintada contra la dictadura en la puerta del liceo parecía razonable, sobre todo porque nos explicaron que si nos ponían enseguida en libertad, seguramente a los próximos menores no los pasarían a juez, algo que de todas maneras al año siguiente, cuando la cosa se puso más dura, ya no ocurrió.
Lo peor que tenía el Chalecito era que pasabas todo el día solo, encerrado en una celda de dos por uno, con el único entretenimiento de escuchar, como forasteros, casi sin intervenir, las conversaciones de los «pesados» confinados en el pabellón de seguridad.
Una vez me llevaron al baño y me encontré con Carlitos, mi excompañero de escuela, ahora vestido de mameluco azul. Fue un impacto y además la última vez que lo vi. Nos saludamos con un abrazo y entonces caí en que Toti y yo éramos dos «políticos» en medio de un montón de pibes pobres que no tenían familia o que habían infringido el Código Penal.
El sábado pasado, gracias al esfuerzo militante de un montón de gente, volví a Malvín Norte, recorrí –por primera vez libre– el Chalecito y reconocí el celdario por la pequeña separación entre pared y techo que dejaba pasar aire y voces.
Me alegré de haber ido, pero también tuve una sensación de fracaso. Es cierto que el día lluvioso y el edificio principal cerrado no ayudaban, pero, a pesar de que hay una escuela técnica, una calle asfaltada y apartamentos, a pesar de la Facultad de Ciencias, el Instituto Pasteur y otros, es notorio que medio siglo después muchos de los problemas sociales siguen o –aún peor– se han agravado.
Eso se podía ver en la gente y en el estado del Chalecito, ahora sede del club de baby fútbol Alumni. El club nos recibió con tortas fritas en una construcción sin muchos cambios respecto de 1974, una pobreza que contrasta con el bullicio consumista y bien protegido del mall cercano, ubicado justo en la frontera.