Con la investigadora maya k’iche’ Gladys Tzul Tzul - Semanario Brecha
Con la investigadora maya k’iche’ Gladys Tzul Tzul, sobre política comunal y feminismos

Escucharnos decir, prestarnos palabras

Desde hace algunos años, una trama de amigas y compañeras uruguayas mantiene con Gladys Tzul Tzul una conversación. Siguiendo sus propias palabras, se trata de escucharnos decir y de buscar palabras para compartir nuestras experiencias. Ser espejos unas de otras en nuestras diferencias y nuestro hacer común. Su presencia en Montevideo, la semana pasada, incorporó nuevas voces en cada una de las actividades de intercambio en las que participó,1 con la expectativa de instalar un diálogo entre las luchas indígenas, en particular las experiencias comunitarias centroamericanas, y las luchas feministas en el Río de la Plata.

Foto: Magdalena Gutiérrez

Gladys es una mujer joven, de menos de 40 años, que nació en las tierras comunales de Totonicapán, Guatemala. Ante nuestra pregunta sobre su experiencia y el lugar donde nació y creció, que ha sido el puntapié inicial y centro de sus investigaciones, nos responde apelando a la memoria larga.

—Vengo de Guatemala, soy hija de varios procesos, soy hija de algunas rebeliones indígenas y rebeliones que las mujeres impulsaron en Totonicapán, soy hija de procesos de investigación comunitaria que se desarrollaron en mi pueblo para contrarrestar la narrativa oficial con respecto a la historia indígena. Ahora estamos en un proyecto con varios compañeros y compañeras; con compañeros que fueron presidentes de los 48 cantones2 y con las actuales autoridades comunales estamos organizando algo que se va a denominar “200 años del levantamiento indígena de Atanasio Tzul”. Somos un comité que está pensando la actualidad de la lucha contra los tributos, porque esta es una lucha que se manifiesta fundamentalmente contra los tributos a la corona y contra las contribuciones que comunidades indígenas tenían que dar a la Iglesia en tiempos de la colonia. Desde finales de 1700 hay una ola de levantamientos indígenas en el altiplano y esa ola de levantamientos va a triunfar, por ponerle ese nombre, en 1820, cuando es la rebelión de Atanasio Tzul y varios más. Ha sido un ejercicio que a mí me ha gustado mucho hacer ahora con estos compañeros. Vamos a prepararnos un año antes para llegar con una postura sólida a lo que se va a denominar “el bicentenario”. En México fue en 2010; se cumplieron 200 años de la desestructuración del Virreinato de la Nueva España. Pero la capitanía seguía funcionando, nosotros (Guatemala) estábamos en lo que era la capitanía. Entonces, en la historia nacional, en el currículo escolar, estas rebeliones indígenas no sólo se quedaron invisibilizadas, sino que a los personajes que despuntaron en ese momento, la narrativa oficial los quiere capturar, los secuestra y los presenta como próceres. En mi comunidad hace 20 años hubo también un comité, del que participó mi padre; este que tenemos nosotros es un segundo comité.

La entrevistada también señala el protagonismo de las mujeres indígenas en la lucha por denunciar el genocidio ocurrido en Guatemala en los ochenta y los aprendizajes que implicó para su generación:

—Soy hija de estas luchas y también parte junto con varios de los jóvenes y de las mujeres que vimos el proceso que echaron a andar allá las mujeres ixiles que juzgaron a Ríos Montt, estos juicios comenzaron en Guatemala a finales del 2012. Nosotras vimos aparecer una serie de mujeres de la tercera edad que se pararon en el tribunal a declarar que habían sido objeto de violación sexual. Los testimonios de estas mujeres le abrieron la historia a una generación muy importante. Ellas traían al discurso dos consignas: que la violación sexual era política del Estado como forma de exterminio de las mujeres y que era la manera principal de ocupar territorio, de avanzar sobre las tierras comunales. Tenían que golpear a las mujeres para romper la trama general. Eso, para nosotras, fue importantísimo: de ahí en adelante pudimos tener más horizontes, tendiendo más palabras al respecto de la tenacidad de la lucha que estas mujeres plantearon en los tribunales. Estos procesos son los que yo he denominado “reconstrucción comunal”. ¿Cómo a pesar de violencia sexual, de masacres, de explotación y dominación las comunidades siguen vivas, con un horizonte de asedio al Estado? Es decir, no tienen el objetivo de la toma del Estado para transformarlo, sino para limitarlo. ¿De dónde viene esa energía? A pesar de tanto dolor, hay capacidad de reconstruirse. ¿De qué manera aparece esta reconstrucción? Yo digo que soy también hija de esos procesos porque en 2012, cuando se estaba desarrollando este juicio, ocurre una masacre en mi pueblo. La guerra se termina formalmente en 1999. Eso a mí, de nuevo, me pone la pregunta, yo estoy estudiando en México, haciendo mi doctorado, y me regreso a mi pueblo. Para mí fue una escuela porque yo había crecido en ese sistema de organización comunal, pero no me había dado cuenta en términos teóricos de su germen histórico y tampoco de su posibilidad de asedio y de la capacidad de resolver y gestionar los momentos de dolor. Ocurre una masacre, hay seis muertos, y las comunidades inmediatamente juntan maíz, frijol, azúcar para los deudos, hacen turnos para abrir sepulturas, empiezan a juntar dinero para comprar los ataúdes, gestionan las bandas musicales –porque allá, en Centroamérica, hay una tradición de enterrar con bandas musicales–. En términos políticos, (la masacre) a mí me abre la perspectiva, pero también me permite una comprensión más amplia de aquellas instituciones que siempre vivieron en el mundo comunitario y que pueden funcionar en los momentos de emergencia. En las comunidades hay una comprensión absolutamente política de lo comunitario y no se conceptualiza ni se vive como una identidad, ni como una esencia, sino que es absolutamente político. ¿A qué me refiero con que es absolutamente político? A que la base fundamental de estas comunidades es el trabajo.

Gladys insiste una y otra vez en esta clave que nos desplaza de una mirada identitaria sobre lo indígena comunitario. Repite que el eje central de estas experiencias es el trabajo comunitario, una serie de prácticas concretas de hacer común que permiten sostener la vida. En uno de sus artículos plantea: “El trabajo comunal es la columna vertebral del gobierno comunal indígena. Su comprensión ha de realizarse en el universo general de la arquitectura y funcionamiento de los gobiernos indígenas. Es columna vertebral, dado que es la energía necesaria para la producción y resguardo de los bienes comunes. Un ejemplo concreto es la cantidad de jornales que las familias realizan en las comunidades para la producción de agua, el mantenimiento de los caminos, el cuido y la reforestación de bosques o para organizar fiestas, en suma, para garantizar la reproducción de la vida. El trabajo comunal o ka’x k’ol, como se denomina en Totonicapán, se constituye, pues, en la institución que sostiene los ámbitos de autonomía y de la vida”.

Apoyándose en la producción de Silvia Federici, afirma que lo comunitario debe ser pensado como una relación social, porque de esa manera puede ser practicado en las tramas indígenas y también en el mundo urbano popular. Por otra parte, tampoco puede ser pensado como personas individuales que se asocian –lo cual sería concordante con la mirada política liberal–, sino que es una política que se basa en una serie de relaciones que las vinculan y las responsabilizan. Plantea que le ha sido fértil el concepto de trama comunitaria que ha trabajado Raquel Gutiérrez,3 pensada como una serie de relaciones que permiten la reproducción de la vida, ancladas en asuntos concretos como la gestión del agua.

Si observamos Guatemala, dice Gladys, vamos a encontrar una relación tensa entre el Estado y las comunidades, “porque el Estado se nos presenta a nosotros antes que nada como ejército, esto es muy claro durante el genocidio de la década del 80”. Provoca diciendo que en política es mejor pensar en términos algebraicos y no aritméticos, y utiliza la imagen de archipiélago para dar cuenta de la multiplicidad de comunidades asentadas en tierras comunales que practican formas de autogobierno. Unas 170 mil personas viven en tierras comunales y se organizan en diferentes modos, pero comparten el sistema de gobierno indígena comunal. En estas formas políticas aparece la insistencia por no dejarse tutelar, y desde su experiencia concreta, la investigadora abre preguntas sobre las posibilidades de lo no estadocéntrico, y no sólo para lo indígena.

—Las autoridades comunales empujan por un no tutelaje y por una coordinación. Esta forma no estadocéntrica de la política comunitaria indígena en Guatemala es como poner límites, como cercar al Estado. Nosotros somos previos a su conformación. Ese es un argumento que se ha empujado en términos de reconocimiento: no es el Estado el que va a reconocer a las comunidades, sino que son las comunidades las que van a reconocer a algunas entidades estatales. No es el Estado el que va a decir quién es o no es indígena. Esto que llamamos “no estadocéntrico” va a pasar, pues, por el agua, por la justicia, por la tierra y por el reconocimiento. Y eso es lo que va a moldear lo que hoy día es el Estado guatemalteco. En términos de tierras, es muy central en las comunidades que la tierra es comunal, que se tiene una propiedad comunal y que el Estado no puede decir sobre lo que no le pertenece. En términos de justicia, por ejemplo, es decir, si ya la comunidad lo está juzgando (se refiere a una situación o a una persona), no se mete el Estado. Hay en algunos pueblos algo que se llama “acuerdos de coordinación”: el Estado ya no se mete en donde están las comunidades. Y al mismo tiempo si ya estos procesos están en la órbita judicial, las comunidades no se meten. Eso no estadocéntrico tiene forma de coordinación, y sería como un cogobierno: gobiernan las comunidades y gobierna el Estado. Es esa condición abigarrada sobre la que reflexiona Luis Tapia y todos los bolivianos que están escribiendo sobre ello. En el caso del agua, en varios pueblos el corte es radical, el agua está en tierra comunal y por eso no puede haber un ministerio del agua o una ley del agua que pueda expropiar el agua, porque el agua se ha producido en estas tierras comunales. Entonces, en ese nivel no hay una política estadocéntrica. Como decía un amigo, el Estado no tiene que regular el agua, sino los desechos del agua, se trata de una labor acotada. El Estado que haga lo que tenga que hacer, que resuelva el problema del agua contaminada en las ciudades y que no la mande a las comunidades.

LA LUCHA FEMINISTA Y LA LUCHA INDÍGENA. Desde su mirada es posible reflexionar cómo en las luchas feministas, cómo las mujeres en las calles y en todas partes expresamos y sostenemos el deseo de no ser tuteladas ni afectiva ni políticamente. Gladys menciona la metáfora de la mazorca que se une y se desgrana para pensar distintos ensamblajes de articulación política que no son los clásicos de una única organización que coordina todo y todo el tiempo. También desde allí se abren diálogos con la lucha feminista y, en particular, con la huelga feminista, como una forma particular de sinergia que desconcertó a la izquierda en su forma de mirar la estructuración política.

—Ustedes lo tienen claro con relación al aborto, a la violencia y no se de qué más está contenido. Las formas políticas para evitar ese tutelaje van a ser contradictorias. ¿Por qué se torna ingobernable lo comunitario? Porque no hay una sola dirigencia, una sola dirección. Hay una descomposición en grados al interior que no permite el tutelaje. Por ejemplo, nosotros en el momento de la reforma constitucional éramos muchas comunidades, pero luego nos empezaron a querer partir al pactar algo con una comunidad. Decían: vamos a pactar esto con Totonicapán. Y entonces salían todos los otros a decir bueno, pero Totonicapán no es todo. Aplastan a unos de manera tutelar y se levantan otros cuatro. Teníamos esta metáfora con Vero (Gago) de estos juguetes que tú le pegas a uno, sale un muñeco y tú le pegas, y salen tres o cuatro. Estas metáforas son interesantes para pensar el movimiento de mujeres y lo indígena. Tú te puedes volver loco pegándole por todos lados, pero de todos modos así no es la correlación de poder, porque nunca vas a saber de dónde van a salir. Creo que esa dimensión de lo inesperado –pero no de la espontaneidad, sino del acumulado de energía política que hay– juega un papel importante en que no se pueda tutelar. Yo creo que en eso nos parecemos, en ser sustancia, en cómo apareció y cómo despuntó el movimiento de mujeres, el levantamiento de mujeres. Creo que efectivamente desafía en términos de aparecimiento, porque no es que hay una planificación de “todos vamos a aparecer un día”. Cada quien salió. O sea, revienta desde donde menos se esperó. Y es interesante ver esta forma del aparecimiento en el espacio público de estas tres luchas en Argentina, Chile y Uruguay, estas tres constelaciones que no vamos a poner en el plano de los países. Se va resignificando y tomando palabras prestadas, se están prestando las palabras una lucha con la otra y así se van alimentando. Lo de la mazorca que se une y se desarma en tiempos, creo que hay que ligarlo a los tiempos colectivos. Una vez leí un texto de por qué la lucha de Emiliano Zapata no tuvo los alcances de los primeros meses, y Francesca Gargallo decía: cuando ya están entrando a la ciudad es cuando llega la época de la cosecha, entonces la gente qué hace: o sigue avanzando a la ciudad, o no pierde su cosecha, y se regresaron todos a su cosecha. Yo creo que hay que pensar eso. Hay que pensar desde la reproducción de la vida, cómo se une la mazorca y cómo se desgrana en los tiempos de la reproducción. Y ahí la ventaja que tenemos es que Silvia Federici ya nos dio un montón de palabras para pensar. En un segundo momento, yo creo que uno de los secretos de la política comunitaria es que ninguna autoridad manda sobre la otra. Es decir, no hay una jerarquía. Lo cual hace todo mucho más problemático, porque construir un acuerdo es un proceso, pero eso creo que es lo que le da forma a esta mazorca que se une y se desgrana. Una ventaja de las comunidades indígenas es que hay una fluidez generacional y personal, hay un dinamismo que permite que la mazorca a veces sea más grande o más chica. Y eso es un reto que tiene el movimiento feminista, o los movimientos sindicales, que son dirigentes de 20 o 30 años. Jovita, mi hermana, siempre lo recalca: si estamos hablando de la democracia o de las mujeres, no es nada democrático que (las personas) estén 12 años en puestos de dirigencia. ¿De qué manera se produce una columna vertebral que establece la presencia de las mujeres con experiencia? Esa columna vertebral no está cerrada, sino abierta a que vayan entrando más personas. Ustedes comentaban las dificultades que hay a nivel generacional o los enganches que puede haber. Creo que ese es uno de los retos que se manifiestan. Pienso que esto es algo a empujar en estas formas políticas de aparecimiento que ustedes han tenido y que es práctica ensayada en las comunidades. Esta manera de rotación pluraliza, aunque no es una garantía de que vaya a resultar.

NI VÍCTIMAS NI HEROÍNAS. Si entendemos la violencia contra las mujeres como una forma de destruir las tramas, Gladys insiste en desarmar dos maneras en las que se ha pensado a las mujeres indígenas: como víctimas o como heroínas. Desde su propia experiencia, señala que hay diálogos posibles porque en esa dicotomía también puede verse a las mujeres en las ciudades. Una y otra vez Gladys hace preguntas sobre cuáles son nuestras dificultades para reproducir la vida en las ciudades y lo hace a partir de la realidad concreta de cada quien.

—Yo creo que lo de las víctimas o heroínas es importante para todas las mujeres, porque es una condición de todas las mujeres: o son madres abnegadas o son unas viejas perras que dejaron a sus hijos, o somos una superwoman que todo lo pudimos o todo me pasó y no me puedo recuperar. En el caso de las mujeres indígenas, hay un aparato estatal, de las Naciones Unidas y de las Ong que nos colocan en un mundo oscuro, en un mundo sin capacidad de organización, sin capacidad de crítica y de cuestionamiento. Y a mí ese argumento me disgustaba mucho. Cuando escribía mi tesis, no encontraba un lugar, es decir, no quiero sacar toda mi hiel contra mi familia y tampoco quiero decir que esta es una comunidad casi no tocada por las relaciones patriarcales o por un orden simbólico masculino. No es cierto que haya una exclusión, pero sí es cierto que hay diferenciaciones en tanto somos mujeres, por el orden simbólico, por la propiedad. Entonces, hay una serie de jerarquías que no son las que estas mujeres dicen o lo que estos diagnósticos dicen. Decía: cómo voy a encontrar una manera para decir que las mujeres luchan por la tierra comunal y que en esas luchas también tienen una desventaja, pero eso no nos hace ni víctimas ni heroínas. Las que tienen tierra comunal no son unas heroínas individuales, sino que es gracias a todo lo que hicieron las mujeres de antes. Entonces, me empecé a entrevistar con mis tías, mis amigas, preguntándoles cómo lo hicieron. Por ejemplo, una de mis tías nunca conoció el asalariamiento. Ella se casó a los 20, con un tipo que era alcohólico y violento, y se separó y pudo regresar porque tenía tierra que le dejó mi abuelo. Entonces, llegó, construyó su casa y ahí vivió. Tenía sus ovejas que vendía de tanto en tanto cuando necesitaba dinero. Tejía su propia ropa. Y tenía mucho tiempo, como no tenía que atender a un hombre. Ella entendió rápido, a los dos años no lo aguantó y lo dejó. Tuvo la valentía, en 1970, de separarse y su valentía venía de un piso concreto que tenía. Hay muchas mujeres que no se pueden separar porque no tienen a donde ir. Ella volvió a su propia tierra y les pidió a sus hermanos y hermanas que le ayudaran a construir su propia casa. Tenía otra tía que en 1984 se separó. Tenía siete hijos y dijo que ya no lo aguantaba y se separó. Y se alió con su familia y fuimos un día como a las tres de la tarde, como setenta personas bajamos a esa casa, golpeamos la puerta y le dijeron disculpa, con permiso, pero como ya hay un acuerdo nos vamos a llevar las cosas. Sacamos todo y él se quedó en su casa. Y, del otro lado, había una gran fiesta esperando para recibirla. Entonces, yo decía, ¿cómo hago yo para mostrar esto? Y para decir que, si bien el trabajo comunal es la columna vertebral, esa columna vertebral la estaban dinamizando las mujeres. Ahí me encontré con el trabajo de Federici, que señala que se ataca a las mujeres para destruir la comunidad, para cercar las tierras comunales. Eso a mí me permite tener un lenguaje. Eso me permite decir que no hay ni víctimas ni heroínas, sino mujeres que saben leer sus condiciones concretas y que planean sus trayectorias de vida. Y todas las mujeres decidimos sobre nuestras condiciones de contradicción. Nosotras nos juntamos por comunidades lingüísticas y en la asamblea de tejedoras, por pueblos, porque compartimos los mismos problemas. Entonces, que las ladinas, las mestizas se junten entre sí. Una vez, una feminista en Guatemala le dice a una mujer indígena: “Bueno, ¿cómo viven ustedes la pobreza?”. Y ella le dice: “¿Yo? Yo no soy pobre. Vos sí sos pobre. ¿Dónde vivís vos?” “En la zona uno.” “¿Pero alquilás o es tu casa?” “No, yo alquilo.” “Ah, yo no.” Entonces, hay una recomposición. Hay unas formas discursivas de respuesta a estas maneras de tutelaje.

Hoy, cuando las mujeres claramente somos protagonistas de las luchas en diversos territorios –en lo urbano, expresado como lucha contra todas las violencias patriarcales y en los territorios rurales, como luchas contra el avance de la violencia anudada al extractivismo–, parece urgente conversar desde la realidad concreta de cada quien. Hace tiempo Gladys nos lanzaba la pregunta: ¿Es posible que las mujeres que viven y luchan en tierras urbanas y las mujeres que vivimos y luchamos en territorios comunales indígenas dialoguemos más allá de los formatos de talleres o de esas actividades de solidaridad campo-ciudad? Esa conversación que se busca ensayar en una constelación de intercambios será fértil si cada una parte de sí misma para enlazarse con otras. En palabras de Gladys: “¿Cómo criticamos las categorías que obligan a encasillarnos en términos dicotómicos de heroínas o víctimas? Es decir, cómo nos pensamos más allá de las claves de la narración de víctima y de las mujeres líderes o vanguardias que guían y liberan a otras mujeres. ¿Qué sucede si quitamos del centro de nuestras luchas el reconocimiento y los derechos estatales y damos centralidad a las maneras y las estrategias de cómo reproducimos la vida en los formatos de la ciudad y delineamos deseos de cómo queremos vivir? ¿Cómo gestionamos nuestras condiciones materiales para la reproducción de la vida en nuestros espacios situados?”.4

*    Docentes del Servicio Central de Extensión y Actividades en el Medio (Udelar). Integrantes del colectivo Minervas.

1.   Participó de actividades en la Escuela de Formación Feminista a iniciativa del colectivo Minervas y brindó una conferencia y un conversatorio en la Udelar.

2.   Se denomina así, en el sistema de gobierno indígena comunitario, el espacio de articulación de las comunidades que componen la región de Totonicapán.

3.   Mexicana. Matemática, filósofa y socióloga. Fue parte del levantamiento popular-comunitario, conocido como Guerra del Agua, que acontece en Cochabamba en 2000 y de otras movilizaciones en Bolivia. Actualmente coordina el seminario de investigación “Entramados comunitarios y formas de lo político” en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.

4.            Tzul, Gladys (2014), “Escucharnos decir: o de cómo hablamos de lo que nos interesa y lo que nos importa”, Escucharnos Decir, número1, Minervas-Mujeres en lucha, Montevideo-Buenos Aires, págs. 130-137.

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